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Opinión

El cardenal y esa 'forma sutil de matar'

El arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, elegido nuevo presidente de los obispos españoles

Hace unos días, el cardenal Cañizares, arzobispo de Valencia, daba un paso al frente para liderar la Iglesia española: “No me apetece para nada ser presidente, pero si los obispos me votan aceptaré”. La incertidumbre palidecía al manifestar en la misma entrevista mantener un buen trato con la vicepresidenta primera y ministra de la Presidencia: “Tuve relación con Carmen Calvo cuando estaba en Granada de obispo, y la relación era estupenda. Espero que siga así”. Como también excelentes fueron las relaciones con Rodríguez Zapatero, abucheado en un debate con el cardenal sobre el humanismo en Ávila hace ocho años; con María Teresa Fernández de la Vega, quien brindara en el Vaticano por la púrpura de Cañizares, aunque repudiara la tutela moral católica; o con el ínclito José Bono, con quien echaba siempre unas risas, aunque el demagogo le diera al clérigo una colleja al comparar el aborto y la pederastia.

No habiéndose ganado el afecto de sus colegas y pulsado el actual escenario político, los obispos descartan con rotundidad al utielano Cañizares como nuevo presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE), un hombre capaz de mantener una correcta relación con las personas, pero también de exhibir absoluta libertad para anunciar el Evangelio, algo que le llevaría a estar en los Tribunales, al mostrarse como un actor comprometido en la exposición de la Doctrina Social de la Iglesia, impugnando estilos de vida contrarios al bien común e invitando a la subversión de aquellas leyes basadas en la ideología de género. Cañizares tiene dos virtudes acreditadas, exigidas para cualquier líder: magnanimidad, alguien merecedor de hacer grandes cosas, y humildad, un vivir en la verdad de quien no tiene miedo a hacer fructificar sus dones, pero también de reafirmar la dignidad y grandeza de cada persona, empezando por los más débiles y vulnerables.

El nuevo presidente de la CEE, el cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, es proclive a la corrección política, como ya demostrara cuando recién llegado a Barcelona no quiso alimentar la controversia política ante la ofensiva de un Padre Nuestro blasfemo, o reconociendo su mediación entre el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y el de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, criticando la prisión preventiva y abogando por la cercanía a Cataluña de los presos independentistas. Ahora le espera un contexto poco amable desde el Gobierno con la Iglesia, donde el pastor no deberá eludir cualquier silencio cómplice que contribuya a la implantación de un mayor secularismo y laicismo en la sociedad. El traje hecho desde Roma y aquilatado en la sede de los obispos deberá resolver diversas cuestiones cruciales para el devenir de la propia Iglesia.

Las prisas por sacar adelante la “ley Celaá” sin contar con el visto bueno del Consejo de Estado nos abocan a una sociedad desvinculada, liberada de límites religiosos y morales

Para empezar, la cuestión educativa es la cuestión esencial. El escritor Vasili Grossman deja abierta En la ciudad de Berdichev esta pregunta: cuando se trata de escoger entre bienes diversos, ¿cómo hacerlo? Cuando los bienes de los niños y la familia están en un platillo de la balanza y el bien del Estado soviético en otro, ¿de qué lamentos y remordimientos hay que olvidarse? Entre los presupuestos del pensamiento estalinista estaba que las elecciones del buen ciudadano soviético al priorizar los bienes eran aproblemáticas, de forma que las cuestiones morales y filosóficas difíciles ni se plantean.

Lo mismo sucede en la Antígona de Sófocles, donde se consideran dos intentos de eliminar la eventualidad del conflicto y la tensión simplificando la estructura de los compromisos y apegos afectivos. Es ingenuo pensar que la ideología abandone sus pretensiones sobre educación, diciéndonos en compañía de quién han de recibir instrucción los hijos, más allá del derecho de sus padres a decidir sobre estos asuntos. Las prisas por sacar adelante la ley Celaá sin contar con el visto bueno del Consejo de Estado nos abocan a una sociedad desvinculada, liberada de límites religiosos y morales, o de aquellos que la misma naturaleza humana impone a la vida. El Gobierno ataca a la concertada y devalúa la asignatura de Religión: ¿quién elige Religión cuando la alternativa es irte a tu casa? Aunque la Religión no es negociable, por cuanto es un derecho de los padres recogido en la Constitución, la asignatura está de facto más fuera que dentro de las aulas.

La situación que con la asignatura de Educación para la Ciudadanía llevara a Cañizares, junto a Rouco y Martínez Camino, a propugnar la objeción de conciencia se ha convertido en una técnica recursiva. Si entonces Cañizares se lamentaba de que el Estado obligara a asumir una determinada visión del hombre, imponiendo una determinada conciencia moral, ahora seguimos asistiendo a un Estado politizado que trata de imponer a la sociedad no sólo una determinada cultura, sino un tipo de conducta moral, algo condenado por la Conferencia Episcopal en la Instrucción La verdad os hará libres, donde se afirma que “no pertenece al Estado una determinada concepción del hombre y de la moral”. En la actualidad, se encuentran amenazados el principio moral del bien común, por la injerencia de las ideologías políticas, y el principio de libertad personal, en la medida en que se cuestiona la libertad de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones.

La batalla perdida de la eutanasia

También el turolense Omella deberá afrontar el debate sobre la eutanasia, “una forma sutil de matar”, en palabras del nuevo presidente de la CEE, aunque sea una batalla perdida. Carece de sentido plantear el debate sobre esta posibilidad mientras no esté garantizado el acceso a unos cuidados paliativos practicados con la debida competencia. El mismo juicio negativo merece el suicidio médicamente asistido, donde queda mal parada la profesión médica, interpelada a ver la muerte no sólo como la etapa final de todo ser humano, sino como una etapa trascendental, a la que cada persona está llamada a encontrar un ulterior sentido en el conjunto de su trayectoria personal.

Deberá, en fin, negociarse, y seguro que Omella lo hará con éxito, la cuestión del IBI de la Iglesia, así como el tema de las inmatriculaciones, asuntos muy sensibles para el actual Gobierno. La insistencia por parte de la Iglesia es que no se quiere “ningún privilegio, pero tampoco perder ningún derecho”, refiriéndose al pago en ese mismo caso por parte de sindicatos, partidos políticos y otras asociaciones, al tiempo que se asegura haber realizado las inmatriculaciones “conforme a la ley”. La Iglesia católica, con Omella al frente, está llamada a facilitar un sincero diálogo con el Gobierno. Asegurando la independencia mutua entre el Estado y la Iglesia, así como la colaboración en el común servicio a los hombres, activará el impulso para recobrar nuestras raíces cristianas que son, en última instancia, quienes harán al hombre recuperar su auténtica dignidad.

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