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Opinión

La autoridad como servicio

El director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, Fernando Simón.

Los expertos han vuelto. Nunca se han ido en realidad, pero ahora los tenemos en boca de todos los políticos y en horario de máxima audiencia. Basta ver la notoriedad de Fernando Simón, el médico especialista en epidemias que dirige el Centro de Coordinación y Emergencias Sanitarias y que ha actuado hasta ahora como portavoz del Ministerio de Sanidad para informar de la pandemia. Hemos visto a jefes de Gobierno, como el primer ministro Boris Johnson, comparecer ante los medios flanqueados por sus asesores científicos.

En España, el Gobierno ha montado un Comité Científico Técnico de la Covid-19, integrado por seis académicos e investigadores de prestigio, que se constituyó el pasado 21 de marzo. Hay quienes consideran que habría que ir más allá de un comité ad hoc para crear en España una oficina de política científica y tecnológica con carácter permanente similar a la que tuvo Obama durante su administración: un consejo de expertos cuya misión sería ofrecer al ejecutivo asesoramiento científico preciso y actualizado sobre cuestiones socialmente relevantes, a fin de velar por que las políticas desarrolladas se basen en la ciencia más sólida.

Los datos de la ciencia

A medida que arrecia la epidemia vemos a los responsables políticos invocar el criterio de los expertos para justificar sus decisiones. Lo hacen incluso en casos difícilmente justificables, como la ministra de Igualdad, Irene Montero, cuando se escudó en ellos para defender que se hubiera celebrado la manifestación multitudinaria del 8 de marzo: "Hicimos en todo momento lo que dijeron los expertos y la autoridad sanitaria". Es significativo que en su declaración del pasado sábado el presidente del Gobierno no sólo recordara ‘el papel de liderazgo’ que deben ejercer el Estado y las administraciones públicas en la crisis actual, sino que expresamente basara dicho liderazgo en el manejo del conocimiento especializado: "Porque tenemos los datos de la ciencia, el asesoramiento de los expertos que nos permite alumbrar medidas" para combatir el virus, afirmó.

No está mal para recordar algunas cosas. En primer lugar, que el saber científico es un bien público de primera magnitud, de cuya difusión y uso todos nos beneficiamos de múltiples maneras. Segundo, que en sociedades avanzadas como las nuestras los poderes públicos necesitan disponer de un caudal de conocimientos fiable, preciso y constantemente actualizado; han de contar para ello con asesoramiento experto si han de tomar decisiones informadas sobre un amplísimo espectro de asuntos.

Es importante que académicos e investigadores participen en esos debates a fin de ilustrar a los ciudadanos con datos relevantes

Además, en una sociedad democrática esa labor de asesoramiento no puede limitarse a participar en comisiones gubernamentales y comités parlamentarios o redactar informes técnicos, pues ha de alcanzar a la formación de la opinión pública. Si son los ciudadanos o sus representantes libremente elegidos quienes han de decidir sobre los asuntos públicos, el Gobierno democrático supone un proceso de deliberación colectiva en el que hay que dar razones de las decisiones que se adoptan y someterlas al examen público. Por ello es importante que académicos e investigadores participen en esos debates a fin de ilustrar a los ciudadanos con explicaciones y datos relevantes; no a otra cosa se refería Kant cuando hablaba del "uso público de la razón". De la calidad epistémica de la discusión, de si manejamos buenos argumentos y la mejor evidencia disponible, dependerá en buena medida, aunque no sea condición suficiente, la calidad de las decisiones políticas que se adopten.

Todo lo anterior sonará a cosa obvia en medio de una pandemia. Pero no hace tanto oíamos decir que la gente estaba harta de los expertos, como declaró Michael Gove, uno de los aliados cercanos de Johnson durante la campaña del Brexit. Ahora nadie discutirá que los necesitamos para conocer mejor el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, disponer de cálculos epidemiológicos fiables o ensayar nuevos tratamientos. No estamos para frivolidades ni para ‘hechos alternativos’.

Su autoridad proviene enteramente del conocimiento de los hechos, que es tanto como decir de la investigación de la verdad

Si nos fijamos, el descrédito de los expertos ha sido un factor crucial en lo que se ha dado en llamar ‘posverdad’, ese clima de opinión en el que los ‘hechos objetivos’ (perdón por la redundancia) pesan menos que las apelaciones a las emociones o las convicciones personales, según la definición al uso. La razón es bien sencilla. Un experto es fundamentalmente una autoridad epistémica, alguien que dispone de un conocimiento superior, altamente especializado, de ciertas materias. Todo el crédito que merece responde al juicio o la inteligencia superior que le reconocemos en razón de su mayor saber y experiencia.

Su autoridad proviene enteramente del conocimiento de los hechos, que es tanto como decir de la investigación de la verdad. De ahí que suponga un ethos característico, si entendemos que la objetividad es también una virtud, centrada en el respeto por los hechos y el cuidado de la verdad. Nada lo pone mejor de manifiesto que la disposición a revelar o admitir hechos incómodos, sin sacrificarlos a los intereses o los prejuicios establecidos.

Asimetría informativa

En este sentido, el juicio del experto representa un atajo en dirección a la verdad y ese es en realidad el servicio que nos presta. Como autoridad epistémica, lo que dice nos da una razón para creer en la verdad de algo, sin necesidad de una investigación por nuestra cuenta, simplemente por venir de quien viene. La vieja objeción ilustrada sale inmediatamente al paso: ¿no supone eso renunciar a nuestra inteligencia para ponernos bajo la dirección del juicio ajeno?

Lo decisivo aquí no es sólo la asimetría informativa entre el que no sabe y el que no sabe, sino también la importancia de la división del trabajo intelectual y la especialización inevitable del conocimiento, ya se trata de virus, del mercado energético o de la poesía de T. S. Eliot. Para decir de una persona que tiene autoridad o es una autoridad acerca de alguna cuestión, ha de poseer la formación, el saber y un juicio acrisolado, por lo que es razonable fiarnos de lo que dice sin necesidad de investigarlo por nosotros mismos, lo que sería en muchos casos poco menos que imposible. Obviamente, alguien puede hacerse pasar por una autoridad, o ser tomado falsamente como tal, sin cumplir las condiciones. No faltan ejemplos al respecto.

Visto así, la autoridad del experto hay que juzgarla en términos instrumentales, exclusivamente por el servicio que presta: si nos lleva a creer lo que es correcto que pensemos o nos encamina a la verdad. El consejo del experto nos ofrece un atajo, pues creemos en la verdad de lo que dice porque él lo dice, pero es probablemente lo que deberíamos creer con independencia de que él lo diga. No es pequeño el servicio si nos ayuda a creer lo que tenemos razones para creer, a pesar de que a nosotros nos costaría calibrar adecuadamente esas razones, conduciéndonos a la conclusión acertada por otros medios.

Decía recientemente Elena Alfaro que donde los gobernantes pretenden saber lo mismo que los gobernados resultan perfectamente prescindibles. Lo dicho de la autoridad del experto nos da una pista interesante para ver por qué. Es habitual distinguir autoridades epistémicas, que nos dan razones para creer, de autoridades prácticas, que nos dictan cómo hemos de actuar.

Las autoridades políticas son del segundo tipo: no aconsejan como los expertos, sino que ordenan y mandan. No obstante las diferencias, cabe pensar que ambas se justifican por el servicio que ofrecen; en el caso de las autoridades públicas, si obedeciéndolas resulta más probable que hagamos lo que de todas formas tendríamos razones para hacer. Para eso es imprescindible que se asesoren bien y dispongan de un conocimiento superior al de los simples ciudadanos a la hora de ejercer sus labores de coordinación y regular la vida social. Sólo así parece razonable obedecerlas.

(A Ito)

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