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Opinión

Un camarero como tantos otros

Un camarero como tantos otros

Es camarero por vocación, camarero porque le gusta el trato con el cliente, servirlo de la mejor manera posible, ser en ocasiones su confidente o su coartada. El camarero, como oficio en sí mismo, es uno de los más complejos que existen, porque ha de tener una mezcla de cualidades heterogéneas, desde saber preparar un Negroni en condiciones a conocer la psicología humana, pasando por recordar nombres y caras o describir cómo están hechas las croquetas. Su padre fue camarero, su hijo tiene un pequeño gastro bar – sea lo que sea eso - y su hija trabaja de maître en un restaurante de campanillas de esos en los que las descripciones de los platos son más interesantes que estos.

Él, no. Él, llamémosle Manolo, ha preferido seguir trabajando en su trinchera de siempre, la que le ha permitido criar a esos dos hijos y sacar su casa adelante con no pocos esfuerzos y unos ingresos ridículos. A él, si lo quitas de su bar de toda la vida, un bar de barrio popular al que también llamaremos algo así como Bar Paco, tapas y aperitivos, bar de honesto menú diario a mediodía y partidas de catas y dominó por las tarde, bar de almuerzos sólidos, de raciones congruas y de cocina elaborada como en casa, lo matas. Por eso, cuando llegó la pandemia y con ella el confinamiento, se quedó como si le hubieran dado un mazazo. Su vida quedó hecha añicos de la noche al día.

Cobraba menos, debido a un acuerdo entre el dueño y el personal, reducido a la mínima expresión

Cuando se levantó la veda y pudo volver a su bar, a preparar cafés y bocadillos de jamón, a proponer la tapa del día a los oficinistas de la esquina o a pedirle a cocina una tortilla a la francesa poco hecha para la doctora del ambulatorio, que tiene el estómago mal, pobrecita, volvió a ser feliz. Ese era su océano, en el que se desenvolvía como un delfín acrobático, pirueteando entre mesas, sillas y bandejas cargadas de vermú, patatas fritas, boquerones en vinagre y morro frito. Cobraba menos, debido a un acuerdo entre el dueño y el personal, reducido a la mínima expresión. No es mala persona ni tiene mala sangre, pero está a la última pregunta y hay que arrimar el hombro, porque siempre ha sido un buen patrón, justo y trabajador. Pero cuando le ha dicho esta mañana, nada más llegar, que la Generalitat volvía a ordenar el cierre durante quince días, salvo para eso que los modernos denominan take away y que ninguno de los dos sabe pronunciar, le ha entrado algo parecido a una congoja terrible, que le ha subido desde el pecho hasta la nuez y ahí está, sin volverse a meter ni poder salir. “No sé si podré volver a abrir, Manolo”, le ha dicho con dos lagrimones como naranjas deslizándose por un rostro surcado de arrugas debidas a tantos años entre los vapores de la cafetera y las cacerolas.

Por eso el camarero anda hoy por el Bar Paco como un alma en pena, por eso casi no responde cuando alguien le dice algo. Ha tropezado dos veces con las cajas de Coca-Cola, ha derramado el cortado que le pone cada mañana a primera hora al chico de la agencia de mensajería que tienen delante y se ha equivocado en la cuenta de una pareja. Manolo está hundido, como el Bar Paco, ya saben, menú a mediodía a once euros con tres primeros y tres segundos a elegir, pan, vino y postre de la casa. Un cliente pasa volando le dice que tenía que reinventarse. Qué cosas, a sus sesenta años. Quien se lo decía, un imberbe redicho con barbita atildada y gafas caras, lo miraba con aire de entomólogo sin entrañas. Hay que reinventarse, insistía, pero Manolo no lo escuchaba. Pensaba en lo que podría alguien que, como él, lleva siendo camarero desde que entró de aprendiz a los catorce años en otro bar que bien podría ser este, que podría ser cualquiera de los miles de bares que salpican nuestras plazas, esos bares que cantaban los de Gabinete Caligari, unos lugares tan gratos para conversar.

Ahora los condenan a la extinción. No son negocios de primera necesidad, porque no hay turistas ni, seguramente, conversaciones dignas de ser calificadas como tales. Manolo está con las lágrimas a punto de desbordarse, como su paciencia, como su paupérrima economía. Se contendrá, porque no es persona dada al dramatismo y, además, ¿de qué le iba a servir llorar, gritar, insultar al Gobierno? Manolo no es más que un camarero como tantos, otros pero, aunque no lo sepa, también representa una manera de convivencia y de trabajo que los irresponsables han condenado a la extinción.

Vaya, pues, mi cariño a todos los Manolos de parte del hijo de un camarero, el señor Miguel, que en paz descanse. No hay derecho.

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