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Opinión

Reforma del CGPJ: alcanzados los últimos objetivos judiciales

Lesmes e Iglesias, charlando en un corrillo durante la celebración del 12-0

En 1985 había en España unos 1.800 jueces. El 90 por ciento eran hombres. Como el resto de los funcionarios del Estado, la mayoría había ingresado en el cuerpo en pleno franquismo. No es una calificación; es un hecho. En ese contexto, los que ese mismo año promovieron la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, por la que el Parlamento pasó a reservarse la elección de la totalidad de los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), probablemente estaban también ensayando una fórmula que operara como acelerador democrático del sistema. Nada que ver con lo que ahora se pretende.

Treinta y cinco años después de aquello, en España hay unos 5.400 jueces, un 54 por ciento mujeres. Un colectivo que es mucho más parecido a la sociedad a la que sirve que aquel del 85. Complejo, plural, más próximo al común de los mortales que sus predecesores, pero al mismo tiempo tan celoso o más de su independencia que aquellos jueces y magistrados que en no pocos casos concebían la Judicatura como otra vertiente de la carrera militar.

Con esta reforma bien pudiéramos ver en un futuro no muy lejano cómo ERC o Bildu condicionan la elección de determinados puestos en la judicatura de Cataluña o el País Vasco

Desde aquella reforma, que contó con el respaldo del Tribunal Constitucional, bien es cierto que con algún reparo, el órgano de gobierno de los jueces se fue paulatinamente adaptando al modelo de alternancia que marcaba la realidad política del país. De este modo, los CGPJ de mayoría “progresista” y “conservadora” se han ido alternando con razonable naturalidad. Ha habido CGPJ malos, regulares y buenos. Incluso muy buenos, dependiendo, como siempre, de la calidad profesional y humana de sus integrantes. Pero sobre todo, los CGPJ que hemos conocido han sido instituciones transversales, imperfectas, sí, pero con un sólido respaldo institucional. Eso es lo que está a punto de cambiar.

Pérdida de legitimidad

Siempre he pensado que la elección del CGPJ por mayorías reforzadas del Congreso y del Senado tenía tanta o más legitimidad (Artículo 117 de la Constitución: la Justicia emana del pueblo) que la fórmula mixta del primer Consejo (1980), que presidió ese formidable ser humano que fue Federico Carlos Sainz de Robles. Y es precisamente la destrucción de esa legitimidad la primera de las nefastas consecuencias del proyecto de reforma que quiere llevar a cabo el Gobierno. Pero hay más. A saber: la fractura irreversible, en aplicación de un partidismo descarado, del vínculo que a través del Parlamento conecta a la Justicia con la ciudadanía; la ruptura del principio de consenso institucional en un asunto central; el incremento de la confrontación ideológica y de la polarización en un momento de extrema gravedad sanitaria, económica y social.

Como ha dejado dicho Francesc de Carreras, hay dos formas de entender el Derecho: como instrumento de poder o como límite a los poderes públicos. Es evidente que lo que se disponen a perpetrar Pedro Sánchez y Pablo Iglesias nada tiene que ver con lo segundo. Más bien con todo lo contrario, como pone en evidencia el formato elegido, un atajo que elimina la intervención garantista en el proceso, siquiera consultiva, de otras instituciones del Estado. Pero además, esta es otra iniciativa, tras el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general, que apesta a necesidad política, a urgencia judicial del socio menor del Gobierno, y a los compromisos adquiridos de Unidas Podemos con eso que fatuamente han llamado la España plurinacional.

Por mucho que se intente justificar en la negativa del PP a negociar, la reforma exprés no deja de ser un atropello al Derecho, al equilibrio de poderes y a la democracia

Con esta reforma, de llevarse adelante, bien pudiéramos ver en un futuro no muy lejano cómo Esquerra Republicana o Bildu, a cambio de su aportación a la estabilidad del Ejecutivo, ejercen su derecho de veto en la elección, un suponer, del presidente de los tribunales superiores de Justicia de Cataluña o el País Vasco. O, todavía más cerca en el tiempo, cómo a un juez demasiado persistente se le quita del medio “premiándole” con un puesto de enlace en algún apetecible destino internacional. ¿Qué eso ya lo hemos visto? Sí, pero ahora, sin la necesidad de alcanzar la barrera de los 210 diputados, lo podremos ver mucho más.

La torpeza del PP

Que la Ley Orgánica del Poder Judicial hay que reformarla para evitar el espectáculo de prórrogas inacabables que desacreditan la institución y al propio sistema, es algo más que una obviedad. Pero hay otras maneras, como la incorporación a la norma de un sistema automático de renovación que, una vez transcurrido un tiempo prudencial (¿seis meses?), trasladase la elección de los vocales que cumplan mandato a otros órganos constitucionales, como el Tribunal Constitucional o el Consejo de Estado. Ya verían ustedes cómo entonces se acababan los problemas. Cualquier regla, incluida la vuelta al modelo mixto, sería mejor que la que se nos anuncia, que por mucho que se intente justificar en la negativa del PP a negociar no deja de ser un atropello al Derecho, al equilibrio de poderes y a la democracia.

Por cierto -y por último-: parece evidente que la causa principal de que Pablo Casado -que estuvo muy cerca de concretar la negociación para renovar el CGPJ- haya cambiado de criterio, es el temor a la rentabilización del presunto pacto por parte de sus fronterizos vecinos de la derecha radical. Pues bien, en mi opinión, la torpeza mayor del PP es que con la negativa a considerar en serio el acuerdo, por miedo a Vox, y sin dar ninguna otra alternativa realista ni explicación convincente, le ha dado a Iglesias la oportunidad, antes muy limitada, de meter el cucharón hasta el fondo del puchero judicial. Muy hábil, Morgan.

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