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Análisis

Atardecer desde las Torres del Silencio de Yazd

El líder supremo iraní, Alí Jamenei.

Cae la tarde sobre Yazd, la que dicen ciudad habitada más antigua del mundo, parada obligada de las caravanas que seguían la ruta de la seda, tras otra jornada de calor agotador a las puertas del desierto de Dasht-e Kavir. Desde lo alto de una de las Torres del Silencio, los montículos fortaleza donde los zoroástricos inhumaban los cadáveres de sus muertos y donde la leyenda dice que se hallan las tumbas de los Reyes Magos, los perfiles de la ciudad, a casi 1.300 metros sobre el nivel del mar, se pierden encorsetados entre montañas de piedra rojiza e imponente arboladura, en las que el sol del atardecer dibuja un fascinante juego de luces y sombras. Tras vivaquear no pocos minutos en derredor, ante el turista se presenta Majid, 20 años recién cumplidos, con la sonrisa en los labios y la pregunta de rigor: where are you from? En Irán, un español no necesita tirar de inglés para aclarar su procedencia. España se entiende tan bien o mejor que Spain, un destino tan calurosamente acogido como sus grandes equipos de fútbol, los inevitables Real Madrid y Barcelona. Majid se dedica a impartir clases de inglés a alumnos de secundaria. Gana “entre 400 y 500 dólares mensuales”, y sí, “ése es un salario medio en la República Islámica de Irán”. La segunda pregunta, inevitable en un iraní cuando aborda a un extranjero por la calle, cosa que puede ocurrir muchas veces a lo largo del día, es siempre la misma: “¿Y qué piensas de Irán?”.

Las nuevas generaciones de este país de 80 millones de habitantes, fusión de etnias -persas (51%), azeríes (24%), kurdos (9%), gilakis (8%), árabes (3%), luros, beluchos, turcomanos, armenios-, y más de 3 veces la extensión de España, están tan traumatizadas por la propaganda del régimen de los ayatolás, según la cual el “esquema del mal” que encabeza la “América del Gran Satán” y su aliado Israel ha expandido de ellos la imagen del pérfido terrorista dispuesto a acabar con la paz mundial, que necesitan saber enseguida qué piensa el viajero de ellos y si realmente los ve como una especie de demonios. “¿Qué opinión tenías de nosotros antes de venir a Irán? ¿Y cómo nos ves ahora? Y realmente hay que decirles enseguida que sí, que son la gente más amable del mundo, la más abierta, incluso ingenua, dispuesta a invitarte a su casa tras apenas un intercambio de frases corteses, pero también la más sufrida, la más traumatizada por la falta de libertad de expresión y derecho al disenso, diariamente martilleada por unos canales de televisión donde todas las mañanas, a todas horas, un barbudo con enorme turbante dicta doctrina y distribuye normas de comportamiento moral de acuerdo con el Corán.

Es la ausencia de perspectivas de futuro, la extremada juventud de la pirámide poblacional de un país sometido a una férrea teocracia islámica, con una situación geográfica estratégica

Anochece en la plaza del Imán Komeini de Isfahan, un recinto, Patrimonio de la Humanidad, de 600 metros de largo por 200 de ancho, en torno a la cual se arracima el Gran Bazar. Al este de la plaza se alza la pequeña mezquita del jeque Lutfallah, sin duda una de las más hermosas del mundo; al norte, una de las puertas del Bazar; al oeste, el palacio de Ali Qapu construido por la dinastía Safávida, y al sur, la imponente mezquita del Shah, delante de la cual se realiza el Namaaz-e Jom'eh, el rezo de los viernes. A partir de las 6 de la tarde, cuando el sol empieza a perder su poder devastador, a ella se acercan las familias dispuestas a desplegar sus alfombras sobre la hierba y charlar, cenar, tomar helados, reír, llorar… La algarabía es total. La vida echa un turbión de libertad allí donde los clérigos no alcanzan con sus prédicas. La gran plaza de Isfahan es el crisol en el que Irán se mira al espejo cada anochecer, un espectáculo en el que se mezclan niños, ancianos, comerciantes, parejas, amigos, risas, ruidos, luces, agua… Así hasta que, al filo de las 10 de la noche, la gente se va retirando dispuesta a sacar sus colchones a las azoteas para poder dormir, momento en que la Plaza del Imán recupera su impresionante espectral silencio.

En la aldea troglodita de Meymand, también Patrimonio de la Humanidad, provincia de Kerman, una especie de Capadocia iraní de miles de años de antigüedad, filas de cuevas excavadas en la roca ladera abajo y un mísero valle al fondo donde cuatro árboles resisten verdes sin duda por un milagro de Alá. Apenas unas pocas cuevas aún habitadas y desolación en la mayoría de las abandonadas. Ni el más mísero reclamo turístico, aunque, de pronto, pandillas de mozalbetes salidos no se sabe dónde, tal vez de las aldeas cercanas dispuestos a matar su aburrimiento, irrumpen tratando de arrebatar con descaro al turista la gorra, las gafas de sol o lo que puedan, perdiéndose entre polvo y risas cuando son reprendidos. Es la ausencia de perspectivas de futuro, la extremada juventud de la pirámide poblacional de un país sometido a una férrea teocracia islámica, con una situación geográfica absolutamente estratégica: fronterizo con Pakistán y Afganistán por el este; Turkmenistán por el noreste; el mar Caspio por el norte (el gran oso ruso vigilando en lontananza); Azerbaiyán y Armenia por el noroeste; Turquía y el atormentado Irak por el oeste, y finalmente la costa del golfo Pérsico y el golfo de Omán por el sur, con Arabia Saudita, el otro gigante regional vigilando desde la otra orilla, y los ricos Emiratos frente al estrecho de Ormuz, con los rascacielos de Dubai casi presentes entre la niebla del amanecer desde Bandar Abbas.

¿Qué hacer con esos jóvenes que se buscan la vida en las ciudades conduciendo pequeñas motocicletas de forma suicida entre un tráfico imposible –los atascos de Madrid o Barcelona son una broma comparados con el rush hour de Teherán y sus 12 millones de habitantes-, y en el campo pastorea ganado o cultiva pistachos y arroz, además de aburrirse imaginando una vida mejor? ¿Qué hacer con los millones de iraníes sobre los que planea la estricta ortodoxia, el férreo control que impone el Consejo de Guardianes, el órgano colegiado integrado por los doce grandes Ayatolás que preside el Líder Supremo, el ayatolá Alí Jamenei, con poder de veto sobre cualquier decisión que adopte el Ejecutivo del presidente Hassan Rouhaní y que contraríe el espíritu de la revolución? Ellos son el cuello de botella que cierra la vía al progreso de este apasionante país, puerta obligada de paso entre Asia y Europa. En Masuleh, provincia de Gilán, preciosa aldea de montaña cercana al Caspio, donde el tejado de una fila de casas es el suelo de la calle siguiente, se acerca Amir, un joven que ha pasado tiempo en Estambul. Preguntado por la apertura del régimen, mira desconfiado a derecha e izquierda antes de hablar. “Bufff, esto ha cambiado muchísimo; hace unos años hubiera sido impensable ver a estas chicas –pantalones vaqueros ajustados, con la obligada blusa cubriéndoles el trasero, la cara perfectamente maquillada y la pañoleta que deja ver gran parte del pelo- sin el chador negro, pero pasar de aquí, seguir avanzando, va a ser muy difícil a pesar de la creciente presión de la gente joven”.  

La revolución fue un fracaso

Su economía lleva años estancada por el embargo a un régimen más empeñado en contar con la bomba atómica que en mejorar la vida de su gente

Cena con Hossein, un ingeniero que trabaja para una gran empresa española en Londres, de vacaciones en Irán. Una zona de modernos restaurantes en Teherán que ofrecen también arroz con Kebab (de pollo o de cordero, de cordero o pollo, a elegir), pero donde ni el kebab ni siquiera el arroz se parecen a lo que el turista se ve obligado a comer -estupendo el yogur con ajo- en cualquier rincón del país. “El 80% de la población está hoy convencida de que la revolución fue un fracaso y de que antes se vivía mejor, que ya es decir, pero no hay nada que hacer, no hay alternativa; la gente joven mejor preparada escapa al extranjero, principalmente a Europa, para dar rienda suelta a sus ansias de libertad”. El ambiente en aquel local parece tan occidental que una compañera de viaje se atreve a quitarse la pañoleta que cubre su cabeza. “Hazlo sin miedo, nadie te va a decir nada”, ¿Y por qué no lo hacemos todas? ¿Por qué no lo hacen todas las mujeres iraníes a la vez?, pregunta la española. “Pues tampoco pasaría nada; bueno, no pasaría nada el primer día, porque una semana después el 10% de la población masculina que respalda al Régimen, con la Guardia Revolucionaria Islámica (los Pasdarán) al frente, se presentarían en sus casas dispuestos a matarlas a palos…”

¿Hasta cuándo podrán los ayatolás seguir cercenando el futuro de millones de jóvenes de ambos sexos? ¿Hasta cuándo, castigando sus ansias de consumir, de viajar, de mejorar su nivel de vida? Con las mayores reservas de gas del mundo, las cuartas de petróleo y una enorme riqueza minera –empezando por el oro-, la economía iraní lleva años estancada, consecuencia del embargo al que la comunidad internacional sometió a un régimen más empeñado en contar con la bomba atómica que en mejorar el nivel de vida de su gente. En la periferia de las grandes ciudades –varias por encima del millón de habitantes- se apilan decenas de mastodónticos edificios de apartamentos que parecen abandonados, con su esqueleto de cemento a la intemperie, las grúas igualmente paradas, como si todo el país se hubiera detenido en espera del resultado final de la batalla de los ayatolás contra el eje del mal que encabezan los USA (obligada la visita en Teherán a los muros de su embajada, testigos de la imaginería grafitera llamando a la guerra santa contra el infiel).   

Ha sido el parón económico y el creciente descontento (“es difícil ver policía por las calles –donde la sensación de seguridad para el turista, como en toda dictadura, es total-, pero hay mucha policía secreta, mucho informante, mucho control social”, comenta Alireza en la preciosa Shiraz), la que ha obligado a los ayatolás a suscribir un acuerdo que pone fin a la amenaza que su programa nuclear representaba para la paz, a cambio del levantamiento de las sanciones económicas. Aunque ello no se producirá hasta que Teherán pueda demostrar que ha cumplido a plena satisfacción los compromisos contraídos, lo cual no sucederá hasta la próxima primavera como pronto, Irán podrá pronto disponer de los fondos que tiene congelados en el exterior por importe cercano a 150.000 millones de dólares. Para el país se abre la posibilidad de un regreso a la normalidad económica. Pronto podrá producir y exportar hidrocarburos sin las actuales restricciones y comenzar a invertir en la modernización de sus obsoletas infraestructuras, lo que hará posible al Gobierno del presidente Rouhaní cumplir con la que fuera su gran promesa electoral: aumentar el bienestar de la población.

La senda hacia la normalización no tiene vuelta atrás. Es difícil que la población pueda aguantar mucho más el actual estado de postración que soporta

A pesar de las inevitables proclamas contra el "eje del mal" que el propio Líder Supremo sigue lanzando en los medios oficiales para tranquilizar a los sectores más radicales del régimen, la senda hacia la normalización no tiene vuelta atrás, so pena de poner en jaque la propia revolución. Es difícil que la población pueda aguantar mucho más el actual estado de postración que soporta. La política del moderado Rouhaní, que llegó al poder de forma inesperada en agosto de 2013 con un programa basado en la apertura de Irán al mundo, la suavización de la represión interna y, sobre todo, el relanzamiento de la actividad económica, muy dañada por las sanciones y por la mala gestión de su predecesor, el brutal Ahmadineyad, parece empezar a dar sus frutos, gracias al acuerdo nuclear (por el que acaba de ser felicitado por el propio Jamenei), el recorte de la inflación y la vuelta a un cierto crecimiento económico.

Un Plan Marshall para desarrollar Irán

El Reino Unido y Teherán acaban de anunciar el restablecimiento de relaciones diplomáticas, y en no pocas cancillerías occidentales se empieza a hablar de la posibilidad de un gigantesco Plan Marshall para Irán en el que la comunidad internacional, fundamentalmente Estados Unidos, invertiría la friolera de 500.000 millones de dólares en el desarrollo de las infraestructuras iraníes. Todo con cargo al petróleo y gas local. De hecho ya hay empresas constructoras españolas moviendo ficha, es decir, contactando lobistas internacionales para situarse en buena posición en la línea de salida de ese big business. Para los USA, la consigna es clara: si no puedes derrotar a tu enemigo, únete a él. Irán se encamina hacia una suerte de “capitalismo islamista”, con un régimen teocrático sólidamente establecido con la ayuda de un férreo aparato represor, difícilmente derrocable dada la ausencia de cualquier oposición organizada, empeñado en mejorar las condiciones de vida de su gente a uña de caballo. Una vía de desarrollo a la china.    

Se trata de convertir la antigua Persia en una potencia económica con un régimen de partido único. Y una potencia militar también. Enemigo a muerte del ISIS que hoy destruye Siria e Irak, en Washington acarician la idea de convertir a Teherán en el gran gendarme de una región tan absolutamente estratégica que, en comparación, la aburrida trifulca española queda convertida en un juego de niños. Sería la contrapartida al macroprograma inversor antes citado. Muchas cosas tendrían que cambiar para hacer realidad ese sueño, en un país que tiene hoy tropas desplegadas en los conflictos armados de Siria, Irak y Yemen, y que, en la fanática guerra sectaria que enfrenta a chiitas y sunnitas, es el primer financiador de grupos terroristas como Hezbolá, empeñado en borrar del mapa al Estado de Israel (el régimen de los ayatolás acaba de prohibir un concierto que Daniel Baremboim tenía previsto ofrecer en Teherán con la Staatskapelle de Berlín), pero murallas más fuertes han caído derribadas por la fuerza del gran dinero.

En los beneficios del desarrollo están puestas las esperanzas de millones de jóvenes iraníes, esos jóvenes que no acuden a las mezquitas para la oración del viernes, y que se reúnen en casas particulares para celebrar sus fiestas, charlar, reír con sus amigos, hablar de sexo y beber zumos y colas –los más pudientes, los más arriesgados, alcohol, claro está-. Vuelve a la carga Majid, en la cima de las Torres del Silencio de Yazd, mientras las sombras de la noche se van apoderando de la ciudad: “No veo el momento de poder salir al extranjero; toda mi ilusión es poder viajar por el mundo, sueño con ello”. A la hora de la despedida, la inevitable pregunta se hace de nuevo presente: “Pero no me has terminado de decir qué piensas de Irán…”.

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