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Opinión

El castillo de naipes de Sánchez

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, el pasado mes de julio en el Congreso.

El periodista de RNE pronunció la palabra prohibida: “Crisis”. Sánchez dio un respingo en el asiento. No se pudo contener. Agarró su mano izquierda. Torció la boca. Levantó un ceja. Aquel tipo le estaba desbaratando la táctica de comunicación: no hablar mal de la situación económica. Se podían usar eufemismos: “desaceleración” o “enfriamiento”; lo que sea menos “crisis”. Eso lo sabía bien Pedro Solbes, aquel ministro de Zapatero que mintió en 2009 al negar la crisis que ayudó a la quiebra institucional que nos ha conducido al marasmo político presente.

Entonces Sánchez se puso más borde todavía. “Pero vamos a ver…”, repetía una y otra vez con cada pregunta. Aquello era insoportable para su ego infinito. “¿No sabe este tío que esta es mi radio?”, debió pensar. Estaba muy incómodo porque tenía que contestar a preguntas tan obvias como con quién va a pactar, o que si iba a acordar algo con los independentistas. Y, claro, en la radio nadie se puede quedar en silencio como hizo con Casado en el debate de televisión.

La tortura terminó en 25 minutos. No aguantaba ni un minuto más, ni una pregunta más; ni siquiera una sobre la hora. Y es que Sánchez está contra las cuerdas. Todo le sale mal. Pensaba que si repetía elecciones podría conseguir lo que Tezanos y Redondo le habían prometido: 150 escaños. ¿Cuál era el plan?

Los huesos de Franco

Lo primero era tirar de política sentimental y simbólica con la exhumación de Franco. Eso le valdría, o eso le dijeron, para hacerle aparecer como el Presidente que concluyó el proceso democrático abierto en 1975. Pero ha sido un fiasco. No ha movido ni un voto, salvo a favor de Vox. Al resto de españoles le ha importado una higa el despliegue de TVE y las caras teatrales de Sánchez.

Tampoco le ha funcionado lanzar a Errejón, la auténtica marca blanca del PSOE, como en su día fue para IU el Partido Democrático de la Nueva Izquierda (PDNI), de Cristina Almeida y López Garrido. Los “pedines” (miembros del PDNI), que así les llamaron, intentaron torpedear a Julio Anguita y acabaron en las filas socialistas. Eso quería Sánchez que fuera Errejón: la puñalada definitiva para desinflar a Iglesias. Otro fracaso, porque el “intelectual” no despega.

A esto se suma el portazo de la Junta Electoral Central, que ha prohibido al Gobierno utilizar las instituciones para hacer propaganda electoral. Es decir; los “viernes sociales” de Celaá se han declarado ilegales, espúreos y tramposos. Desmontado el plan para transformar los Consejos de Ministros en el comité socialista de campaña, Sánchez tenía que ir sin dopaje a la carrera electoral.

Tres recursos para la salvación

Quedaban tres temas a los que se podía aferrar: la gobernabilidad, Cataluña y la economía, que resultan ser las claves de esta campaña. Tenía preparada una excusa para la primera: todos estaban contra un “gobierno de progreso” (sic.), empezando por “las derechas”, y acabando con un ambicioso Iglesia que le provocaba “pesadillas”. La historieta resultó ridícula a la gente: no servía para movilizar a la izquierda a su favor, ni para restar suficientes apoyos a Iglesias.

Era una porque no puede culpar en exceso a Iglesias, llenarle de improperios, llamarle colaborador de la derecha, porque le necesita el 11 de noviembre. Una caída de Unidas Podemos sin trasvase de votos al PSOE daría más oportunidad al PP, incluso a Vox, de hacerse con los restos en las circunscripciones pequeñas y medianas. Además, Iglesias ha puesto en marcha una pregunta que contrarresta la culpa que Sánchez le echa encima: “¿Va a pedir la abstención al PP?”. Mentada la bicha, ganada la partida.

 Cataluña le ha salido muy mal a Sánchez. Quería mostrarse duro con los independentistas pero enseguida le recordaron que los votos del PSC sostienen a 40 alcaldes separatistas. Lleno de contradicciones, al final Iceta y su PSC le han torcido la mano con una declaración de plurinacionalidad y la letanía de la “nación de naciones” que chirrían. Ridiculizado, intentó ponerse campanudo en el debate televisivo anunciando meter mano a la educación, a TV3 y al Código Penal. Nadie le creyó.

Sánchez se ha quedado sin armas, y encima le sale mal la economía, que es justo el punto fuerte de su competidor: el PP

Quedaba solo la economía, y eso que la Unión Europea ya le había dado un toque de atención por la falsedad de sus cuentas. Sánchez anunció más impuestos, que es la solución socialista para todo, y más gasto social; es decir, quitárselo a la gente para devolvérselo luego. Le llaman “repartir la riqueza”. Ya. Parecía colar, pero salieron las cifras del paro: las peores desde 2012, con 100.000 parados más.

Acorralados, mandaron a Ábalos y la cosa fue peor. Dijo que el paro crece “por las expectativas del mercado laboral”. Tiemble después de haber reído. Es el mismo mecanismo mental que cuando Errejón dijo que en Venezuela hay colas ante los supermercados porque los venezolanos tienen "más dinero para consumir más".

Sánchez se ha quedado sin armas, y encima le sale mal la economía, que es justo el punto fuerte de su competidor: el PP. Casado ha imprimido un tono bajo, moderado, conciliador, en plan gestor. Ese es casi todo su plan: mostrar que los populares van a defender la unidad constitucional de España -ahí tienen competidores a su derecha e izquierda-, y recordar que gestionan bien la economía.

Ese recuerdo, presente en la memoria colectiva del electorado, era justamente lo que Sánchez no quería revivir: que el PP es votado para solucionar crisis económicas. Ese recuerdo moviliza a la clase media, y no hacia la izquierda, sino hacia la derecha. Y el factor de la movilización será decisivo en estas elecciones, tanto como la volatilidad y la abstención.

Aterrorizado, a Sánchez solo le queda una cosa: el miedo al gobierno del centro-derecha con Vox. Sin embargo, es difícil inocular eso cuando PP y Cs gobiernan en muchos sitios con apoyo de los de Abascal y el cielo no se ha caído sobre nuestras cabezas. Por todo esto está tan nervioso Sánchez, tan envejecido y antipático, porque ve que al final cabe la posibilidad de que sea el primer presidente de la democracia que solo estuvo en funciones, a pesar de todas sus ínfulas. Un castillo de naipes desmoronado al primer estornudo.

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