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Opinión

Una clase política inútil

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras firmar su preacuerdo de Gobierno.

Se acaban de conocer, hechas públicas por un empleado injustamente despedido, un cúmulo de irregularidades cometidas en el seno de Podemos, perpetradas o, por lo menos, consentidas, por sus máximos responsables. La lista es llamativa, incumplimiento de la norma sobre el tope de las remuneraciones, inflado de gastos de kilometraje, sobresueldos en negro, falseamiento de resultados de primarias, entre otras fechorías. El partido morado se une así, pocos años después de su entrada en el escenario nacional, a la venalidad desatada que han venido practicando durante décadas el Partido Socialista, el Partido Popular y la extinta CiU. Vistas, además, las cualidades que adornan al actual candidato a La Moncloa y al que se perfila como su socio principal, nos amenaza un Gobierno de coalición entre el fraude y el cinismo, lo que dibuja un inmediato futuro poco halagüeño.

España afronta problemas gravísimos, de naturaleza incluso existencial. Pocas naciones en el mundo se ven en este momento en peligro de desaparecer como tales por la subversión violenta de una parte de la población de una sus entidades subestatales, cuyo nivel de autogobierno y de reconocimiento simbólico, para mayor escarnio, es uno de los más altos del planeta. A esta tragedia, se añaden otras dificultades de profundo calado, una estructura territorial compleja, disfuncional e ineficiente que fomenta el separatismo, anima al despilfarro, fragmenta la unidad de mercado y quiebra el principio de igualdad entre los españoles; una deuda pública excesiva para la envergadura económica de nuestro país; una incapacidad reiterada de reducir el déficit; un sistema educativo de pobre rendimiento; un esquema de pensiones en quiebra técnica, una demografía severamente declinante; una justicia de independencia menguada; una Administración paralela en los planos municipal y autonómico que drena vorazmente recursos que deberían emplearse en atender necesidades perentorias de carácter social; una I+D+i netamente por debajo de lo requerido y una invasión escandalosa de los órganos constitucionales y reguladores, así como de los medios de comunicación públicos, por los partidos, que se reparten descaradamente por cuotas el Estado considerado como su botín, por mencionar las más lacerantes.

Frente a este panorama desolador y la notoria incompetencia de nuestra clase política para calibrar la seriedad y la urgencia de estos desafíos y para buscarles soluciones, se levantan voces fatalistas que afirman que los gobernantes son el reflejo de la sociedad de la que emanan y que por tanto no nos queda otra que resignarnos al fracaso colectivo que nos espera irremediable. Esta visión, típicamente rajoyesca, aparte de descorazonadora y estéril, revela la falta absoluta de comprensión de sus defensores de las causas de la prosperidad y el éxito de las colectividades humanas. Las naciones que han triunfado en la edad contemporánea y han alcanzado un notable nivel de paz interna, orden, seguridad, civilidad, crecimiento sostenido y bienestar social, lo han hecho por una combinación de mejoras en la educación, de la implantación de un conjunto de valores éticos vertebradores y de un diseño institucional acertado, siendo este último elemento el fundamental. Por eso, países que hace doscientos años eran extremadamente atrasados y pobres, Suiza, Suecia, Noruega, Dinamarca, Nueva Zelanda, Australia, Corea del Sur, han sabido construir órdenes constitucionales y legales que les han protegido del siempre posible mal comportamiento de sus políticos mediante eficaces resortes de rectificación y equilibrios de poder y contrapoder inteligentemente articulados.

Una máquina útil

No se requiere una mente especialmente esclarecida ni una sabiduría política más allá de lo que marca la pura evidencia para señalar el camino que nos permitiría escapar del callejón sin aparente salida en el que nos hemos adentrado. Bastaría que las fuerzas constitucionalistas cerrasen filas para formar un Gobierno de salvación nacional que neutralizase definitivamente el secesionismo aplicando rigurosamente la ley y poniendo en marcha un plan de amplio espectro y larga duración para desarraigar de la ciudadanía catalana el veneno de la obsesión identitaria, impulsase las reformas estructurales que transformasen el Estado en una máquina ágil y bien lubricada acabando con las duplicidades, redundancias y dispendios superfluos, devolviese la independencia a la justicia y liberase de la larga mano de los partidos a las instituciones. Esta agenda de cambio regenerador devolvería la confianza a los inversores, despertaría energías de nuestra sociedad civil ahora adormecidas y fortalecería el prestigio internacional de España.

Pero este programa inspirado en el patriotismo y la sensatez no es ni percibido como posible ni tan siquiera contemplado por una clase política inútil, alicorta y centrada en sus propias y mezquinas ambiciones mientras la Nación se descompone. Hasta que nuestros mecanismos de selección de elites políticas no dejen de operar a la inversa, es decir, evitando que la probabilidad de que los peores alcancen la cúpula de los partidos sea superior a la de que lo hagan los más aptos, no habrá forma de emerger del abismo en el que nos hundimos.

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