Opinión

Con faldas y a lo loco

Cristina Alías.

Hubo un tiempo, un tiempo mucho más feliz, allá por los años 90, en el que un hombre decidía vestir con una falda y no solo a nadie le importaba, sino que no te denunciaban por llamarle “caballero”. Incluso dirigirte a esa persona como “señora”, no solo habría sido una osadía impertinente, sino también un insulto y una burla.

No me refiero únicamente a artistas como Miguel Bosé, David Bowie, Tino Casal o Axl Rose, que gustaban de lucir faldas y vestidos de diversos tipos y no exclusivamente en sus actuaciones. No era nada raro encontrarse de fiesta a hombres muy estilosos incorporando faldas en sus looks. Lo que sí habría sido raro, y del todo inapropiado, es tratar a esos hombres como mujeres por llevar falda.

Los juguetes, la ropa, no tienen que tener sexo, porque de lo contrario estamos contribuyendo a mantener esos estereotipos que, al final, son los responsables de que en ballet haya más bailarinas que bailarines

Sin embargo, ahora vivimos en unos tiempos tan revueltos que son un atentado para la razón y el sentido común.

Nos dicen que vestir a los bebés de azul o de rosa, según sean niños o niñas, es una práctica totalmente despreciable con la que hay que terminar, porque hacer esa diferenciación de colores para sexos es perpetuar los “estereotipos de género”. Al igual que regalar muñecas a las niñas y coches a los niños o vestir a las niñas con vestidos femeninos y a los niños con ropa masculina. Los juguetes, la ropa, no tienen que tener sexo, porque de lo contrario estamos contribuyendo a mantener esos estereotipos que, al final, son los responsables de que en ballet haya más bailarinas que bailarines y que, cuando llevas tu coche a cualquier taller, la inmensa mayoría de los mecánicos sean hombres. Nos cuentan que esto no tiene que ver con la predisposición natural de cada sexo, que tenemos que romper con la idea de que ciertas cosas son innatas y corresponden a las condiciones biológicas o físicas de cada uno.

Luego llega una empleada de un supermercado, ve lo que a ella le parece un señor con barba, pelo largo y una falda, le llama caballero y se revoluciona media España

Este discurso se repite continuamente y se ha convertido ya en un mantra más de ese movimiento absurdo que se quiere hacer pasar por feminismo. Reconozco que podría comprar parte de este discurso, con el fin de promover una educación más igualitaria en la que no demos por hecho que las actividades extraescolares de fútbol son para los chicos y las de gimnasia rítmica para las chicas. Creo que en este sentido nos queda aún camino por andar. Estaría incluso dispuesta a sacrificar el apuro que siento, cuando me encuentro a una mamá con su bebé en brazos, al que no han puesto pendientes ni vestido de azul o rosa, (pistas que ya no son fiables), y me aventuro con un “qué niño más mono”, para toparme con un ceño fruncido y un tono de desagrado con el que me responde que es una niña.

Podría reconocer y sacrificar lo anterior, pero luego llega una empleada de un supermercado, ve lo que a ella le parece un señor con barba, pelo largo y una falda, le llama caballero y se revoluciona media España porque hemos topado con una tránsfoba, así que hay que echarla de su trabajo y hundirle la vida.

¿Me puede explicar alguien por qué entonces una falda en una persona adulta se tiene que considerar como estereotipo de género?

Si el rosa, los vestidos, las muñecas y todo lo que consideramos femenino y masculino hay que descartarlo, porque contribuye a perpetuar “estereotipos de género”, ¿me puede explicar alguien por qué entonces una falda en una persona adulta se tiene que considerar como estereotipo de género? Yo es que no entiendo nada.

Tantas vueltas con aquel documental de “Qué es una mujer”, en el que ninguno de los expertos preguntados parecía tener respuesta a esta cuestión y resulta que las asociaciones LGTBI de este país lo sabían: una mujer es alguien que lleva falda y sí lleva además una pulsera arcoíris ya es irrefutable.

No podemos saber el sexo de un niño por la ropa que lleva, pero tienes delante a una persona con una nuez como un melón de Villaconejos y tienes que saber que si lleva falda o ropa femenina es porque se siente mujer y quiere que le trates como tal.

No sé si es que desconocen lo que es el odio de verdad o que ellas mismas tienen tanto odio dentro que les parece normal ir por la vida odiándolo todo

Si es que esta gente lo pone muy difícil, de verdad. Es como mi profesor de filosofía en BUP, que te sacaba a la pizarra e iba a pillar, no aprobabas nunca, porque no había respuesta buena.

Lo peor de todo es el tema del odio. Estas personas, en cuanto te descuidas un poco, te acusan de odiar esto, aquello o lo de más allá. No sé si es que desconocen lo que es el odio de verdad o que ellas mismas tienen tanto odio dentro que les parece normal ir por la vida odiándolo todo. Como si resultase tan sencillo odiar algo. Yo, en todos estos años de existencia, solo he conseguido sentir odio por dos cuestiones: una son los plátanos y la otra es una persona que, antes que verla, prefiero comerme un plátano.

Cómo tienes que tener la cabeza para pensar que si no tengo la misma visión que tú de ti mismo, es porque te odio. Con el corazón en la mano: a mí que te sientas hombre, mujer, unicornio o emperador de Francia no me quita el sueño. Me resulta totalmente indiferente, como a la mayoría de la gente. Me atrevería incluso a afirmar que también a la empleada del supermercado. Si quieres que te llame Manolo, Margarita, Dinky Doo o Napoleón, porque te hace feliz, te llamo lo que tú quieras. Pero eso no te va a convertir en lo que tú deseas o quieres ser. Eres lo que eres, te guste o no, te vistan de azul o rosa, te pongan pendientes o te pasees con faldas por los supermercados.

A todos los osados que van a tacharme de tránsfoba por esto que digo, yo aviso: todo ese odio del que habláis solo lo veo en una dirección y no sale de mí, precisamente. De mí lo que sale es desearos que encontréis en la vida a alguien que os quiera por cómo sois, no por lo que sois, como el magnate que cortejaba a Jack Lemmon y le pedía matrimonio en aquella comedia de finales de los cincuenta, y que, tras la declaración de Lemmon de “No soy una mujer. ¡Soy un hombre! ¡Soy un hombre!”, ponía el punto y final a la película con un sublime “nadie es perfecto”.