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Opinión

El auge de la anti-ciudadanía

El auge de la anti-ciudadanía

Ahora que las tesis de Ortega y Gasset vuelven a estar en boga gracias a la intervención de Alaska en el programa de Risto Mejide, cuando el presentador la inquirió a propósito de su “vínculo con la derecha”, no parece un mal momento para traer a colación una de las figuras arquetípicas acuñadas por el filósofo para definir al hombre de su tiempo: el señorito satisfecho. Viene a ser el individuo que se considera ajeno a cualquier tipo de dificultad y que el hecho de haber hallado todo hecho y construido le convierte en inconsciente de los riesgos que acarrean las amenazas al sistema social que le ha permitido semejante despreocupación. Ortega escribió a propósito de este comportamiento justo a principios de los años treinta y, en cierto modo, su crítica vaticinaba la falta de alarmas comunes ante un retroceso democrático de enormes dimensiones.

La sensación extendida de que la democracia es irreversible es un elemento característico también del momento actual europeo. La mayor evidencia de ello la constituye probablemente la constatación de los efectos adversos de un brexit -ya en manos del Parlamento ante el fracaso de los políticos que lo impulsaron- que siguen siendo recibidos casi a modo se sorpresa y con la constante sensación de que muchos de sus partidarios no pensaron realmente que la cosa iba en serio. Los defensores de la democracia representativa frente al plebiscito deberíamos tatuarnos que los referéndums binarios entrañan peligros incluso cuando cumplen el requisito de plantear una pregunta nítida y clara, por no hablar de los peligros a los que sometemos a los ciudadanos con la retórica de la polarización, en la que lo simbólico predomina frente a los hechos y se banalizan las consecuencias materiales y sociales de la catástrofe.

Las políticas identitarias son altamente peligrosas porque aluden a lo más íntimo del individuo para convencerle de que es diferente a sus iguales

Empero, el ejemplo más cercano de hasta qué punto hemos dado por sentado que no había posibilidades para nosotros más allá de la democracia lo encontramos estos días en el juicio del 1-O, con constantes alusiones por parte de los procesados a su única y exclusiva voluntad de protestar con un golpe de Estado al que restan cualquier intención de materializar posteriormente. Comparte con el Brexit la ingenuidad de pensar que un sistema democrático puede ser objeto de entretenimiento para uso y disfrute de dirigentes irresponsables y de votantes deseosos de vivir su propia revolución. Ese es el tipo de actitud que describía Ortega, y lo que explica en buena medida parte de los discursos incendiarios que acaban recurriendo a menudo a la identidad como refugio contra el villano: el sistema.

La igualdad de la izquierda

Las apelaciones al nosotros y al ellos son un signo distintivo del nacionalismo pero no exclusivo. Lo hemos visto recientemente con el uso que hace parte de la izquierda de la causa por la igualdad entre hombres y mujeres: se aniquila el matiz, se habla en nombre de todo un colectivo aleatorio, como podría ser la lengua o el origen, y se blande como excusa o parapeto para cargar contra las reglas comunes. Lo expresaba nítidamente Irene Montero, que aseguraba que el 8-M se denunciaba que “el actual sistema económico es incompatible con la vida”, desvirtuando así la causa feminista para convertirla en un ataque al capitalismo. Las políticas de la identidad son peligrosas porque aluden a lo más íntimo del individuo para convencerle de que es diferente a sus iguales y merece, por tanto, distintos derechos. El caso de los contrarios a la inmigración y del racismo es el más explícito, pues hace de esa barbaridad una consigna. Pero además, estas corrientes necesitan, por coherencia, derribar cualquier sistema mínimamente democrático.

Dicho de otro modo, no es sólo fruto, por ejemplo en el caso del nacionalismo catalán, del rechazo a España como idea nacional -rechazo que no tienen por qué compartir los partidarios de cerrar las fronteras-, sino como garante de igualdad de derechos y libertades. Es, por ello, el resultado de una poderosa idea que gana enteros en las sociedades avanzadas: que cualquier factor aleatorio está por encima de los derechos de ciudadanía.

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