Quantcast

Opinión

Constant y la libertad de los modernos

Benjamin Constant.

Hace unos días se cumplían 200 años de uno de los textos seminales del liberalismo político. El 20 de febrero de 1819 Benjamin Constant pronunció en el Ateneo Real de París una conferencia con el título De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, que tuvo un eco extraordinario. Siempre es difícil fijar los orígenes de una tradición, pero la conferencia del Ateneo representa uno de los grandes hitos del liberalismo. Tal ha sido la notoriedad de la conferencia sobre las dos libertades que ha eclipsado en gran medida el conjunto de la obra, tan variada como compleja, de Constant. Una celebridad parcial que tiene algo de injusta.

Benjamin Constant de Rebecque es una figura fascinante y su vida digna de una novela. Nacido en Suiza y educado en Escocia, fue un escritor viajero cuya biografía se entremezcla con los grandes acontecimientos de su tiempo. Llegado al París revolucionario en 1794 pone sus dotes de publicista al servicio de la inestable República; lo que le permitirá ver muy pronto la tensión entre los principios y los compromisos que requiere la salvación del régimen republicano. Tenaz opositor a Bonaparte tras el golpe de Brumario, se ve forzado al exilio en compañía de la célebre Madame de Staël, con quien mantuvo un largo y tormentoso romance. Durante esos años conoce de primera mano las nuevas ideas románticas que vienen de Alemania. En unos esos bandazos políticos que sus críticos le reprocharán siempre, el implacable crítico del bonapartismo colabora con Napoleón a su vuelta de Elba en 1815, seducido por la promesa de que esta vez establecería una monarquía constitucional en Francia. Durante la restauración borbónica, ejercerá de líder de la oposición liberal en la prensa y como parlamentario; convertido en una influyente figura pública, llegará a ser aclamado como un héroe por los revolucionarios de 1830, que expulsan a los Borbones y entronizan a Luis Felipe de Orleans. Mujeriego y jugador empedernido, de su tumultuosa vida, debilidades y contradicciones queda constancia en sus diarios o en la novela Adolphe, cuyo protagonista es un trasunto del propio Constant.

No hay mayor enemigo de la libertad que la arbitrariedad y por eso el imperio de la ley cuenta como la primera de sus garantías

Considerado por Germaine de Staël como ‘le premier esprit du monde’, la suerte de su obra ha sido curiosa. Su gran proyecto literario fue un tratado de historia de la religión en el que trabajó toda su vida y que nadie lee hoy. En cambio, es uno de los nombres ilustres del panteón liberal, a pesar de que muchos de sus escritos políticos son coyunturales, redactados con la intención de tomar partido en los acontecimientos políticos del momento. En esos escritos encontramos con todo la mejor exposición de los principios del constitucionalismo liberal; probablemente sólo The Federalist Papers pueden compararse.

En la conferencia del Ateneo de París encontramos lo esencial de esos principios destilado en un estilo elegante y destinado al gran público. Según explica, el núcleo del constitucionalismo está en la salvaguarda de la libertad individual, que Constant considera indisociable del gobierno representativo. Por ello realiza en su discurso una vigorosa defensa de la libertad individual como el fin fundamental de toda asociación política. Sobre ella reposa tanto la moral como el cálculo de la industria, según asegura en otro de sus escritos; ‘sin ella no hay para los hombres ni paz, ni dignidad, ni felicidad’. No es de extrañar que Isahiah Berlin lo llamara ‘el más elocuente de todos los defensores de la libertad’. Pero esa defensa requiere desentrañar dos sentidos distintos en que podemos concebir la libertad y denunciar el pernicioso error que está en la raíz de los excesos revolucionarios que condujeron al Terror.

En las repúblicas antiguas, que muchos revolucionarios tomaron como modelo, cada ciudadano podía tomar parte como un igual en las deliberaciones y decisiones colectivas de la asamblea. En esta participación directa de los ciudadanos en el ejercicio colectivo del poder cifraban la libertad los antiguos; lo que era perfectamente compatible con la inexistencia de derechos individuales como hoy los concebimos o la completa sumisión del individuo a la autoridad del cuerpo político. Como ideal político basado en el ejercicio de la democracia directa, la libertad de los antiguos era posible en comunidades pequeñas y homogéneas, como las ciudades antiguas, pero resulta profundamente anacrónico e inadecuado para las circunstancias sociales modernas.

En efecto, a medida que aumenta el tamaño del cuerpo político se diluye la influencia de cada ciudadano. Pero no se trata sólo del tamaño de la comunidad política. Heredero de los ilustrados, Constant señala las ventajas de las modernas sociedades comerciales, entre las que destacan el individualismo y el pluralismo social. El comercio necesita de la iniciativa individual y fomenta el gusto por la independencia; del mismo modo, la prosperidad crea las condiciones para una mayor variedad de actividades, gustos y estilos de vida.

Si algo deberíamos aprender, es que una democracia constitucional no es una versión degradada del ideal democrático más puro, ya esté situado en la Antigüedad o en la imaginación

La libertad que conviene a los modernos reside en la independencia individual y va ligada a los derechos individuales, como la libertad de conciencia o de expresión, de movimiento, o de asociación con quienes comparten nuestras creencias o aficiones, entre otras. Por ello es indisociable de las garantías institucionales que aseguran su ejercicio y nos protegen contra el uso arbitrario del poder, ya sea por parte del gobernante o de la multitud. Como dice, ‘es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos’.

No hay mayor enemigo de la libertad que la arbitrariedad y por eso el imperio de la ley cuenta como la primera de sus garantías. En diferentes escritos Constant explica que la arbitrariedad no sólo socava la prosperidad, sino que destruye las bases mismas de la convivencia y el buen gobierno; por eso la compara con la peste para el cuerpo social. Si algo impide la arbitrariedad es la observancia de formas y procedimientos, de ahí que los vea como ‘las divinidades tutelares de las asociaciones humanas’, verdaderos baluartes de la libertad. No es lección despreciable cuando algunos insisten estos días en subordinar el imperio de la ley a una supuesta voluntad democrática que debería operar sin frenos ni controles.

No menos interesantes son sus argumentos contra aquellos que adoptan ‘la democracia como un fanatismo’. Constant está pensando en el mal uso que hicieron los revolucionarios de su tiempo de las ideas de Rousseau, pero nosotros podemos pensar en ejemplos más cercanos. Es difícil no pensar en nacionalistas y populistas cuando habla de aquellos que pretenden sacrificar las libertades de los ciudadanos al ideal de una soberanía abstracta, o ahogan el pluralismo social en nombre de un cuerpo político pretendidamente compacto y homogéneo.

Quisieron organizar el despotismo bajo el nombre de república, dice Constant de los jacobinos. También nosotros deberíamos extremar el cuidado cuando se invocan concepciones equivocadas de la democracia o de la soberanía popular. Si algo deberíamos aprender de sus escritos, es que una democracia constitucional no es una versión degradada o adulterada del ideal democrático más puro, ya esté situado en la Antigüedad o en la imaginación. Por el contrario, con sus representantes, formalidades y controles, un orden constitucional es el único marco político que asegura las condiciones de una sociedad libre. Con sus imperfecciones y problemas, naturalmente. Querer cambiarlo todo en nombre del ideal acaba por ser el pretexto para el despotismo, como dejó dicho Constant. Más nos valdría entenderlo 200 años después.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.