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Opinión

Cómo construir un partido de extrema derecha sin que se note

Como construir un partido de extrema derecha sin que se note

Extenuados de escuchar como las palabras fascista o nazi no se les caen de la boca a muchas personas, es oportuno saber qué tipo de partido o actitud puede ser calificada como tal. El lector sagaz puede sacar las consecuencias que estime oportunas.

Principios básicos

En primer lugar, un movimiento, partido o asociación que pretenda calificarse así ha de creerse superior racialmente, ideológicamente, incluso moralmente a su contrario, su enemigo, su reflejo oscuro en el espejo. Lo uno va con lo otro y, sin esa confrontación, no hay fascismo ni nazismo que valga. Debe buscarse ese enemigo común – una religión, un colectivo, un partido, aunque siempre es mejor una nación – en la que poder verter todo lo malo que tiene la condición humana.

Una vez elegido ese adversario – pongamos, sin que nadie se moleste, que fuese España – hay que denigrarlo, arrastrarlo, insultarlo e injuriarlo, convenciendo por todos los medios a nuestro alcance a la masa que pretendemos seducir que ahí radican los problemas que padece. Si no hay trabajo, si hay corrupción, si hay agresiones o vulneración de la ley, la culpa deberá recaer siempre en ese enemigo. Convencida la gente acerca de quién es el responsable de sus desgracias, vamos al siguiente paso. Se trata de decirles que, por oposición al monstruo deforme que habremos creado, ellos son infinitamente superiores. El objetivo es suprimir la dialéctica económica de clase para sustituirla por otra de corte nacional. La masa que estamos seduciendo debe convencerse de que es más inteligente, más ilustrada, más trabajadora, más digna que la de su enemigo. No debemos dudar de incluir en este apartado elementos de genética, como el ADN, aunque científicamente sea totalmente erróneo. Nada une más a las masas que el ego.

La estigmatización del adversario, sea cierta o no, da igual, es la mejor arma para llegar a la cúspide del poder total

Solo con ese sentimiento de falsa superioridad aceptan los pueblos las penurias que cualquier gobierno fascista les imponga. La objetividad debe desaparecer en aras de un pueblo que se crea mejor que nadie. Si se consiguen ambas cosas, la identificación del enemigo y la superioridad ante él, hay que continuar cimentando las bases para que nuestro partido devenga hegemónico, cosa relativamente fácil si acusamos a nuestros rivales de ser cómplices, cuando no partícipes, del enemigo señalado. No se debe dejar de insistir en esto, la estigmatización del adversario, sea cierta o no, da igual, es la mejor arma para llegar a la cúspide del poder total. Los legalismos o el acatamiento a la ley vigente son puramente instrumentales. El mismo Goebbels lo dejó claro cuando el NSDAP entró en el Reichstag: “Venimos aquí como lobos entre corderos”.

El segmento de la infancia y la juventud ha de ser atendido especialmente. Los que adoctrinemos hoy serán nuestros mejores valedores mañana. En este sentido, profesores y catedráticos han de ser objeto de máxima atención, incluso de adulación y mimo, debido a su capacidad poderosa como propagandistas en seres que aún no han formado su personalidad. La escuela deberá ser, por tanto, nacional según la óptica del partido.

Con todo esto conseguido, procedería consolidar una organización fuerte, autocrática, sin resquicios. De la misma manera en que se organice el partido deberá organizarse la sociedad, y no tendría sentido pretender un estado totalitario, supremacista y excluyente si nuestro partido no fuese un modelo a imitar. Veamos, pues, como debe ser una formación política que cumpla esas premisas.

El líder absoluto

Sin decirlo, porque hay que dar siempre la impresión de que se es más demócrata que los demás, hay que poner en práctica el Führerprinzip, el principio del liderazgo. Tanto el fascismo italiano como el nacionalsocialismo tenían en común la figura del líder al que debe obedecerse ciegamente. El Mussolini hai sempre raggione o el Führereid, juramento de lealtad al Führer, adoptados por otros sistemas como la Francia de Vichy o la España de Franco – por no hablar de los regímenes comunistas – es un magnífico auxiliar para las políticas totalitarias. Nadie puede discutir lo que el líder decida, porque él y solo él sabe que es lo mejor para el pueblo.  Eso permite un control total sobre el partido, actuando con los disidentes internos como con los externos. Hay que acusarlos de traidores, de vendidos, de ventajistas, de corruptos, lo que sea con tal de anatematizarlos de manera pública y contundente.

En cuanto a los colaboradores del líder, deben mantener la misma postura respecto a sus inferiores. Si se permite la menor grieta, el partido y todo lo que postula corre el riesgo de desmoronarse. Es evidente que esta postura nada democrática pude chocar con la sensibilidad de algunos seguidores. Eso se soluciona con una propaganda hábil que adoctrine a la masa en el sentido que favorezca mejor la imagen del líder y el ideario del partido. Tampoco son descartables otros métodos intimidatorios, en el bien entendido que deberán ser adoptados con las máximas precauciones para que nadie pueda acusar al partido. Lo mejor es utilizar a terceros, con ataques de falsa bandera.

Con la pátina de mártires, un liderazgo único y temido, propaganda empleada para intoxicar a propios y extraños, una masa dócil, bien adoctrinada, y un enemigo al que usar como chivo expiatorio, solo quedaría el asalto al poder

Un elemento de convicción de cara a la masa es presentarse siempre como la víctima, de ahí el extremo cuidado en no aparecer jamás como agresores. Y si alguien intentara demostrar con hechos la falsedad de este argumento, hay que establecer siempre una lista de agravios comparativos hinchándola, exagerándola, retorciendo la realidad. Si agredimos, por ejemplo, a un político rival, debe decirse que el enemigo ha agredido a mil; si se acusa al partido de corrupción, ha de inundarse a la opinión pública con la corrupción del adversario; si se acusa de falta de respeto a la ley, se ha de gritar que quienes no la cumplen son los demás. Recordemos nuevamente a Goebbels, “Una mentira gritada mil veces acaba pasando por ser una verdad”.

Con la pátina de mártires, un liderazgo único y temido, propaganda empleada para intoxicar a propios y extraños, una masa dócil, bien adoctrinada, y un enemigo al que usar como chivo expiatorio, solo quedaría el asalto al poder. No hay que ser impacientes en este sentido, pues la historia demuestra que siempre acaba por llegar ese momento. Es cuestión de aprovechar la debilidad de los sistemas democráticos, garantistas y respetuosos con las minorías, y atacar cuando nos sea más conveniente.

Una última cosa: hay que mantener a las instituciones democráticas tales como el parlamento atados muy en corto. Si fuera posible, debe boicotearse su normal actividad. Lo mejor sería tenerlo cerrado con una u otra excusa. Sin el control democrático de una cámara, todo es posible.

Hay más cosas de las que podríamos hablar, pero, para muestra, bien valdrían estos botones. Ahora, piensen ustedes.

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