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Opinión

Banca e hipotecas: una sentencia caótica sin apenas efectos prácticos

La sentencia del Tribunal Supremo sobre el impuesto sobre actos jurídicos documentados en las escrituras de las hipotecas ante notario ha generado un revuelo considerable y no poca confusión. Los jueces han conseguido armar un pollo jurídico descomunal por un lado, y todo por una decisión sobre impuestos que en realidad no tiene apenas efectos prácticos.

Empezamos por el lado jurídico, que es un poco más sencillo. Es ligeramente preocupante que el Supremo, en teoría el tribunal que debería unificar y dar claridad a la jurisprudencia española, dicte una sentencia lo suficiente confusa como para que nadie sepa a ciencia cierta si sus efectos son retroactivos o no. Lejos de generar estabilidad y certidumbre, la resolución ha dejado a todo el mundo confundido, ya que no sabemos si los bancos deberán reembolsar el impuesto a nadie, si le tocará hacerlo a Hacienda, o sobre qué sucederá a continuación. Ya sé que es difícil sentir lástima por los accionistas de las entidades financieras, pero una sentencia que genera unos movimientos bursátiles tan excesivos metiendo todo un sector de la economía en un limbo legal indeterminado es ciertamente irresponsable.

Lo más irritante, sin embargo, es que, en el fondo, identificar al pagador de este impuesto no deja de ser una mera formalidad. Cuando los legisladores deciden crear un impuesto sobre alguna actividad concreta, la legislación inevitablemente nombra a alguien como responsable de pagar ese tributo. El contribuyente puede ser una empresa, intermediario o consumidores, y será el responsable de apechugar con el papeleo, pero el coste real de lo pagado no recaerá necesariamente en ellos.

El cambio en el impuesto sobre gastos hipotecarios tendrá un efecto inapreciable en lo que acaben pagando los españoles por una vivienda

¿Por qué? Los economistas se refieren al problema de quién paga un impuesto como un problema de incidencia fiscal. Pongamos, por ejemplo, un hipotético legislador que decide que el carbón es caro, contaminante y maligno (y está en lo cierto), así que decide imponer un impuesto a las minas del país de un euro por cada kilo de carbón vendido. Supongamos que en este escenario no es posible importar carbón, y que el carbón es la única fuente de energía disponible, así que los consumidores no pueden buscar otras alternativas. Los empresarios, en este caso, simplemente repercutirán todo el coste del impuesto al precio del carbón para mantener sus beneficios, y cobrarán un euro adicional por cada kilo vendido. Aunque el impuesto en teoría lo pagan los propietarios de las minas, en realidad todo el coste recae en los consumidores.

Miremos, sin embargo, qué sucede en un escenario distinto, donde los consumidores sí tienen alternativas. Si el precio del kilo de carbón pasa de costar dos euros el kilo a tres euros el kilo (nota: el carbón cuesta unos 70-120 euros/tonelada, pero este es un ejercicio mental), lo primero que harán será intentar buscar alternativas. Si hay alguien vendiendo gas natural, paneles solares o petróleo y pueden sustituir el carbón, empezarán a comparar precios. En este caso los productores de carbón saben que no deben meter todo el impuesto en el precio, ya que es posible que pierdan clientes. Cuanta más competencia haya en el mercado, más difícil será para el empresario pasar el coste hacia los consumidores, forzándoles a sacrificar beneficios y ser los que cargan con el impuesto.

En ambos escenarios, el comportamiento de los actores es exactamente el mismo si cambiamos quién dice la ley que debe pagar. Si el impuesto sobre el carbón es un IVA especial que se cobra en el punto de venta, en un mercado sin alternativas los consumidores callarán y tragarán, sin que los empresarios toquen el precio inicial. Lo único que veremos en ambos casos será una reducción del consumo. En el segundo, los consumidores buscarán también otras opciones y los productores reducirán precios para no perder clientes.

Tras la sentencia, será el banco quien pague, repercutiendo el coste adicional que debe cubrir en el tipo de interés que pide al cliente

El cambio en el impuesto sobre gastos hipotecarios, por lo tanto, en realidad tendrá un efecto inapreciable en lo que acaban pagando los españoles por una vivienda. Los bancos compiten entre ellos intentando ofrecer un tipo de interés más bajo, pero el nivel de competencia es el mismo antes y después de darle la vuelta al tributo. 

Hasta ahora, el cliente era el que pagaba, y su coste se incluía como parte del precio del piso que estaban comprando. Tras la sentencia, será el banco quien hará el pago, así que simplemente repercutirá el coste adicional que debe cubrir subiendo ligeramente el tipo de interés que pide al cliente. El precio efectivo de la vivienda, el coste mensual de la hipoteca, será básicamente el mismo, sustituyendo los 2.000-3.000 euros del préstamo para cubrir el pago del impuesto por intereses adicionales por valor de 2.000-3.000 euros. El precio de mercado del préstamo no cambia, el precio de la vivienda tampoco, así que los compradores seguirán pagando igual.

Los políticos, especialmente los políticos de izquierda, son muy propensos a discutir y debatir en gran detalle sobre quién pagará un impuesto cuando crean un tributo. La tasa sobre la banca, la tasa Google, el impuesto sobre empresas contaminantes, etcétera. En realidad, estas definiciones son bastante absurdas, porque lo que hacemos no es crear un impuesto sobre alguien, sino sobre una actividad económica en particular. Quién paga el aumento de costes es algo que depende la estructura de mercado, nivel de competencia, posibles sustitutos y demás (la elasticidad de la demanda) y la capacidad que tienen los empresarios para alterar producción, ahorrar costes, etcétera (elasticidad de la oferta), no los formalismos legales.

El Tribunal Supremo, en realidad, lo único que ha hecho es dictar sentencia sobre quién se encarga del papeleo, pero no ha alterado la estructura del mercado hipotecario. Es una sentencia que crea un caos considerable por algo que no tiene efectos económicos reales.

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