Opinión

La colosal chapuza del 78

La colosal chapuza del 78
Los padres fundadores de la Constitución de 1978

La chapuza más colosal de la Constitución de 1978 fue privarnos de instrumentos de control eficaces contra el abuso de poder del Ejecutivo, como demuestra a diario, desde hace ya seis largos años, la impunidad de las tropelías del Gobierno Sánchez. No hay un delito de corrupción política del que no sea sospechoso Pedro Sánchez y sus sucesivos círculos dependientes, del más íntimo a los arrabales del partido: traición, prevaricación, malversación, tráfico de influencias, cohecho.

Cualquiera de los escándalos que se amontonan y anulan entre ellos habría provocado la caída del Gobierno en una democracia seria. Por mucho menos dimitió el portugués Antonio Costa a solicitud del presidente de la República (pequeña diferencia imposible con una monarquía más heráldica que otra cosa); incluso el populista Boris Johnson se vio obligado a renunciar por pequeñas fiestas clandestinas durante el confinamiento, por presión de su propio partido. Aquí, las tramas de corrupción socialista durante la pandemia que se llevó a más de 150.000 españoles, se convirtió -cuesta creerlo- en ocasión de oro para forrarse a la sombra protectora de un estado de alarma inconstitucional sin consecuencias.

Ni esa corrupción masiva y sistémica, ni la negociación de una amnistía ad hoc que instaura la impunidad política, le han costado nada a Pedro Sánchez. Esto significa, guste o no, dos cosas:

1 – Que la distancia entre la literalidad de leyes y normas y su inutilidad práctica con un gobierno que las burla parece insalvable.

2 – Que asistimos al fracaso en cadena de las instituciones de control y contrapeso gubernamental, meras colonias de Moncloa, con la excepción afortunada de los jueces que aún no le deben nada a Sánchez.

Si analizamos el origen del fracaso tarde o temprano llegaremos a un fallo calamitoso de diseño constitucional. Es verdad que la mayor parte de los analistas prefieren culpar de la degeneración democrática a la estructura de los partidos (improvisados durante la Transición en forma de pirámide de poder vertical), a la inmadurez de los votantes, a la perfidia de los medios de comunicación mercenarios, a la maldad humana que nos expulsó del Edén, e incluso al lucero del alba. Pero hay un hecho irrebatible: la Constitución de 1978 carece de un sistema eficiente de contrapesos y controles del Gobierno.

El Tribunal Constitucional es un ministerio más y una Tercera Cámara impostora; el ministerio Fiscal, ¿de quién depende?; el Consejo General del Poder Judicial puede ser controlado o al menos sitiado

El Gobierno con una mayoría suficiente en el Congreso, aunque sea precaria, es intocable. Y como la experiencia ha demostrado de forma incontestable, y es otro defecto calamitoso del sistema, ninguna institución está a salvo de ser penetrada y colonizada por los tentáculos gubernamentales: el Tribunal Constitucional es un ministerio más y una Tercera Cámara impostora; el ministerio Fiscal, ¿de quién depende?; el Consejo General del Poder Judicial puede ser controlado o al menos sitiado.

Y en el Congreso pueden tejerse mayorías con los nacionalistas mediante compromisos inconstitucionales y traiciones como la Ley de Amnistía, la despenalización de la malversación, el uso discrecional del indulto y la carta blanca para los gobiernos separatistas. Añadamos la inutilidad de la Oficina de Intereses y todas las similares encargadas, por ingenuidad o cinismo, de controlar los abusos y la opacidad gubernamental: son simples ventanillas del ministerio de turno.

Los padres de la Constitución redactaron una que partía de dos falacias: primera, que por malo que fuera un Gobierno, respetaría el espíritu constitucional sin traspasar las “líneas rojas” imaginarias de la Carta Magna; segunda, que el problema fundamental de la gobernabilidad era asegurar la estabilidad de los gobiernos, protegiéndolos de controles excesivos y de la presión de una calle que se daba por levantisca (como si siguiéramos en la sociedad de 1931). Fue el diseño de élites más temerosas de la plebe que de los suyos.

Demasiadas facilidades para el despotismo

Ambos errores fueron agravados por el diseño de una Constitución a gusto de los nacionalismos periféricos, con la vana esperanza de ganar su complicidad, asunto en el que no puedo profundizar ahora. Como los objetivos del separatismo nunca han sido constitucionales ni tenido nada que ver con garantizar la estabilidad nacional perseguida, sino todo lo contrario -forzar la transferencia de competencias hasta casi expulsar al Estado de sus territorios comanches-, cualquier Gobierno de Madrid quedaba condenado a participar en el vaciamiento constitucional. Incluso José María Aznar prefirió entenderse con la mafia de Jordi Pujol antes que plantearse una reforma constitucional que impidiera el chantaje separatista; nunca más se intentó tras el amago de la Loapa, tumbada por el Constitucional en 1983.

Y en estas llegó primero Zapatero y luego Sánchez, con el estéril nefasto intermedio Rajoy. La degeneración fue ayudada por la profunda crisis económica de 2008, agravada a su vez por el control partidista de las Cajas de Ahorro, que determinó su ruina; fue un precioso círculo vicioso de manual que expliqué en este libro (apropiadamente ignorado por el estatus quo).

El Gobierno no duda en retorcer la literalidad de una ley hasta darle completamente la vuelta, de modo que donde la Constitución dice “se prohíben los indultos colectivos”, debe entenderse “pero no la amnistía”

Zapatero y Sánchez carecen de cualquier escrúpulo. Comprendieron la utilidad de la fácil polarización populista de la opinión pública, y lo sencillo que era asaltar cualquier institución, por sagrada que pareciera, para llenarla de sicarios y deudores (de hecho, el aura de intocabilidad facilita el asalto porque parece imposible, como demuestra el caso del Tribunal Constitucional).

Los socialistas explotaron a fondo la inmensa ventaja de ese constructivismo jurídico y el relativismo ideológico que no duda en retorcer la literalidad de una ley hasta darle completamente la vuelta, de modo que donde la Constitución dice “se prohíben los indultos colectivos”, debe entenderse “pero no la amnistía”, y así con todo.

Añadamos que el régimen político-económico del capitalismo de amiguetes anula la amenaza que, para un gobierno despótico, pueden representar las grandes empresas y bancos en las economías más libres y competitivas; aquí se limitan al castizo “qué hay de lo mío”, y les da igual que la seguridad jurídica y el principio de gobierno limitado naufraguen mientras no les afecte (ceguera que pagan con impuestos populistas a los “beneficios excesivos”).

El chantaje separatista

No conseguiremos una democracia a salvo de abusos del poder, es decir, con separación de poderes, gobierno limitado, seguridad jurídica, instituciones eficientes y decencia pública, mientras la Constitución conceda barra libre a cualquier Sánchez decidido a lo que sea para seguir mandando, incluyendo demoler de facto la democracia con estrategias chavistas. Y este objetivo reclama una reforma constitucional profunda que instaure un sistema de contrapesos para controlar al Gobierno -y proscribir el chantaje separatista-, obligarle a cumplir la legalidad y rendir cuentas y, eventualmente, echarlo si resulta ser, como es este, una amenaza de efectos incalculables.