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Opinión

Cosas que no funcionan y cosas que sí

Ya estoy trivacunado. Así de fácil. Sin webs crueles e inútiles, sin trámites, sin gaitas. Sin amarguras

¿Vacunas obligatorias?
Punto de vacunación

Vivimos rodeados de cosas que no funcionan o que funcionan mal, y eso tiende a amargarnos la vida. No me refiero a cosas grandes y aparatosas sino a asuntos menores, casi domésticos, pero que nos resultan necesarios para vivir. Los desastres mayores están, creo yo, fuera de nuestro alcance. El vergonzoso comportamiento de nuestros políticos, sobre todo de algunos, lleno de gritos hueros y de aspavientos teatrales, ha demostrado que sí funciona: ahí están las últimas encuestas, en las que la extrema derecha no deja de crecer. El progresivo embrutecimiento a que determinados canales de televisión someten a los ciudadanos no se detiene ni se va a detener: lleva muchos años siendo un excelente negocio. No me refiero a eso.

El camarero que te pone el café sobre la mesa con tal dejadez que parte del líquido se derrama y la cucharilla cae al suelo. Y cuando le dices: oiga, por favor, se te queda mirando, te ordena (no sin altanería) que te pongas bien la mascarilla y se larga. Eso amarga la vida. La bandeja de plástico del supermercado que, de un día para otro, ya no contiene diez filetes sino nueve, y la etiqueta asegura, contra toda evidencia, que pesa lo mismo. Eso amarga la vida. La señorita de tu compañía de teléfonos que te llama para ofrecerte un servicio prodigioso que no solamente no necesitas, sino que ni siquiera existe. Y ella lo sabe. Y sabe que tú lo sabes. Y sabe que tú sabes que ella lo sabe. Te está mintiendo a la cara. Pero existe la posibilidad de que piques y así te clavarán 60 euros más al mes. Le obligan a hacerlo, es su trabajo. Eso amarga la vida. Ese tipo de cosas.

No, no es eso. Van cinco veces con cinco cartas distintas. Y con libros. Y con lo que sea. Yo no sé si el cartero me tiene manía personal, supongo que no. Pero lo parece

El cartero que nunca llama dos veces. Ni una. Ni ninguna. Eso solo le pasaba a Jack Nicholson en la peli aquella. Lleva (vamos, digo yo que la llevará) una carta certificada del Ministerio que tú estás esperando, una carta muy importante de la que dependen muchas cosas. Pero no llama al telefonillo. Consigue que alguien le abra el portal y mete en tu buzón un aviso impreso más falso que Judas: no estabas en casa cuando el cartero fue a llevarte la carta, llamó a tu timbre y nadie contestó. Mentira. Mentira. No me muevo de aquí y estoy pendiente de esa carta. Pero eso da igual. Encuentras el aviso en el buzón y tienes que ir hasta Correos a buscar la jodía carta. ¿Una excepción, un error involuntario? No, no es eso. Van cinco veces con cinco cartas distintas. Y con libros. Y con lo que sea. Yo no sé si el cartero me tiene manía personal, supongo que no. Pero lo parece. Eso amarga la vida, caramba.

Puede que les paguen poco, puede que sean gente desdichada o triste o solitaria o que tengan problemas en casa. Tratas de pensar esas cosas para empatizar, para entenderlo al menos, para no sentir el sabor agrio de la mala leche subiéndote otra vez hasta la boca. Pero es difícil.

Elijo centro de salud, como me piden. Elijo franja horaria, como me piden también. Me muestro obediente, sumiso, colaborador, buen ciudadano

Ah, la vacuna de la covid. Necesito, quiero que me pongan la tercera dosis porque, por primera vez en dos años, estoy asustado. Pero, me ponga como me ponga (lo mismo es que yo soy un torpe, es posible), tengo que pedir cita a través de la web de la Consejería de Salud de la Comunidad de Madrid, que es donde vivo. Esa web que parece diseñada por un niño de cuatro años, o por el camarero que derrama parte del café, o por la mentirosa del teléfono, o por el cartero que jamás se molesta en llamar ni dos veces, ni una, ni ninguna. Esa web que no funciona. Relleno pulcra y minuciosamente los datos que me piden. El DNI, el CIPA (no sé lo que es el CIPA, tengo que mirarlo), mi fecha de nacimiento, todas esas cosas. Elijo centro de salud, como me piden. Elijo franja horaria, como me piden también. Me muestro obediente, sumiso, colaborador, buen ciudadano.

Pero no sirve de nada. Aparece el cartelito enmarcado en rojo: “No cumple con los criterios para solicitar la cita por este canal”. Y ahí te pudras. ¿Por qué no? ¿Qué criterios son esos? ¿Qué puedo hacer? Pues ajo y agua, que decíamos de chicos. Lo vuelvo a intentar una, dos, nueve veces. Es imposible. Esa web es como la pared de un frontón: lo devuelve todo sin inmutarse. No cumplo los criterios que no puedo cumplir, aunque me gustaría, porque no sé cuáles son. Eso amarga la vida muchísimo porque esta vez sí tengo miedo a contagiarme, como tantos amigos y familiares que están cayendo enfermos.

Una enfermera, igualmente cariñosa, me está inyectando en el hombro mi tercera dosis. Me pregunta que si me ha dolido. Le contesto que, con esas manos y esos ojos tan bonitos, es imposible que me duela nada

Ah, pero no todo funciona mal. Mi hermana Mar, que es un amor y me quiere mucho y me cuida, me dice: “Vete al Colegio de Médicos, ya verás”. Ella misma me lleva hasta allí. Al lado del Conservatorio y del museo Reina Sofía. Llego y hay dos colas. Una es “con cita” y otra es “sin cita”. En la primera no hay nadie. En la otra hay siete personas, ocho conmigo. De todas las edades, ahora les cuento. La cola avanza rápido y, cuando llega mi turno, un señor amabilísimo, con bata blanca, me pregunta qué número de inyección es la que quiero y qué vacuna me pusieron las otras veces. Se lo digo. Entonces sonríe muy cómicamente y me pone una pequeña pegatina junto a la nariz, en la mascarilla.

Paso al interior. Un chaval encantador, atento, eficaz, me toma los datos y me hace firmar no sé bien qué. Dos minutos después, una enfermera igualmente cariñosa, un poco más joven que yo, me está inyectando en el hombro mi tercera dosis. Me pregunta que si me ha dolido. Le contesto que, con esas manos y esos ojos tan bonitos, es imposible que me duela nada. Suelta una carcajadita de cristal y me dice que ya me puedo vestir. Ya estoy trivacunado. Así de fácil. Sin webs crueles e inútiles, sin trámites, sin gaitas. Sin amarguras.

Tres cretinos menos

Ah, una cosa. Las tres personas que han entrado justo antes que yo son jóvenes, de entre veinte y treinta años. Dos chicos y una chica. Se les nota nerviosos, azorados, huidizos. La enfermera (hay varias) les pregunta qué número de vacuna es la que quieren. Ellos, los tres, miran con cierto temor a derecha e izquierda y contestan con un murmullo inaudible. “¿Cómo ha dicho?”, pregunta la enfermera. Y uno de los tres –porque está claro que van juntos– suspira, enrojece y balbucea: “Es la primera”, como si estuviera confesando un pecado o una enfermedad venérea o algo así. La enfermera sonríe, amorosa; yo sonrío también, no sin complicidad, y tres minutos después salen los tres al frío de la calle, tranquilos, aliviados, con la cara que poníamos de niños cuando nos daban la absolución, o con la que poníamos cuando el cartero, hace años, llamaba al timbre y subía hasta tu casa para darte la carta, todo amable.

Tres cretinos menos. Bien.

¿Ven ustedes? Hay muchas cosas pequeñas, domésticas, cotidianas, que no funcionan porque las hace (mal) gente encenizada. Y eso amarga, cómo no. Pero también hay gente eficaz que hace las cosas bien, y las hace por el puro placer (que es muy grande y muy simple) de hacer las cosas bien. Y eso, a poco buen corazón que se tenga, hace olvidar las amarguras y, como decía Miguel Delibes, aligera la pesadumbre de vivir.

Así que ya lo saben: viva el Colegio de Médicos. Y la buena gente.

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