Quantcast

Opinión

¿Qué soy, adónde voy, de dónde vengo?

Albert Rivera.

Tanto a los votantes como a los votados les está costando adaptarse al nuevo contexto multipartidista después de cuarenta años de bipartidismo más o menos imperfecto. La vorágine del sinfín de pactos para gobernar ayuntamientos y comunidades autónomas con toda clase de combinaciones, variaciones y permutaciones dependiendo del lugar, las personas implicadas y las derivaciones de la fórmula finalmente cuajada en otros posibles acuerdos de nivel municipal, regional o incluso nacional, han hecho correr ríos de tinta, estrujado el magín de los analistas y sometido a la opinión a un continuo sobresalto. Los argumentos para justificar lo injustificable o para dotar de lógica a evidentes incoherencias han estado a la orden del día y los cordones sanitarios, verosímiles o no, se han desplazado a conveniencia de los que los infligen o los padecen según los intereses locales o particulares de los potenciales contratantes. En definitiva, un caos monumental, una barahúnda sin ton ni son, en la que la atención al interés general ha brillado por su ausencia y el afán por alzarse con la vara de alcalde o con la presidencia de la autonomía ha sido la motivación principal, apenas disimulada, de las maniobras de unos y otros.

En este agitado contexto, la formación política que más ha sufrido para encajar las piezas de este puzle endemoniado ha sido Ciudadanos. Su posición central y, por tanto, oscilante, su obsesión por no aparecer como socio de Vox al tiempo que su apoyo le era indispensable y las tensiones internas provocadas por sus vaivenes estratégicos, han dado y están dando a Albert Rivera y a su equipo considerables dolores de cabeza. Es muy difícil actuar de manera productiva si se parte de premisas falsas. Por mucho que los socialistas y sus compadres chavistas se esfuercen en fabricar un monstruo fascista inexistente, Vox no representa una amenaza al orden constitucional, al que se somete en todo momento.

Al igual que Rivera no le dicta a Macron cómo solucionar sus conflictos, el francés debería abstenerse de opinar sobre el complejo escenario español

En una sociedad tan plural y democrática que admite como legales a fuerzas que consideran el terrorismo criminal una vía legítima de acción política o que intentan subvertir la legalidad vigente mediante la violencia en las calles y la desobediencia a los tribunales, repudiar como indeseables a gentes cuyas terribles faltas son defender la unidad nacional, condenar la inmigración ilegal, adherirse a la preservación de la vida humana en gestación, considerar que el Estado de las Autonomías ha sido un fracaso, querer una Unión Europea más gaullista y menos federalista y rechazar la asimetría penal en función del género, simplemente no se sostiene. Apartar como apestado al nacionalismo español, conservador y católico que se mueve dentro del respeto a la ley mientras se aceptan alegremente como invitados a la mesa a comunistas bolivarianos, a filoetarras y a golpistas declarados, constituye una falacia de tal calibre que pone de relieve la absoluta falta de escrúpulos de los que la utilizan.

Ciudadanos se deja poseer en ocasiones por complejos extraños que sólo benefician a sus rivales y que le debilitan innecesariamente. En este sentido, las presiones procedentes del exterior para condicionar su comportamiento en España no pueden ser admitidas. Al igual que Rivera no le dicta a Macron cómo solucionar el conflicto con los chalecos amarillos, el presidente francés debería abstenerse de opinar sobre un escenario político de la complejidad del español sin conocer sus entresijos.

No hay duda de que la fragmentación en tres del espacio liberal-conservador en nuestro país crea serios problemas de autodefinición y de ubicación ideológica a los partidos que se lo reparten. El electorado que reclama libertad económica, impuestos moderados, un Estado eficiente, combate sin cuartel contra los separatismos, auténtica separación de poderes y honradez de los gobernantes, es muy amplio en composición sociológica y en número y PP, Ciudadanos y Vox han de afinar con precisión su oferta y sus programas para situarse con posibilidades de éxito en este mercado. Si se solapan en exceso generan confusión; si su diferenciación se percibe como forzada o artificiosa, los que incurren ella pueden pagar un alto precio en las urnas.

Parece claro que el tridente que hoy cubre el dilatado espectro electoral que en el pasado monopolizó el PP tendrá que experimentar reajustes en el futuro

Desde esta perspectiva, la organización naranja es probablemente la que más dificultades encuentra a la hora de perfilar su mensaje. La seguridad en sí mismo de Vox, aunque a veces excesiva, le coloca firmemente en la pista, la larga trayectoria y la sólida implantación territorial del PP son una buena base para el regreso de Casado a las esencias abandonadas por Rajoy. En cambio, Ciudadanos, tras su renuncia a la socialdemocracia y su identificación plena con el llamado “liberalismo progresista”, se sitúa en una zona de contornos variables que le obliga a frecuentes contorsiones no siempre fáciles de explicar. Los célebres interrogantes existenciales ¿Qué soy? ¿Adónde voy? ¿De dónde vengo? atormentan a su cúpula dirigente, que se debate entre las severas admoniciones de sus doctos fundadores, su objetivo de reemplazar al PP, su querencia centrista y su resistencia a jugar un papel de mera bisagra.

Se dice que el tiempo pone a todo el mundo en su lugar. Parece claro que el tridente que hoy cubre el dilatado espectro electoral que en el pasado monopolizó el PP tendrá que experimentar reajustes en el futuro. Quiénes sean los ganadores y los perdedores en este corrimiento tectónico en busca de la estabilidad, dependerá obviamente de los aciertos y errores de sus protagonistas y de la evolución de acontecimientos ahora imprevisibles. Suerte y al toro.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.