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Opinión

Los aranceles de Trump: ¿cambio de paradigma o política comercial?

Donald Trump, presidente de Estados Unidos.

El Presidente Trump clamó durante su campaña electoral contra los abusos que, desde su punto de vista, sufría Estados Unidos en sus intercambios comerciales con el resto del mundo y puso reiteradamente como ejemplo a China, a la que acusó de provocar en gran medida el desempleo y los bajos salarios de los trabajadores industriales norteamericanos. Sus incendiarias promesas de imponer barreras arancelarias a la importación fueron sin duda uno de los factores de su éxito electoral en el sector de población más favorable al planteamiento expresado en el eslogan America First. La primera señal de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca no iba de farol en sus intenciones proteccionistas fue el establecimiento de un impuesto a la importación de lavadoras y células fotovoltaicas el pasado enero, que ha ido seguido en estos días de una tarifa de un 25% para las importaciones de acero y de un 10% para las de aluminio. Aparte de estas medidas concretas, destinadas a demostrar que no había hablado en vano a la hora de pedir el voto, ha retirado a Estados Unidos de las negociaciones para el Acuerdo Transpacífico y ha exigido una renegociación del Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio. Esta ofensiva de resabios mercantilistas en pleno siglo XXI ha sacudido las Bolsas, ha despertado la inquietud de la comunidad internacional, ha irritado a sus aliados y ha hecho que el Wall Street Journal la calificara como “la mayor torpeza política” de su mandato hasta el momento.

Entre la Declaración de Independencia y la Guerra de Secesión, los sucesivos Congresos utilizaron los aranceles a la importación como la principal fuente de ingresos del Tesoro"

Sin embargo, tal como ha señalado recientemente en este contexto Michael Mandelbaum, conviene examinar estos acontecimientos, aparentemente tan perturbadores, a la luz de la historia de las relaciones entre política y comercio en los Estados Unidos desde su fundación hasta el presente. Si se abarca de una sola mirada el período de doscientos cincuenta años transcurrido desde el arrojo al mar del cargamento de té en el puerto de Boston que inició la Revolución Americana, se llega a la conclusión de que el debate sobre el comercio con terceros países forma parte de la tradición de la que es hoy la primera democracia del mundo hasta el punto, dice expresivamente Mandelbaum, que es “tan americano como el pastel de manzana”. En la etapa comprendida entre la Declaración de Independencia y la Guerra de Secesión, los sucesivos Congresos utilizaron los aranceles a la importación como la principal fuente de ingresos de un erario que no disponía de medios más eficaces para alimentar el Tesoro. Por supuesto, esta política no fue pacífica porque los estados del sur, agrícolas y esclavistas, exportaban sus productos y deseaban que las tarifas sobre la importación fuesen bajas a diferencia de los industrializados del norte que querían ser defendidos de la competencia extranjera. Eran tiempos en los que el Partido Demócrata, hegemónico en el sur y mayoritario en Washington, propugnaba el libre intercambio y el Partido Republicano, predominante en el norte, se inclinaba por el proteccionismo. La Guerra de Secesión, que trajo la victoria del Norte y la abolición de la esclavitud, imprimió un giro brusco a la situación transfiriendo el poder a los republicanos e iniciando una época en la que se fijaron elevados aranceles con el fin de facilitar el desarrollo de la industria propia, enfoque que pervivió hasta la Gran Depresión.

La gran catástrofe financiera de 1929 provocó otro cambio radical y el gobierno regresó a los demócratas con una sucesión de presidentes que durante cuatro décadas se inclinaron por la apertura comercial sobre la base de la reciprocidad con otros países. En los setenta y los ochenta del siglo pasado dos presidentes republicanos, Nixon y Reagan, recurrieron de nuevo a los aranceles para poner coto a la agresiva competencia de Europa y Japón, pero sobre la base de restricciones aceptadas por las potencias exportadoras para determinados productos. No se trató, por tanto, de maniobras agresivas como las actuales de Trump, sino de acciones concertadas de reequilibrio. En los noventa la ola de prosperidad global dio de nuevo alas a una gran expansión del libre comercio mundial con la creación de la OMC y la firma del NAFTA por Estados Unidos, Méjico y Canadá. La pregunta que nos podemos formular es si el aislacionismo de Donald Trump representa un cambio de paradigma en la política comercial norteamericana -sería el tercero en la historia de este país- o se trata simplemente de una maniobra táctica para conseguir determinados resultados en los planos de la economía y la política internacional sin que exista una verdadera ruptura con el orden global existente antes de que el magnate neoyorquino ganase las elecciones.

El debate sobre el comercio con terceros países no es una rareza de Trump; desde hace más de dos siglos forma parte de la tradición de la que es hoy la primera democracia del mundo"

Si consideramos los hechos, más allá de la inflamada retórica de Trump, Méjico y Canadá quedan exentos de los aranceles sobre acero y aluminio, pendientes del resultado de la renegociación del NAFTA. En cuanto a nosotros, la Unión Europea, se han abierto conversaciones entre la Comisión y el Departamento de Comercio norteamericano para analizar en detalle aquellos productos que Estados Unidos considera que no reciben de nuestra parte un trato justo en nuestros intercambios. Si esta cuestión se soluciona favorablemente, tampoco habrá tasas a la importación para Europa. Al final todo parece indicar que el auténtico problema para la actual Administración norteamericana es China y que el aparatoso montaje proteccionista de Donald Trump, bajo la apariencia de una "guerra comercial" global, no es otra cosa que una operación de presión sobre el gigante asiático para que abandone sus prácticas de robo de tecnología a las compañías estadounidenses que operan en su territorio. Tras el acuerdo alcanzado entre Obama y Xi Jinping que acabó con el escandaloso ciberespionaje industrial que realizaba sistemáticamente China sobre las empresas norteamericanas, Pekín pasó al método de las transferencias "voluntarias" de tecnología a cambio de abrir sus mercados, campo en el que no hay obviamente reciprocidad posible. Y es esta forma de coacción a la que comprensiblemente Trump quiere poner fin.

Si esta tesis, sustentada por analistas tan autorizados como Martin Feldstein, es correcta, los europeos poco tenemos que temer, y bastará que Cecilia Malmström conduzca con éxito las negociaciones que está llevando a cabo con su homólogo norteamericano Wilbur Ross sobre puntos de carácter técnico perfectamente resolubles. Otra cosa son las consecuencias geoestratégicas que tenga la pugna entre China y Estados Unidos en el terreno comercial en relación a la crisis con Corea del Norte o a las tensiones en el Mar de China Meridional, cuyos efectos desestabilizadores para la paz mundial serían profundamente lesivos para la estrategia multilateralista europea.

No hay que olvidar, por otra parte, que en la actualidad muchas grandes corporaciones norteamericanas son globales y tienen sus cadenas de producción y distribución extendidas a todo el planeta y que suelen ser generosas donantes al Partido Republicano. En cuanto al sector financiero, las empresas del Silicon Valley y la industria del entretenimiento también operan en los cinco continentes y apoyan generalmente a los Demócratas. Es fácil deducir que poca gente entre las élites económicas de Estados Unidos siente simpatía por un endurecimiento de los obstáculos al comercio internacional.

Por consiguiente, es muy posible que la alarma suscitada en los países amigos y aliados de Estados Unidos por el supuesto regreso al proteccionismo de su actual Administración sea excesiva y al final el ruido supere en mucho a las nueces.

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