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Opinión

La realidad y sus principios

Que el nacionalismo juegue al trile no es en modo alguno novedoso. Sí lo es que el Gobierno de España se preste a este juego

Manifestación por la independencia de Cataluña durante la Diada

Leo en El Español una entrevista de Daniel Ramírez a Joan Tardà en la que el antaño martillo del independentismo catalán en el Congreso de los Diputados –al que Alfredo Pérez Rubalcaba motejaba, acaso con simpatía, como “El Camionero”– afirma hasta cuatro veces que el Gobierno de España está asumiendo por fin el principio de realidad. Tardà reconoce que al Gobierno le ha costado y le sigue costando, pero valora su esfuerzo y, en concreto, el de su presidente. Vamos, que si Tardà fuera Celaá diría que el niño necesita mejorar aunque progrese adecuadamente. ¿Y cuál es ese principio de realidad que está asumiendo al parecer el Gobierno de todos los españoles, entre los que se cuenta, mal que le pese, el propio Tardà? Ya se lo figuran: el que el nacionalismo catalán ha venido construyendo desde los tiempos en que Jordi Pujol alcanzó la Presidencia de la Generalidad y cuya máxima expresión fue el intento de golpe de Estado de 2017 y la consiguiente declaración unilateral de independencia. O sea, el presunto derecho a la erección, en el nordeste de España y autodeterminación mediante, de un Estado supremacista y, por ende, xenófobo.

El principio de la realidad

Hace cosa de un mes se cumplieron 16 años de la publicación del manifiesto que dio lugar a la creación de un nuevo partido político en Cataluña, esto es, de Ciudadanos. Aquel texto, cocinado durante muchas cenas y servido tras dificultosos e interminables debates entre los quince abajo firmantes, se cerraba con una frase en la que se llamaba “a los ciudadanos de Cataluña (…) a reclamar la existencia de un partido político que contribuya al restablecimiento de la realidad”. La realidad a cuyo restablecimiento se llamaba era la que el nacionalismo, con su ficción política, basada en una pedagogía del odio a todo lo español difundida a través de los medios públicos e inculcada paciente y machaconamente desde la escuela, había suplantado. Sobra añadir que, si bien la iniciativa tuvo éxito en tanto en cuanto se fundó el partido y este alcanzó la deseada representatividad institucional –cosa distinta ha sido su devenir, en especial el más reciente–, el nacionalismo no ha hecho sino radicalizar los sustentos de su ficción política. Hasta el punto de apropiarse sin tapujos, como ahora Tardà, del propio principio de realidad.

Hacen bueno el pronóstico de Pasqual Maragall cuando afirmaba en 2006, tras la aprobación del nuevo Estatuto, que el Estado en Cataluña se había convertido en residual

Claro que para ello ha sido necesario un Sánchez. Y antes un Rodríguez Zapatero. Y entre ambos, según recordaba oportunamente el pasado domingo aquí mismo Alejo Vidal-Quadras, un “estafermo” como Rajoy. Es decir, el desistimiento progresivo del Estado en relación con las palmarias intenciones del nacionalismo catalán, haciendo bueno el pronóstico de Pasqual Maragall cuando afirmaba en 2006, tras la aprobación del nuevo Estatuto por parte de una tercera parte del cuerpo electoral, que el Estado en Cataluña se había convertido en residual. Un desistimiento, por otra parte, multiforme. Con gobiernos socialistas, ya sea porque las mayorías requerían y requieren los votos del nacionalismo de izquierdas, ya sea por simple afinidad ideológica, lo que ha habido ha sido amparo, comprensión e impulso al nacionalismo. Con los populares, lo que hubo fue una confianza tan ciega como candorosa en que ese nacionalismo nunca se atrevería a romper la Premisa a la que David Jiménez Torres ha dado carta de naturaleza y contorno en su 2017 y que puede resumirse en que los nacionalistas –lo mismo vascos que catalanes– jamás iban a traspasar los confines del Estado de derecho establecidos en nuestra Constitución de 1978.

Y es que el principio de realidad al que se agarra hoy en día Tardà consiste en realidad –y perdón por la redundancia– en la legitimación y blanqueo de cuantos delitos lleva cometidos hasta la fecha el nacionalismo. Y, en paralelo, en la ignorancia y desprecio de aquella parte de la sociedad catalana –y, por supuesto, española– que no está dispuesta a renunciar a la verdad, a los hechos y al imperio de la ley. Que el nacionalismo juegue al trile no es en modo alguno novedoso. Siempre lo ha hecho. Lo verdaderamente novedoso y causa de oprobio para tantísimos españoles es que el gobierno que les representa, el Gobierno de España, se preste a este juego.

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