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Opinión

Contra las naciones

Miles de manifestantes a favor de la independencia de Cataluña.

La panda lleva a la nación, la nación lleva a la patria y la patria lleva al odio. Ha sido una constante histórica de mucho entusiasmo y mucha sangría. Pero en ese recorrido inefable entra a veces la razón (que, aunque no lo parezca, es atributo humano) y consigue que, olvidados por un momento del sentimentalismo en bande, los hombres forjen un Estado. El predominio del pensamiento noble conduce incluso a que ese Estado se regule con normas justas, se trate a sus miembros como adultos con responsabilidad y se promocione la libertad individual con el compromiso, al fondo, del bien común. Es la constitución de un Estado democrático, que nunca acaba de perfeccionarse, pero que es hasta la fecha la forma más llevadera de organización social. Ese camino de perfección, en todo caso, requiere un alejamiento cada vez mayor de la nación. Y no digamos ya de la panda.

La nación, en su capa simbólica, es un despliegue de cursilerías; en su aplicación actual, un manadero de xenofobia. La nación está bien para un segundo plano, para que de vez en cuando se junten ánimos con fanfarria y estandartes, se organice algún desfile y se celebren éxitos deportivos en las fuentes. O para cuando se está en otro país y se dice entonces, coño, como en casa en ningún sitio. Pero el Estado, con su grisura funcionarial, debe estar siempre vigilante para ahogar las exaltaciones fraternales y marginar las mandangas telúricas. La razón de un Estado democrático sobrepuesto a la nación es indicio de madurez humana. La reivindicación de la nación, cuando entraña oposición al funcionamiento normal del Estado democrático, debe tenerse siempre por reacción tribal y, como tal, ser reprimida. El Estado democrático funciona bien cuando es un jarro de agua fría para la nación. Y quien dice la nación dice las naciones.

El gran enemigo del Estado democrático es la reacción nacionalista, con la que no cabe sino el enfrentamiento directo hasta su marginación definitiva

España, si quiere ser un Estado democrático serio y consolidado, no puede permitir que las naciones dominen la escena social. No debe permitir, en primer lugar, su identificación con la nación homónima ni para promover efusiones ni para impulsar infamias. La nación española no debe ser sino la sombra festiva de un Estado adulto y asentado. Y, en segundo lugar, el Estado español no debe tolerar que otras naciones internas, o siquiera pandas, quieran ponerlo en quiebra amparadas otra vez en las cualidades que da la tierra. El gran enemigo del Estado democrático es la reacción nacionalista, que por esencia es incurable y con la que no cabe sino el enfrentamiento directo hasta su marginación definitiva (ya que la extinción parece improbable). Para ello, el Estado cuenta con armas legítimas, es decir, con las leyes, que han de afinarse según necesidades, pero que deben orientarse siempre a la consolidación del bien común, se nazca donde se nazca.

Ahora que se anda en elecciones, y primero de todo en elecciones generales, una reflexión inmediata atañe a la propia ley electoral. No me refiero a que se imponga un porcentaje mínimo de votos en el conjunto del Estado para que un partido tenga representación parlamentaria, que también. Me refiero a la identificación contraproducente de distrito electoral y provincia, que fuerza a los políticos a hablar en nombre de sus paisanos o a querer hacerlo. Lo más adecuado, siempre pensando en el fortalecimiento del Estado democrático, es que se proponga un distrito único, se cuente el número total de votantes y se divida por el número de congresistas, vengan de donde vengan y hablen como quieran. Tantos votos por barba. Se evitarían así muchos problemas, sin duda, aunque es cierto que perderíamos también el espectáculo, tan grandioso a veces, de ver a candidatos por sitios en que muchos ciudadanos no los quieren, como le ocurre a Cayetana Álvarez de Toledo en Barcelona. Es que no es de aquí, tío, dicen siempre les imbéciles heureux qui sont nés quelque part. Pues más a mi favor.

Pero el Estado democrático, para cuando las pandas se revuelvan, ha de echar mano de la educación como arma principal. La escuela no debe adoctrinar en ideologías, pero quizá deba enseñar a los niños a distinguir y reivindicar los derechos fundamentales del hombre, que solo se amparan, hasta donde se sabe, en un Estado democrático. Y debe enseñar que el sentimiento de pertenencia a la tribu, que quizá fuese una herramienta evolutiva importante, es hoy un estorbo para la vida buena del hombre civilizado. La primera lección de un manual de ciudadanía democrática, como aquello que quisieron, debería llevar un epígrafe inequívoco: contra las naciones.

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