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Opinión

La crisis que no cesa

El presidente de la Generalitat, Quim Torra, sale del edificio del Parlament.

Hace unos días un periódico barcelonés publicaba una noticia bajo el titular “El Govern planea su otoño caliente”. El contenido, a estas alturas, es familiar para cualquiera que haya estado leyendo prensa durante los últimos cinco años en Cataluña, con sus inevitables grandes planes sobre protestas y desafíos al Estado. También hace obligado preguntarnos cuántas veces más vamos a volver a leerlo, año tras año, en un bucle de procesisme infinito.

Cada otoño los políticos secesionistas advierten, off the record, que sus dirigentes tienen grandes planes de movilización ciudadana y una cuidada estrategia política para avanzar el procés. El líder, dicen, tiene una hoja de ruta con líneas maestras llenas de grandes objetivos. Insinúan una variedad de maniobras legales creativas para poner al “estado contra las cuerdas”. Señalan una fecha específica como un episodio clave para hacer república, fuera mediante manifestaciones, homenajes o alguna genialidad parecida. Y por supuesto, no dicen nada sobre educación, sanidad, servicios sociales, infraestructuras, guarderías, medio ambiente o demás minucias, porque esto para los independentistas no tiene importancia.

Durante los últimos cinco años hemos visto el resultado. Las movilizaciones ciudadanas se repiten, año tras año, sin que los partidos soberanistas aumenten su apoyo social. La estrategia política consiste, en una elaborada lista de maniobras parlamentarias en Ciutadella donde los secesionistas se aplauden calurosamente a sí mismos. Los desafíos al Estado acaban invariablemente siendo tumbados por ese mismo estado que los secesionistas llevan años diciendo que es un Estado fallido, sea por las buenas o por las malas. Los actos simbólicos y las fechas claves sólo sirven hasta ahora para generar material para fotógrafos independentistas y nutrir un próspero sector industrial de fabricantes de banderitas, lazos y zapatillas patrióticas.

Avanzar hacia la república, lo que se dice avanzar hacia la república, nada de nada. Los partidos independentistas no han tenido el apoyo social suficiente para imponerse, ni han construido estructuras de estado, ni opusieron la más mínima resistencia cuando el Estado les suspendió el autogobierno. Todo ha seguido exactamente igual.

Uno diría que, tras cinco otoños de futilidad política, el independentismo quizás empezaría a entender que la estrategia seguida hasta ahora no ha servido para nada. El apoyo social a la secesión permanece inalterable por debajo del 50% del electorado. Nadie en la Unión Europea se ha molestado siquiera en reírles las gracias. El autogobierno en Cataluña no ha avanzado un ápice; es más, tras la aplicación del hasta hace poco impensable artículo 155, el autogobierno es ahora más vulnerable que nunca. El único resultado tangible del procés hasta ahora ha sido el aumento de la tensión social y la polarización política en Cataluña.

La competencia electoral es hacia los extremos, no hacia el centro. Dado que la polarización no es un fenómeno puramente social"

Y sin embargo, ahí siguen. Torra, Puigdemont y compañía están otra vez con su movilización ciudadana, sus quejas sobre el franquismo que no cesa, sus airadas proclamas sobre lo mucho que van a saltarse la ley y los mismos aspavientos cuando alguien acaba en la cárcel por hacerlo. Siguen hablando de democracia, siguen dando saltitos a ver si alguien en Bruselas les hace caso, y siguen insistiendo en el choque de trenes, una y otra vez. Lo que queda por ver es hasta cuándo van a seguir insistiendo en esta estrategia, y en el caso que así sea, si esta clase de conflicto es sostenible a largo plazo.

Mi impresión, y algo que se confirma viendo lo sucedido en conflictos similares en otros lugares del mundo, es que esta clase de conflictos pueden mantenerse inamovibles durante mucho más tiempo de lo que todos los implicados esperan. Cuando un sistema político se polariza como está sucediendo en Cataluña, sus dirigentes rápidamente descubren que pedir distensión es el camino más fácil para que tus compañeros de partido te echen. La competencia electoral es hacia los extremos, no hacia el centro. Dado que la polarización no es un fenómeno puramente social, sino que la retórica de los partidos contribuye a acentuarla, este ciclo se refuerza además internamente.

De forma más significativa, la polarización no tiene por qué ser simétrica, con ambos bandos echándose al monte. En el caso catalán, los partidos y votantes unionistas no han cambiado apreciablemente sus posturas políticas (es más, en el caso de los partidos de izquierda se han movido hacia mayor autogobierno), mientras los secesionistas se han lanzado en una competición hacia el extremo. Por mucho que los partidos no-independentistas o el gobierno de Pedro Sánchez hagan ofertas de diálogo creíbles, la misma dinámica de competición interna dentro del soberanismo hace que nadie tenga el más mínimo incentivo de negociar nada.

Esto quiere decir que, si nada cambia, tenemos por delante años de esta clase de debates, peleas, y tonterías. A efectos prácticos, una región que debería ser uno de los motores económicos de Europa tendrá un gobierno completamente inoperante, con políticos obsesionados en interminables batallas simbólicas en vez de dedicarse a mandar.

La palabra clave en este escenario es "valentía"; si tu plan es exigir coraje a los políticos, me temo que no va a funcionar"

A corto plazo esto no tiene por qué ser del todo malo; Cataluña tiene excelentes infraestructuras, universidades decentes, una administración competente y una ciudad como Barcelona moderna, dinámica y con ganas de innovar. Que la Generalitat se salga de en medio quizás incluso ayude más que entorpezca a la economía. A medio plazo, sin embargo, hay problemas que quedarán por resolver. La legislación deberá adaptarse a nuevas ideas, el país deberá avanzar para evitar convertirse en un pantano económico como Italia. El procés puede dejar  de ser un incordio y pasar a ser un problema real, con un impacto cada vez más claro en el país y en el bienestar de sus habitantes.

Hay tres posibles salidas a este bloqueo. La primera es que un sector del independentismo con impecables credenciales patrióticas decida bajarse del burro y arrastrar suficientes votantes de nuevo hacia el centro, en un supremo acto de valentía política. La palabra clave en este escenario es “valentía”; si tu plan es exigir coraje a los políticos, me temo que no va a funcionar.

La segunda salida es que el Gobierno central pueda ofrecer un plan creíble a los secesionistas que les haga aceptar de nuevo el juego político en vez de la confrontación. Si esto fuera fácil hacerlo, ya habría sucedido, porque no hay ningún presidente del gobierno que disfrute hablando sobre Cataluña todo el santo día. Aunque es posible, y exigiría un acuerdo político dentro de Cataluña (porque este es un conflicto entre catalanes, no lo olvidemos), ahora mismo no hay nadie con un plan viable para ello.

La tercera opción es la que me preocupa de veras: que alguien cometa una estupidez, y un conflicto hasta ahora político escale en un conflicto civil mucho más feo de lo que hemos visto hasta ahora. El error puede venir de una repetición del 1 de octubre y la torpe respuesta policial, o puede venir de un grupo de iluminados que decidan pegar fuego a una delegación del gobierno. Sea como sea, puede escalar rápidamente, y puede devenir en un resultado mucho más peligroso y dañino para el país a largo plazo.

Me temo que ahora mismo deberíamos alegrarnos por el mero hecho que las cosas no empeoren. El procés seguramente va para largo.

 

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