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Opinión

La apuesta de Casado

El líder del PP, Pablo Casado (d), y la portavoz parlamentaria popular, Cayetana Álvarez de Toledo.

Las elecciones autonómicas del pasado 22 de julio dejaron muchos perdedores y un solo ganador absoluto: Alberto Núñez Feijóo, que igualó en votos los resultados de 2016 y se permitió incluso el lujo de arañar un escaño más. Aquello dio a Feijóo una autoridad moral renovada que nadie más tiene dentro del Partido Popular, la que otorgan los votos y el que nadie te pueda separar de la poltrona. En otras regiones como Madrid, Castilla y León o Andalucía también gobierna el PP, pero sostenido por otros partidos. Isabel Díaz Ayuso, Alfonso Fernández Mañueco o Juan Manuel Moreno Bonilla gobiernan con permiso de Ciudadanos. Bastaría con que, en un movimiento coordinado, Arrimadas les retirase el apoyo para que pasasen a la oposición en cuestión de días.

Con Feijóo no sucede lo mismo. Ciudadanos y Vox son tan minoritarios en Galicia que ni siquiera consiguieron representación en la Cámara autonómica y no será porque no lo han intentado con ahínco. En cierto modo Feijóo ha logrado perpetuar el esquema Aznar. Todo lo que está a la derecha del PSOE les pertenece. Esa es la única vía que les garantiza un gobierno tranquilo. El caso gallego cayó como una losa en Génova. Suponía una enmienda a Pablo Casado y, especialmente, a su portavoz parlamentaria, Cayetana Álvarez de Toledo, bien conocida en la cámara baja por su estilo bronco de oposición, a menudo más cercano al de los diputados de Vox  que a las formas suaves y palaciegas que adoptó Pablo Casado hace ya unos cuantos meses.

El voto de Vox, se piensa en Génova, no es fruto de una ofuscación momentánea, sino algo mucho más serio, un voto que quizá termine regresando al PP pero en el largo plazo

Álvarez de Toledo llegó a la portavocía hace poco más de un año tras las elecciones de abril de 2019. En aquel momento los estrategas genoveses auspiciaban una oposición dura que desinflase a Vox para recuperar así los votantes que les habían birlado sólo unos meses antes. Pero no sirvió de gran cosa. En las elecciones de noviembre Vox pasó de 24 a 52 escaños y quien saltó por los aires fue Ciudadanos, que se quedó en diez diputados cuando sólo seis meses antes había obtenido 57. En Génova extrajeron dos lecciones muy valiosas. La primera, que el sanchismo iba para largo así que no tenía mucho sentido quemar la pólvora antes de la siguiente batalla. La segunda, que el voto de Vox no era fruto de una ofuscación momentánea, sino algo mucho más serio, un voto que quizá termine regresando al PP pero en el largo plazo.

Cambio de escenario

Eso implicaba practicar algunas modificaciones que incluían rebajar el tono, no mucho, pero si lo suficiente como para absorber al millón y medio de votos que aún le quedaban a Ciudadanos. Hecho eso debía mantenerse a la espera de que Vox se equivocase o se lo comiesen las disputas internas como le ha pasado a Podemos. Entonces llegó la pandemia, los confinamientos, los errores en cadena de la coalición de Gobierno y la crisis económica. El escenario había cambiado repentinamente. Quizá lo de Sánchez ya no iba para tan largo y en un año o año y medio había que estar listo para unas nuevas elecciones a cara de perro, con el Estado flirteando con la bancarrota y gran descontento social.

La pandemia reordenó las figuras sobre el tablero y tocaba remodular la estrategia. Aquí cabían dos posibilidades. Una ir por lo contencioso y mimetizarse con Vox, pero ese espacio ya está ocupado y la gente sólo puede emitir un voto. La otra olvidarse, al menos temporalmente, de su ala derecha dejando que fuese Vox el que diese voz a los más enfadados mientras el PP se presentaba como un partido de Estado, moderado y dialogante, dispuesto a llegar a acuerdos y sin prisa por llegar al poder. Exactamente la misma receta de la que se sirvió Rajoy de 2008 a 2011. A Rajoy aquello le salió a pedir de boca. No ensanchó apenas su base electoral pero el electorado de izquierda se desmovilizó en masa. Sobre esos dos elementos se cimentó la mayoría absoluta del 20 de noviembre de 2011.

A Casado no le queda otra que hacer encaje de bolillos y asegurar cada movimiento porque el votante del PP tiene a donde ir, no como en 2011, cuando más allá del PP en la derecha española no había vida

La situación es otra nueve años después. En 2011 el PP monopolizaba toda la derecha y frente a él tenía a un partido desmoralizado que se descomponía. Hoy comparte espacio con Vox y Ciudadanos que, aunque ya muy debilitado, no ha terminado de desaparecer y sigue reteniendo mucho poder autonómico y municipal. A Casado no le queda otra que hacer encaje de bolillos y asegurar cada movimiento porque el votante del PP tiene a donde ir, no como en 2011, cuando más allá del PP en la derecha española no había vida, al menos vida parlamentaria. La política, a fin de cuentas, no va de ideas, sino de sumar más escaños que el contrario y acceder al Gobierno, a ser posible en solitario. Todo está supeditado a eso, no a los principios.

Dos años perdidos

Para ese empeño Álvarez de Toledo era ya más un estorbo que una ayuda. Por un lado, sus formas parlamentarias colocaban a Casado en una diana en la que no quería estar, la de las televisiones, todas afines al Gobierno. En España el centro político se define en la televisión y nuestra televisión está muy escorada hacia la izquierda. Por otro lado, la propuesta que el mes pasado hizo en público la portavoz de ir hacia un Gobierno de concentración sentó en Génova como una patada en salva sea la parte. Casado quiere gobernar, claro está, pero presidiendo el Gobierno y decidiendo el Gabinete. Una expectativa que podría ver cumplida si la cosa se pone muy mala y el electorado socialista se desmoviliza como sucedió en 2011.

Respecto a Vox, la esperanza del equipo de Casado es que la proverbial disciplina del votante de derechas le permita recuperar si no todo, si al menos parte del voto que se llevó Santiago Abascal el año pasado. Está por ver que ambas cosas (la desmovilización de la izquierda y el trasvase gratuito de voto desde Vox) se materialicen, pero hoy por hoy, con sólo 89 escaños y barones regionales como Feijóo presionando, es casi lo único que puede hacer. En el camino debe arrumbar los planes de renovación completa con los que ganó el XIX Congreso de hace un par de años. Un partido político es un artefacto cuya única función es conquistar, retener y administrar el poder, el resto son adornos que se ponen para engatusar a los incautos, dar trabajo a los activistas y llenar los mítines durante la campaña electoral. Casado ha tardado dos años en darse cuenta de una verdad tan elemental, seguramente por inexperiencia y algo de ingenuidad. Acaba de hacer su primera apuesta netamente política, lo que aún no sabe es si le saldrá bien.

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