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Opinión

El caballo de Calígula y la investidura de Puigdemont

El expresidente de la Generalitat de Cataluña Carles Puigdemont

No deja de ser significativo que el mismo día en el que la justicia ordena el ingreso en prisión de Millet y Montull nos lleguen noticias extravagantes desde Bruselas. Cuando esos chicos parecían haber llegado al límite del ridículo, se superan. Ahora proponen que una asamblea fantasma proclame president a otro ectoplasma.

La Asamblea de Electos o el sanedrín de Fredonia

El 26 de octubre del 2016 se creaba en pleno proceso la AECAT, Asamblea de Electos de Cataluña. El asunto venía impulsado por la Asociación de Municipios por la Independencia y el mismo Artur Mas. Se pensaba que tuviese como finalidad convertirse, en casos de excepcionalidad, en un instrumento para la defensa de las instituciones catalanas. O sea, los separatistas, que siempre ponen una vela a Dios y otra al Diablo, ya veían venir el 155 y todo lo que representa. Dicho areópago está en la actualidad integrado por más de nueve mil cargos electos catalanes incluyendo, aparte de los diputados al Parlament, concejales, alcaldes, diputados en Cortes, senadores y eurodiputados. Todos del rollo independentista, por descontado. En dicha asamblea las cosas funcionan a la búlgara y no hay lugar para esa inmensa mayoría de catalanes que no están en el camino de la luz y la verdad que supone la República.

Pues bien, en Bruselas le han encontrado utilidad a ese sanedrín que pretende emular al parlamento de Fredonia, ya saben, aquel en el que Groucho Marx era presidente. Los de Junts per Catalunya, Esquerra y las CUP – al menos los dos diputados que se encontraban presentes en tan portentosa reunión – han puesto encima de la mesa la posibilidad de que Carles Puigdemont sea investido por ese selecto y acrisolado órgano, manteniendo así una presidencia simbólica; en el Parlament se procedería, por supuesto, a la elección del president tal como marca y estipula el marco legal, pero eso a ellos les da igual. La cosa es que el fugadísimo quede contento y sus seguidores crean que tienen un president en el exilio.

Tamaña idiotez no se veía desde los tiempos en los que el emperador Calígula nombró a su caballo Incitatus senador de Roma, como bien relata Suetonio en su más que recomendable obra “Las vidas de los doce césares”. Claro está que el noble equino vivía a cuerpo de rey. Su caballeriza era de mármol, disponía de una villa con jardines y numerosos esclavos que le atendían y gozaba del privilegio de llevar mantas de color púrpura, el de la familia imperial, adornadas con piedras preciosas. También gozaba, nunca mejor dicho, de copular con una señora llamada Penélope. Calígula debía pensar que las yeguas eran poca cosa para tan magnífico ejemplar. Si a su caballo le importaba o no es cosa que desconocemos; de la pobre mujer aún sabemos menos. La historia no siempre da voz a quien podría relatarnos los sucesos desde un punto de vista más apasionante.

Algo así han hecho los del clan de la estelada. No lo del caballo, no sean malpensados. Como Puigdemont no deja de dar la vara con que el es el único y genuino president por los siglos de los siglos, han urdido muy ladinamente construirle un entorno mayestático, casita en Waterloo incluida, en el que todos le den el tratamiento de Molt Honorable y pueda pasearse por esos mundos de Dios envuelto en la bandera separatista. Aducen que el president que elijan aquí será poco menos que un gestor, un administrativo, y que las cosas importantes se van a decidir en Bruselas entre el cesado y un grupito de amiguetes a los que denominan pomposamente el gobierno en el exilio. Es la famosa solución que proponía Oriol Junqueras desde su celda, la de una presidencia bicéfala, una allí y la otra aquí. Solución que va cargadita de veneno, porque mientras Incitatus de discursitos y conceda entrevistas, en Barcelona habrá un señor o señora que, con todas las de la ley, firmará cosas, debatirá presupuestos, organizará los asuntos, pactará, en fin, ejercerá su cargo con todo lo que tal cosa significa.

Y a esto los ex convergentes lo califican de éxito rotundo. Vaya.

Ridruejo, ¿las banderas quién las paga?

No puedo por menos que contar una vez más la anécdota que surgió al final de la guerra civil. Estaba Dioniso Ridruejo reunido con un grupo de catalanes falangistas planeando el desfile triunfal que debía celebrarse en la Barcelona liberada. A Ridruejo le podía su vena poética y hablaba de pífanos, de escuderos con dalmáticas, de inmensos doseles y de banderas, muchas banderas, centenares, miles de banderas que jalonasen el desfile y tiñeran Barcelona de rojo y gualda, de negro y rojo, los colores de Falange, de enseñas con la cruz de Borgoña, la del Requeté. Todos lo catalanes se miraron muy serios hasta que uno de ellos le dijo “Muy bien, Ridruejo, muy bien, pero oye una cosa ¿esas banderas quien las paga?”. Dionisio volvió a la realidad y se organizó un desfile más, dijéramos, normalito.

Sería risible si no fuese porque los problemas que tiene planteada nuestra sociedad son tremendos y de difícil solución"

A los del chico del flequillo les viene a pasar lo mismo. Hablan de presidencias externas y locales, de dos gobiernos, de asambleas de electos – como si la soberanía no residiese en los parlamentos -, en fin, echan a volar campanas sin reparar en que todo eso debe pagarse. Porque, con la ley en la mano, ¿de donde saldría el sueldo para el president bruselense? ¿Quién elegiría y pagaría a los Consellers? Los gastos que supone todo esto como desplazamientos, oficinas, personal, dietas etc. ¿los sufragaría el amigo empresario de Puigdemont, la extrema derecha belga, nosotros, alguna marca comercial que esponsorizase el tinglado? Sería curioso ver al fugado aparecer en una rueda de prensa con una camiseta que pusiera “Caldos Gallina Vieja, siempre con el president”.

El cesado president, atrapado en su locura, su rabieta y su miedo a tener que ponerse ante un juez y saborear el rancho de Estremera, bien podrá aceptar todo esto, pero los que se lo han sugerido y le empujan en esa dirección son iguales que los senadores que aceptaron entusiasmados el nombramiento del caballo del emperador. Serviles y aduladores hasta extremos de náusea, quedaron retratados para la posteridad como una banda de desalmados corruptos, capaces de aceptar cualquier cosa con tal de seguir en sus cargos. Los de ahora, mucho me temo que poco o nada tienen que envidiar a aquellos decrépitos y corrompidos romanos. A esto hemos llegado en Cataluña. Sería risible si no fuese porque los problemas que tiene planteada nuestra sociedad son tremendos y de difícil solución.

La mediocridad de la clase política catalana – y española, para que vamos a engañarnos – es de tal magnitud que poco más puede esperarse de estas gentes. Entre Artadi, pavoneándose con sus abrigos de mil euros, Eduard Pujol que asegura que lo persigue un señor en patinete, el fugado que alquila casitas a más de cuatro mil pavos al mes, los plumíferos del régimen que no dejan de balancear el botafumeiro del proceso a diario en los medios y los cupaires que desean una república en forma de copa vaginal, estamos aviados.

Algunos dicen, no sin razón, que eso es lo que han votado mis paisanos. Es cierto, pero no lo es menos que la mayoría han votado otra cosa. Es un electorado variopinto, por descontado, porque no es lo mismo un votante de Ciudadanos que uno de los Comuns o uno del PSC que otro del PP, pero ninguno de ellos quiere presidencias nebulosas ni saltos mortales sin red. Es una verdadera lástima que las banderías los separen, perdiendo así de vista el objetivo que debiera unirles.

La democracia tiene esas imperfecciones. Es un régimen para el que hay que tener mucho estómago. Porque ver y oír estas cosas sin vomitar tiene su mérito. El mismo que supone escuchar entrevistas a Otegui día sí, día también en TV3 o Cataluña Radio en las que poco menos que se le dan honores de premio Nobel. Esta Cataluña es la que tenemos, señores. Caballos que son senadores y burros que los jalean, terroristas considerados héroes y medianías con ínfulas de estadistas.

Para llegar a esto ¿hacía falta tanto esfuerzo?

Miquel Giménez

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