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Opinión

Aprobado en autoestima

La ministra de Educación, Isabel Celaá.

Con el proyecto legislativo en el Senado, la controversia en torno a la nueva Ley de Educación no cesa. No es para menos, pues las críticas se dirigen tanto a las formas en que se ha llevado a cabo el trámite parlamentario como a los cambios sustanciales que propone en el sistema educativo. De las prisas con que se ha tramitado son prueba elocuente las sesiones maratonianas en la Comisión de Educación, en la última de la cuales se debatieron (¡es un decir!) unas mil enmiendas en unas horas. La misma falta de consenso no es un defecto sobrevenido, pues fue concebida desde un principio como un proyecto divisivo; basta ver que el preámbulo de una ley orgánica no es el lugar más indicado para arremeter contra la anterior ley educativa.

De ahí que haya que proseguir la discusión. Si en el artículo anterior me ocupé de la polémica sobre el carácter vehicular del castellano, uno de los asuntos que más revuelo ha causado, aquí me gustaría señalar un aspecto aparentemente menor de la ley Celaá, del que se ha hablado poco, como es el papel de la autoestima en el sistema educativo. ¿Debe la escuela fomentar la autoestima de los estudiantes? Lejos de ser irrelevante, es una pregunta que afecta a los fines de la educación y al modo en que la entendemos.

A juzgar por el proyecto de ley, la respuesta tendría que ser un rotundo sí. Así se afirma a propósito de la educación infantil, cuando se establece que "los métodos de trabajo se basarán en las experiencias de aprendizaje emocionalmente positivas, las actividades y el juego y (sic) se aplicarán en un ambiente de afecto y confianza, para potenciar su autoestima e integración social y el establecimiento de un apego seguro". Uno podría pensar que eso responde a las necesidades especiales de niños tan pequeños, pero aparece igualmente en los principios pedagógicos de la primaria, cuando se enuncia el refuerzo de la autoestima como uno de sus objetivos. Y también se predica por dos veces de los alumnos de la secundaria obligatoria, en especial de los que vayan a ciclos formativos básicos, a los que "es importante proporcionar situaciones reales y satisfactorias de aprendizaje, relaciones, refuerzos y expectativas de logro reforzadoras de la autoestima". Mucho refuerzo, aunque la redacción deje que desear.

En diversas ocasiones se ha referido al daño a la autoestima del estudiante para justificar que se permita aprobar el Bachillerato con una asignatura suspensa

La ministra de Educación, Isabel Celaá, también se ha prodigado en declaraciones acerca de la autoestima. El año pasado en un encuentro nacional sobre las Escuelas de Segunda Oportunidad las alabó por su importante labor de "reconstruir la autoestima desgastada" de los jóvenes. En diversas ocasiones se ha referido al daño a la autoestima del estudiante para justificar que se permita aprobar el Bachillerato con una asignatura suspensa. Pero fue en una sesión parlamentaria de control al Gobierno donde explicó su postura: "La autoestima es un objetivo; construir la autoestima es un objetivo principal de la escuela. La escuela ha de ser el andamiaje que permita que los alumnos y las alumnas den un paso más para que cuando se retire el andamiaje (…) salgan seguros, dispuestos para enfrentar una vida con seguridad y confianza en sí mismos". "Construir" es un verbo ambicioso aquí. Con todo, se agradece la claridad con que se afirma que aumentar la autoestima ha de contarse entre las prioridades del sistema educativo.

Como en tantas cosas, uno tiene la impresión de que llegamos tarde a las modas. Pues hace tiempo que la autoestima se convirtió en un concepto fetiche de la cultura popular estadounidense, donde cuentan con una Asociación Nacional para la Autoestima (NASE). Oprah Winfrey resumió muy bien la inspiración cuando dijo aquello de que la falta de autoestima es "la raíz de todos los problemas en el mundo". No es cosa de quedarse corta. Terapeutas, psicólogos, padres, maestros y políticos se sumaron a este movimiento, asumiendo como artículo de fe que la baja autoestima estaba en la raíz de toda clase de problemas personales y sociales, como el consumo de drogas, los embarazos adolescentes, la delincuencia juvenil o el fracaso escolar. De hacer caso a algún estudio, hasta los terroristas arrastrarían problemas de autoestima.

Robustas conclusiones

Eso fue en los ochenta y los noventa. Desde entonces no son pocos los que han escrito contra el ‘mito de la autoestima’. En 2002 el psicólogo Lauren Slater publicó un artículo con el título ‘The Trouble with Self-Esteem’, donde criticaba la obsesión de la cultura americana con la autoestima y presentaba al público los trabajos académicos que cuestionaban su importancia. Investigadores como Nicholas Emler y Roy Baumeister, entre otros, han revisado cuidadosamente la literatura académica sobre la autoestima, examinando la evidencia empírica disponible. Contamos, por tanto, con conclusiones robustas sobre el asunto a las que vale la pena atender.

Si hablamos de la escuela, no hay evidencia para sostener que la mejora de la autoestima del alumno tenga efectos positivos en el rendimiento académico. Como señalan Baumeister y sus colaboradores, la correlación entre ambas cosas es débil y la autoestima no sirve como predictor del éxito escolar. Obsérvese que aquí no basta la mera correlación, sino que es determinante la dirección causal, porque si resultara que el éxito académico es el que aumenta la autoestima, y no al revés, de nada serviría alentar ésta. Cabe también la posibilidad de que haya otros factores causalmente relevantes que influyan tanto en la autoestima como en el rendimiento escolar. Tal parece ser el caso según algunos estudios, que apuntan a la capacidad, el papel de la familia y la trayectoria previa del estudiante.

Cualquier profesor sabe que la alabanza indiscriminada no sirve como refuerzo; desconectada del logro alcanzado, o del esfuerzo por conseguirlo, es un premio huero

No puede extrañar que los programas de mejora de la autoestima no funcionen si se basan en una hipótesis causal errónea. Es más, hay razones para pensar que potenciar artificialmente la autoestima puede tener efectos contraproducentes. En este sentido hay un interesante experimento de Forsyth y Kerr realizado con estudiantes universitarios de bajas calificaciones: divididos en dos grupos, a unos se les enviaron mensajes para reforzar su autoestima, mientras que a otros se les animaba a esforzarse y asumir su responsabilidad en el trabajo; en pruebas posteriores los estudiantes del primer grupo lo hicieron significativamente peor, cayendo la nota media por debajo del 50% al final de curso. Cualquier profesor sabe que la alabanza indiscriminada no sirve como refuerzo; desconectada del logro alcanzado, o del esfuerzo por conseguirlo, es un premio huero que no aprecia ni el que lo da ni el que lo recibe.

Hay mucha morralla en todo este asunto, como la suposición de que una alta autoestima sólo trae beneficios. Por lo que sabemos ahora, los perpetradores de agresiones y acosadores a menudo tienen una imagen muy favorable de sí mismos, como ocurre también con quienes exhiben actitudes negativas hacia las minorías o son propensos a conductas de riesgo. Cabe citar ejemplos absurdos como pedir a un delincuente con rasgos psicopáticos que se quiera más o se acepte a sí mismo, que cuenta Slater. Pero la cuestión es más sencilla: una alta autoestima cubre muchas cosas y no pocas indeseables. ¿Qué habría de bueno en una visión inflada de uno mismo, por encima de mérito y capacidad? Que tengamos un amplísimo vocabulario de términos negativos al respecto (soberbio, arrogante, engreído, altanero, fatuo, vanidoso, narcisista, petulante, por poner algunos) debería hacernos más precavidos, como poco.

El problema, como tantas veces, es la quincalla conceptual. Ya resulta embarullada la mezcla de creencias, actitudes y sentimientos que pasa por autoestima. Pero es peor aún si no se distingue ésta del respeto por uno mismo, como me temo. Que son cosas distintas se ve por que, como señalan los filósofos, la autoestima puede ser excesiva, pero no así el respeto por sí mismo; además éste puede ser un fundamento sólido de aquella, pero no al revés. Es una distinción relevante a la hora de considerar la relación entre el profesor y el alumno, pero vale igualmente fuera de la escuela. Lo que parece claro, en todo caso, es que con ideas confusas y modas trasnochadas, recicladas convenientemente por algún pedagogo, ni se educa bien ni se hace buena política.

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