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Opinión

A Sánchez le damos asco

A Sánchez le damos asco

No es menosprecio, eso era Rajoy. Ni displicencia, tan de Aznar. Ni siquiera desapego como Zapatero. Lo de Sánchez es más bien asco. Nos tiene asco. Un asco superlativo adobado con enormes dosis de aversión. Al presidente del Gobierno, sus conciudadanos le producen una insalvable repugnancia que se refleja en su forma de exhibirse, de comparecer, de discursear, de gobernar. ¿Recuerdan cuando se restregaba la mano tras recibir el saludo de una inmigrante en la calle? Tal cual. Cierto que hay mucho de soberbia en sus gestos, de indisimulada altanería, amen de una desbordante arrogancia que se vislumbra en su rostro, tan inmoral. Pero la clave es esa feroz repulsión que le producen sus humildes siervos, dóciles y sumisos como un rebaño anestesiado.

Hay quien habla de 'cobardía'. Sánchez no pasa por ser un tipo valiente. Casi ningún bravucón lo es. Quienes lo vieron este verano en Sanlúcar, a la salida del funeral por un funcionario de Doñana, lo pudieron comprobar. Salió escupido y a la carrera del templo tan sólo porque un par de paisanos en bermudas le gritaron 'sinvergüenza'. Corrió hacia el coche despavorido, como si huyera de Pearl Harbour. El año pasado, cuando acudió al hospital de Sant Pau en Barcelona, se vio a uno de sus escoltas aferrado a un subfusil, cual si en Vietnam, quizás contagiado por el canguelo de su jefe.

Ni siquiera en estos largos meses de llanto y pandemia, de silencio y dolor. Ni abrazó a un médico, si animó a un enfermo, ni consoló a un familiar. No se acercó al centro de Ifema, donde estuvo el Rey

Desde entonces, el presidente del Gobierno no ha vuelto a pisar un hospital. Ni siquiera en estos largos meses de llanto y pandemia, de silencio y dolor. Ni abrazó a un médico, ni animó a un enfermo, ni consoló a un familiar. No se acercó al centro de Ifema, donde estuvo el Rey, ni, menos aún, se le vio por el Palacio del Hielo, donde se amontonaban los cadáveres que el Gobierno negaba. Apenas salió de La Moncloa, salvo para acercarse a un taller de El Corte Inglés. Teme los chiflidos y los insultos, los cortes de manga y los exabruptos, esos episodios un poco ríspidos que van en el sueldo. 

Sánchez, en efecto, no es un legionario henchido de valor. Eso está claro y no pasa nada. Ha habido grandes gobernantes del género de las gallináceas. Pero su rasgo más característico es que le desagrada la gente, más bien, la detesta. "No es un misántropo, ni un tipo huraño, porque con los suyos es simpático y hasta cachondón. Pero desde que es presidente se le han despertado usos de sicópata social", comenta un veterano socialista que lo trató mucho cuando ambos eran modestos diputados culiparlantes.    

Le importan un rábano la devastación de la pandemia, las cifras de óbitos y contagios, las dramáticas Ucis, los sanitarios atormentados, las colas del hambre, los zombis de la crisis, los desempleados suicidas

Desde enero de este año, cuando formó Gobierno con Iglesias, se ha encaramado en lo más alto de la columna de los divinos y desde allí contempla el panorama con muestras de tedio y cara de asco. Desprecia a la oposición, con la que apenas habla; abomina de su partido, al que ha laminado; ignora a sus barones, a los que humilla y les hace caminar de rodillas. Le importan un rábano la devastación de la pandemia, las manipuladas cifras de óbitos y contagios, el drama de las UCIs, los sanitarios atormentados, las colas del hambre, los zombis de la crisis, los desempleados suicidas. Ahora acaba de culminar el mayor de sus desdenes, el mayestático desprecio a la democracia, con esa sonora burla al Parlamento en la sesión del estado de alarma. Seis meses fuera del control parlamentario y judicial. Ni oposición, ni jueces. Voilà, el peronismo is coming.

Burla a la soberanía nacional

Una medida excepcional y sin precedentes que Sánchez, preso de abulia más que de temor, no tuvo a bien defender en el Hemiciclo. Le endosó la encomienda al tenebroso Illa, el ministro encargado del sector sanitario, y se largó a su casa desbordado de orgullo y feliz con su estruendoso corte de mangas al templo de la soberanía nacional.  

Le embriaga el poder pero le aburre el Gobierno. Le fascina el Falcon pero le horripila la gestión. Y, muy especialmente, le repugnan sus gobernados, esa molesta piara que apenas opina (una vez cada cuatro años) y solo pasta. Así se explica que, consciente, como lo está medio mundo, de que España se dirige en forma irremisible hacia el abismo, Sánchez se mantenga impávido y hasta sonriente, sin mover más que un dedo: el pulgar, orientado hacia abajo. El cesarín de la Moncloa ya ha sentenciado. Los que van a morir...

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