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Opinión

Las banderitas

Esteladas en los balcones.

Con las banderas pasa algo parecido a lo que a bastante gente le sucede con las creencias religiosas: que casi naces con ellas y luego necesitas muchos años, mucha reflexión y muchos desengaños para comprender cuál es su maligno poder, porque son bonitas. Son símbolos identitarios muy poderosos, muy fáciles de entender y su primer efecto, siempre, es generar un sentimiento (no es otra cosa) de grupo, de comunidad, de unidad. Solo más tarde, y con amargura, se advierte que lo que en realidad hacen es separar a las personas. No están señalando únicamente lo que tú eres sino lo que otros no son. Ponen límites. Cuando los soldados clavan su bandera en lo alto de la colina no están mostrando únicamente su victoria: están señalando la derrota del enemigo.

Repito: la derrota del enemigo. Viajo a Barcelona con cierta periodicidad desde hace muchos años. Por los tiempos en que el escándalo producido por el inmenso fraude del 3% (aquellas comisiones de las que tanto se aprovechó la extinta CiU) empezaba a hacerse imparable, la ciudad comenzó a llenarse de banderitas colgadas en balcones y ventanas de viviendas particulares. Lógico: había comenzado el procès, un artefacto sentimental atizado para desviar la atención de la gente de un hecho innegable: que vivían gobernados por una cuadrilla de ladrones. Y de ladrones consentidos.

Las banderitas ventaneras solían ser dos: la tradicional senyera y la otra, que poco a poco terminó imponiéndose: la estelada, con el triángulo azul y la estrella blanca inspirados en Cuba, y de carácter más agresivo y pancatalanista. Era como si los indepes recelasen en silencio de la vieja y hermosa bandera catalana, a la que debían considerar contaminada de constitucionalismo aunque solo fuese por roce.

Es el peligro que tiene confiar los símbolos patrios a los chinos de la tienda de abajo. Sale barato, pero el patriotismo acaba por desteñir

Pero había un problema: el tiempo. En las dos acepciones más usadas del término. Transcurrían los años, continuaba el procès y, aparte de manifestaciones, bravuconadas, declaraciones ostentóreas, pies en polvorosa y brindis al sol, en realidad no sucedía nada. Mientras los indepes no eran capaces de torcerle el brazo al Estado y Europa entera les daba la espalda, las banderitas seguían en las ventanas, pero cada vez más descoloridas, cada vez más sucias, cada vez más tristes. Había edificios en cuyas fachadas colgaban dos, seis, ocho banderitas, unas con la estrella blanca, otras con la estrella roja, otras (pocas) constitucionales. Y a todas les pasaba lo mismo: que estaban llenas de mugre y con sus colores más desvaídos cada día, cada semana, cada año. Es el peligro que tiene confiar los símbolos patrios a los chinos de la tienda de abajo. Sale más barato, pero el patriotismo acaba por desteñir.

Hubo un repunte, eso es verdad. Los días 6 y 7 de septiembre de 2017, cuando el Parlamento autonómico de Cataluña se volvió loco y empezó a aprobar leyes que no tenían nada que ver con la realidad, las banderas de las ventanas se renovaron con entusiasmo. Yo estaba aquellos días en Barcelona y lo vi. Y también vi, nada más bajarme del tren en Madrid, que en cientos y cientos de ventanas habían aparecido súbitamente banderas constitucionales que no habían estado allí nunca. En todas partes, desde la zona nacional del barrio de Salamanca a los obreros como Hortaleza o Vallecas.

Una cláusula muy especial

Los madrileños perdieron hace muchos años la costumbre de embanderar los balcones por el Pilar o por el Corpus, como cuando yo era niño. Pero aquella vez llenaron las fachadas. Era, obviamente, una respuesta multitudinaria y espontánea a una provocación. Pero pronto quedó claro que tampoco está bien comprar las respuestas multitudinarias en el chino de abajo. Las pocas banderas que quedan hoy en las ventanas tienen, como se dice en mi tierra, más mierda que el palo de un gallinero.

Ahora resulta que, a la chita callando, los propietarios de pisos en Cataluña están añadiendo una cláusula que no se le habría ocurrido ni a Guareschi (está muy bien releer a Don Camilo pensando en el procès, se ríe uno mucho) ni siquiera a Gila: colgar banderas permanentemente en la ventana o en el balcón puede ser causa de rescisión del contrato de alquiler. Las banderas que sean, en eso los dueños de los pisos parece que no hacen distingos.

Es evidente que no se trata de proteger la belleza exterior ni la armonía de las fachadas: qué habría que hacer entonces con las antenas parabólicas que inundan los balcones, digan lo que digan las comunidades de vecinos y los Ayuntamientos. Lo que sucede es que los propietarios han dado en pensar, con razón o sin ella, que los nuevos inquilinos que se empeñan en colgar sus preferencias político-patriótico-procésicas en la ventana suelen dar problemas de convivencia. Ellos sabrán por qué lo piensan, pero está claro que lo piensan. Imagino que distinguirán entre la libertad de expresión, siempre digna de respeto, y la libertad de tener permanentemente cabreada a toda la escalera, derecho que ya no parece merecedor de la misma consideración.

Los políticos permanentemente subidos a la peana para mantener, a base de soflamas, prietas las filas del cada vez más desgalichado y resacoso procès deberían tener en cuenta algunas señales, ellos que tan bien manejan los símbolos. Cuando las empresas huyen de tu tierra por lo que estás haciendo, las cosas van mal. Cuando los dueños de los pisos te hacen firmar la cláusula de la banderita para que no marees, es que las cosas van todavía peor.

En Madrid ya quedan pocas banderas en las ventanas. Imagino que la gente habrá intentado lavarlas y se les han deshecho con el Ariel. Yo tengo debilidad por alguien que vive a tres calles de mi casa, en un cuarto piso, y que hace dos años, cuando todo el mundo puso la bandera de España, él colgó la de Murcia en su balcón. No sé quién será. O un daltónico en estado terminal, o un patriota cartagenero de los que a mí me gustan; de los que tienen de las banderas, los himnos y los ancestrales gritos de ritual la misma opinión que yo: que todo eso y los trapos viejos, pocos y lejos.

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