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Opinión

La tres bases del bienestar

La tres bases del bienestar

Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha fue un visionario, un hombre de Estado. Desde que llegó a Inglaterra para casarse con la ya entonces reina de la mayor potencia económica y militar del Mundo, y posteriormente emperatriz de la India, su vida no fue fácil. Sin embargo, poco a poco fue consiguiendo no solo encontrar su posición, sino además que fuera tomado en serio por una clase política y aristocrática británica xenófoba y conservadora. Su gran objetivo en su corta vida fue el de buscar el desarrollo económico de la isla que le había adoptado y el bienestar de quienes la poblaban.

Entre los muchos británicos en los que Alberto encontró compañeros de propósito y proyectos estaba Isambard Kingdom Brunel, ingeniero, también visionario y además, quizás precisamente por ello, un gran hombre de negocios. Su genialidad se materializó en el desarrollo de máquinas que forjaron la nueva Inglaterra. Creador de la línea férrea Great Western Railway y de los primeros barcos de vapor de hierro, Brunel ayudó a Gran Bretaña a construir su imperio durante la segunda mitad del siglo XIX. Alberto confió en las ideas de Brunel, así como de muchos otros, como plataforma de despegue no solo de las comunicaciones y de la producción de Inglaterra sino, y en especial, de la vida de los británicos.

Alberto fue un claro defensor del liberalismo y del comercio. Su visión pasaba por el uso del comercio como liberación, por el uso de las nuevas tecnologías como vehículo que llevara a la población británica a una vida plena, tanto humana como material. Es por ello que confió en empresarios como Brunel y muchos otros. El progreso estaba en la tecnología y la tecnología en manos de soñadores como Brunel.

Necesitamos un Estado visionario, que prepare el camino hacia el futuro, pero también grandes empresas que sepan desenvolverse en un nuevo ecosistema que exige una evolución perpetua

Combinaciones como las que representaban Alberto y Brunel necesitaban, sin embargo, de una tercera parte para asegurar el bienestar de todos. Desde sus inicios, la revolución industrial había generado fuertes desigualdades que impedían a buena parte de la población alcanzar unos estándares mínimos de bienestar. Gran parte de los británicos en los años cuarenta del siglo XIX no vivían, sino sobrevivían. La pobreza, la insalubridad y la miseria se apoderaban de parte de la desdichada población londinense y las torres contaminantes plagaban los cielos de las grandes ciudades británicas, compitiendo en el paisaje con los techos ennegrecidos de las infraviviendas donde se hacinaban los desposeídos de toda esperanza. Esa imagen fue captada por Alberto, que entendió que no era ni moral, ni ética, ni si quiera pragmáticamente aceptable mantener esta situación por más tiempo. Y es que Alberto supo que no dar respuesta a estas carencias supondría una grave amenaza a la estabilidad del país y de la Corona. Y es que ya, en la década de los veinte y siguientes de aquel siglo, las primeras organizaciones de trabajadores comenzaban a contestar al sistema materializándose este proto-laborismo en las primeras experiencias políticas de defensa del proletariado, como fue, por ejemplo, el Cartismo.

Sin embargo, mientras la primera ofensiva política de los trabajadores basada en el movimiento Cartista fracasaba, los trabajadores redefinían su estrategia desplegando su acción a través de los recién nacidos sindicatos. La aparición de la acción sindical fue generando en la segunda mitad de siglo ese contrapeso necesario para que el crecimiento fuera en cierto modo más igualitario, lo que al fin y al cabo deseaba Alberto. Así pues, tres fuerzas, la del Estado, la de empresarios visionarios y la de los trabajadores distribuyendo mejor los resultados del crecimiento fueron la base fundamental para el glorioso segundo tramo del siglo XIX británico.

Por supuesto que hubo otros factores que facilitaron estos cambios positivos. Por ejemplo, los nuevos cambios tecnológicos más tendentes a distribuir más justamente los resultados del crecimiento, y otros, quizás más reprobables, como el acceso a mercados de materias primas baratas que facilitaba el imperialismo de entre siglos. Todo ello también ayudó a la mejora del bienestar en la metrópoli británica y en el resto del continente europeo. Pero lo que quiero resaltar es que sin el concurso de estas tres fuerzas el desarrollo la mejora de las condiciones de vida de una parte considerable de la población británica no hubiera sido posible.

Los sindicatos han de comprender cuanto antes en qué mundo viven. No solo es necesario que protejan al trabajador, sino que deben asumir que las reglas de juego han cambiado y que esta protección debe ser hoy diferente

Este papel “de equilibrio” jugado por los sindicatos en periodos alejados de la actualidad comienza a conocerse en trabajos recientes. En una investigación muy reciente, los economistas Henry S. Farber, Daniel Herbst, Ilyana Kuziemko y Suresh Naidu han demostrado que la desigualdad de ingresos  en el siglo XX en los Estados Unidos ha evolucionado de forma inversa a la afiliación sindical. El valor de este trabajo es que logra llevar la mirada hasta 1900, algo que hasta ahora no había sido posible. Con estos datos y estos resultados, este trabajo muestra que la mejora en el bienestar que se inicia en la segunda mitad del siglo XIX y que se consolida a lo largo de casi todo el XX, en gran parte de los países desarrollados, pudo estar motivado en parte por la redistribución que los sindicatos conseguían impulsar.

Debemos comprender que hoy necesitamos de nuevo el entendimiento entre estos tres factores. El vertiginoso cambio tecnológico y la globalización exigen de un plan para hacer inclusivo este crecimiento. Por un lado, necesitamos de un estado visionario, que prepare el camino hacia el futuro. Debemos fomentar la educación en nuevas habilidades y capacidades, evitar las desigualdades de oportunidades en los niños que serán acentuadas en la madurez. Debemos fomentar el acceso al cambio en todos los niveles. Pero también necesitamos grandes empresas que sepan desenvolverse en los nuevos mercados, en un nuevo ecosistema que exige una evolución perpetua y exigente. En tercer lugar, necesitamos de unos sindicatos fuertes, pero ante todo que comprenden lo más rápidamente posible en qué mundo viven. No solo es necesario que protejan al trabajador, sino que deben comprender que las reglas de juego han cambiado y que esta protección debe ser hoy diferente. Solo unos sindicatos que sepan leer las señales y actuar en consecuencia podrán poner el contrapeso necesario para que nuestro bienestar futuro esté garantizado.

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