Opinión

Barcelona, reina por un día

Ya me dirán para qué carajo sirve que un ministro de Macron venga a la Moncloa una vez al trimestre y otro colega español se desplace al Elíseo

Aragonès recibió a Sánchez y Macron en la cumbre hispano-francesa de Barcelona
Aragonès recibió a Sánchez y Macron en la cumbre hispano-francesa de Barcelona EFE

Un día frío y soleado no puede ocultar una realidad caliente y oscura. El boquete que se abrió en otoño de 2017 mantiene su huella indeleble en una sociedad aún inconsciente de su decadencia. La sibilina ambición del Gatopardo se ha conseguido: que todo cambie para que todo siga igual. Esta vieja ciudad comercial se mata por aparentar siempre mucho más de lo que es. Vale pues ser reina por un día, que mañana habrá que volver al negocio al por menor y quedarán para la memoria los pingajos del festejo. Ocurrió con los Juegos Olímpicos del 82 y vuelve ahora en tono menor con unos fuegos fatuos hispano-franceses con fondo de sardanas que ya no baila nadie.

Un vistoso ejercicio de magnificencia que no engaña a quien no quiera dejarse seducir por el espectáculo. Macron y Sánchez, dos políticos veteranos en la persuasión por la palabra; una coincidencia más importante que la edad y los vericuetos que les han convertido en vendedores de la imagen de sí mismos, siempre parecidos y siempre distintos. Aunque con la diferencia, capital en política, de que uno dirige una potencia muy debilitada y el otro un conjunto de tribus ante un presente precario.

Cualquiera podría imaginar que el día de la marmota -o el de la Reina, da lo mismo-, dieron en presentarse dos realidades enfrentadas: la cumbre política entre dos estadistas -el nombre les viene por la función, no por el desempeño- y al tiempo la decadencia del independentismo holgado que se puede permitir manifestarse en horario laborable sin que afecte a su patrimonio. Un detalle que jamás aparece y que no es sino la evidencia de una realidad fake, alimentada gracias al silencio. Las organizaciones que montaron el festejo independentista, más sobrado de animadores que de manifestantes, son un fleco arrebolado de la Generalitat. Omnium Cultural, la ANC, la CUP, existen gracias al tejido de subvenciones y publicidad que les otorga el Govern a través de las fórmulas sicilianas que son de uso común desde los tiempos de Jordi Pujol. En los últimos años se han multiplicado de común acuerdo, porque de las cuotas de sus adictos no sacarían ni para pagar los locales.

Así tenemos la variante clásica de los hipócritas, los que gritan contra Oriol Junqueras obligándole a salir del escenario, lo hacen gracias a los fondos que les suministra su propio gobierno. Nadie queda mal porque cada uno asume tácitamente su papel. Viene de antiguo. Ya contaba Ignacio Agustí en sus novelas barcelonesas, cómo la dama bien casada elogiaba a su marido en el Liceo por el buen gusto al escoger a la querida; era más “mignona” que las de sus iguales. En ese sentido la política catalana tiene mucho de Ignacio Agustí, un novelista pretencioso, de carácter avieso y una prosa más deudora de Blasco Ibáñez que de Baroja o Valle Inclán, por citar dos opuestos; sin embargo de un catalanismo embargado de conciencia de clase, que por supuesto se apuntó al franquismo y de haberle dado el destino más tiempo, hubiera acabado en resignado promotor de Jordi Pujol… siempre y cuando ya fuera presidente de la Generalitat.

Así tenemos la variante clásica de los hipócritas, los que gritan contra Oriol Junqueras obligándole a salir del escenario, lo hacen gracias a los fondos que les suministra su propio gobierno

Ya me dirán para qué carajo sirve que un ministro de Macron venga a la Moncloa una vez al trimestre y otro colega español se desplace al Elíseo. Un engorro que envuelve una pantomima; los operativos de recepción, los traductores, un centenar de minucias protocolarias que, si tuvieran algún interés especial, podría solventarse en base a subsecretarios. Pero no habría fotos, ni embeleco para festejarse. Los acuerdos de Estado sólo son importantes en lo que no cuentan, porque lo demás está bajo la pauta del azar y de las necesidades.

¿Por qué entonces tanto bombo y platillo para que nos creamos reina por un día? ¡Es la campaña, idiota! Nuestro no suficientemente amado presidente es un líder mundial y Macron, el esquivo, viene a verle y además en Barcelona, donde los funestos propagadores de bulos ponen en duda que el Pacificador ha conseguido detener las aguas del Jordán. No nos sorprendamos; si decidiera que las aguas no son tales sino perfumes y ambrosías tendríamos a Tezanos consiguiendo que el 60 % entendiera de nuevos olores y los medios profanadores habrían de admitir que tenían las narices tapadas, incapaces de aspirar la beatitud que nos rodea.

Hubo un tiempo en que la derecha tradicional se sentía orgullosa del presente y la izquierda empeñada en denunciar la mentira que pretendían tapar. Ahora sucede otra cosa, desde que la izquierda se hizo institucional la realidad está mejor que nunca. Así en Barcelona no ocurre nada que no esté en vías de solución; las lenguas se besan, la basura se reduce, la violencia disminuye; la alcaldía es un compendio de imaginación y sostenibilidad. ¿Qué querrán decir cuando algo es sostenible? Probablemente, que no se cae. Pero estaría mal hacer la pregunta, por políticamente incorrecta.

Nada se afronta y menos aún se resuelve, todo se posterga; mañana estaremos todavía mejor que hoy. El mantra de la clase política catalana se confirma en su versatilidad. En el resto de España son igual de contumaces, pero más lentos. Aquí se puede ejercer de sicario de la pluma de un mafioso de Convergencia o de la antigua Unió y pasar al radicalismo independista antes de que vuelvan a poner las urnas. No digamos al PSC, el Partido de los Socialistas Catalanes, que es como el último vagón del último tren, donde caben todos los que aspiren a no perder lo que tienen y si es posible ganar un poco más. Hubo quien pretendió referirse a Cataluña como un Titanic y tenía razón por más que el símil ocultara algo parecido a un elogio, porque el barco de la metáfora era grande y navegó y permitió grandes fiestas. 

El presente es menos vistoso. Habría que contemplarlo como otro erial donde la sociedad ha reducido su capacidad de reacción y escucha consignas que apelan a 1714 -la guerra de Sucesión entre Austrias y Borbones-, cuando no a los Países Catalanes -si alguien en España quisiera recuperar la Comunidad Hispánica le internarían en el loquero de la extrema derecha-; por no hablar del derecho a decidir -el qué y quiénes-, o el referéndum de autodeterminación para los pueblos colonizados. Una colección de baratijas políticas para sustentar el erial donde si estuvieran solos podrían aspirar a aquel oasis de mentirijillas que les instaló Jordi Pujol para que abrevaran. Pero los camellos solo quedan en el barrio del Raval y no hay Reina por un Día que les saque del ensimismamiento.