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Opinión

Cataluña somos todos

Manifestación constitucionalista en Cataluña en octubre de 2017

¿Qué une a todos los españoles? En los últimos años el único eslogan que se ha lanzado en ese sentido es el “Hacienda somos todos”. Ciertamente todos debemos contribuir a las cargas fiscales que dan soporte a los servicios públicos que garantizan nuestro bienestar y seguridad, si bien no a las duplicidades, el gasto superfluo o los privilegios de unos y otros. Pero más allá de ese alarde fiscal, ¿qué otros mensajes hemos recibido? ¿Dónde queda el sentido de “lo común”? 

Por el contrario, desde “Madrit” se ha aceptado demasiadas veces la idea de que unos partidos separatistas representan a “todos” los catalanes o a “todos” los vascos, dando por perdida la batalla de defender nuestro pasado común y los sentimientos compartidos. Se ha olvidado demasiado tiempo a los miles de vascos y catalanes que se han visto forzados (y siguen viéndose forzados, cada día más) a abandonar su tierra porque sufren vejaciones, discriminaciones y miedo, y no quieren ver a sus hijos adoctrinados en el odio y en un pasado adulterado. 

Hemos consentido que la igualdad sea una quimera, que los privilegios de los (territorios) ricos pesen más que el interés común, y ello se ha hecho tanto desde la derecha como desde una izquierda capaz de sostener una visión de la igualdad desigual, por barrios. Hemos consentido que se pisoteen los derechos de los que simplemente trataban que sus hijos pudieran recibir la educación (al menos parte) en su lengua materna, que resulta que ser la común del Estado y la segunda/tercera (según criterios) más hablada del mundo. ¡Qué sacrilegio! Hemos aceptado que las sentencias judiciales no se cumplan y que la ley solo lo sea al gusto del consumidor, un instrumento de un grupo para oponerse a la Constitución de todos. Hemos asumido que con el dinero de todos se paguen los alocados proyectos de unos cuantos, dedicados a destruir la casa común donde llevamos viendo, con nuestras diferencias como en toda comunidad de vecinos, dese hace siglos.  

Cristóbal Colón, nacido en Tarrasa

Hemos visto cómo se despreciaba la historia de todos, llenándola de leyendas negras, para crear o recrear historias territoriales gloriosas y doradas sobre la base de fake-stories, medias verdades o simples exageraciones. De repente, sin que nadie se hubiera enterado, en 1714 había tenido lugar en España una guerra de secesión en lugar de sucesión, Colón o Santa Teresa habían nacido en Tarrasa, Cataluña había sido un poderoso reino independiente y durante el franquismo había sido sometida a una discriminación política y económica intolerable. Tal vez por eso el Instituto Nacional de la Vivienda construyó el 40% de las casas de protección oficial en la provincia de Barcelona o Cataluña era la región más rica de España. Tal vez si seguimos siendo franquistas sea por ellos.

Hemos tratado de comprar una (falsa) paz social cediendo al chantaje permanente (no solo presupuestario) de los partidos nacionalistas, comprándoles además su relato donde ellos serían las víctimas y los malos serían (¡siempre, siempre!) los de “Madrit”, aunque lleven togas y dicten sentencias moderadas. No hay más que ver el espectáculo esperpéntico de masas de ateos clamando cabizbajos: “¡por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa!”, cuando el clan del 3% les dijo que toda la culpa de lo que pasaba en Cataluña se debía a que un Tribunal Constitucional había anulado unos pocos artículos de un larguísimo y alambicado estatuto de autonomía que había sido “respaldado” en un referéndum con menos del 50% de participación, recibiendo el apoyo solo del 36% de los catalanes con derecho a voto. Unos números por cierto que incumplen claramente los requisitos estipulados por la sentencia, tan citada pero tan poco leída, del Tribunal Supremo de Canadá en relación a Quebec. ¿Y si el TC hubiera defendido simplemente los intereses del resto?

Hemos comprado desde “Madrit” el victimismo de los verdugos y hemos dejado completamente abandonadas a las víctimas reales del proceso, aquellos que son hoy (como ayer) perseguidos por cometer el terrible pecado de ser capaces de sentirse españoles, además de catalanes o vascos. Desde una postmodernidad presuntamente multicultural se ha dado alas a un tribalismo de gustos medievales que defiende que la división hace la fuerza y que lo del pueblo unido, sólo vale para quien se arrogue el “derecho a decidir” quién sea ese pueblo. Mientras, los tontilocos asienten babeando a tan estrambótica ocurrencia.

Y así llegamos (sólo había que leer algunos libros de historia) a la legitimación de la violencia de unos jóvenes desnortados, hijos de unos padres todavía más desnortados,  a los que se ha vendido un paraíso en la tierra que no existe. “Héroes por un día” que compran gratis los boletos para una aventura que se había restringido hasta ahora a la pantalla de ordenador. Por fin la vida resulta emocionante y han encontrado un sentido (fácil) a sus vidas: existe un malo malísimo contra el que luchar. Da igual que los comercios cierren y miles de empresas hagan las maletas. Alguien les ha engañado y les ha vendido un cuento muy antiguo. En realidad, cuando mejor nos va siempre surge alguien que dice que hay que destruir todo para empezar de nuevo, y siempre hay quien compra ese discurso, aunque todo el Siglo XX sea una demostración de que al final lo que se consigue es lo contrario de lo que se persigue.

Si permitimos que  los violentos y los que los justifican o alientan, impongan sus criterios, ¿para qué queremos votar cada cuatro años?

Cataluña somos todos, no solo porque ese territorio y las variadas gentes que lo llevan habitando venga formando parte la comunidad política española desde hace siglos. No solo por nuestra obligación de solidaridad con los catalanes que se sienten parte de algo más grande llamado España. No solo porque las unidades políticas no pueden romperse al capricho de una de las partes (es lo que viene diciendo, entre otros,  el TS norteamericano desde 1869 en el asunto Texas v. White). No solo porque el separatismo nos retrotrae al medievalismo de los reinos de Taifas o al cantonalismo que dio al traste con la Primera República.

No solo por eso. En Cataluña hoy nos jugamos la supervivencia de nuestra democracia y de los derechos de todos en favor de los privilegios y caprichos de unos cuantos. Si permitimos que los violentos y los que los justifican o alientan impongan sus criterios, ¿para qué queremos votar cada cuatro años? ¿A qué quedaría reducida la función de los parlamentos, el valor de la ley o el juego deliberativo de mayorías y consenso que presiden las democracias modernas?

Pero tampoco solo por eso. Cataluña somos todos los españoles, pero también todos los europeos. Cuando recibimos lecciones morales o jurídicas de países mucho más centralistas que el nuestro, no podemos ocultar nuestra lógica indignación y sorpresa. Pero en realidad deberíamos responder serenamente recordándoles aquello de que se miren antes la viga en el ojo propio que la paja en el ajeno, porque si el separatismo triunfa en España los próximos en sufrirlo serán ellos (y algunos no hay más que cruzar los Pirineos). Cataluña somos todos, porque todos (españoles y europeos) nos jugamos ahí nuestro futuro y supervivencia, pero también la del Estado de derecho, de la democracia y la paz. No permitamos que el tren de la historia vuelva hacia atrás.

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