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Análisis

Rajoy escribió el réquiem de Soria en su visita a las casas colgadas de Cuenca

José Manuel Soria y Mariano Rajoy, en una imagen de archivo

Rajoy había tomado su decisión el jueves, en Cuenca, cuando tuvo que escapar al galope de los periodistas congregados para un acto del PP sobre las diputaciones. El presidente ya había conversado de nuevo con José Manuel Soria y no le entendía nada. Esta vez, no le creyó. Sus explicaciones eran un galimatías indigerible. Un engaño. Ni en el partido ni el Gobierno se fiaban ya de las excusas del ministro. Jersey le había sentenciado. Algunos de los dirigentes del PP presentes en la ciudad de las casas colgadas mostraron en privado su malestar. “Esto tiene que acabarse”. Cospedal y Arenas, allí presentes, oficiaron de transmisores de la ira.

La agenda del presidente incluye otro acto para este sábado en Zaragoza. “Otro papelón”, le comentó Rajoy a un alto cargo de su formación. No estaba dispuesto a que se repitiera la misma escena, la persecución de las cámaras, los esquinazos, los silencios esquivos, el alboroto mediático, y menos a dos días de arrancar la precampaña electoral. Ni a vivir otro viacrucis a lo Bárcenas. Nada de “Soria sé fuerte”.  Esta vez, no. Era necesario poner fin a la pesadilla.

Poner fin a la función

En el entorno presidencial se abrió un debate sobre cómo aborar el inevitable punto final. Soria estaba políticamente ‘muerto’, pero había que escribir su último acto, su réquiem. De un lado se alineaban los partidarios de que el minsitro se ‘achicharrara’ en el Congreso, bajo la fusilería implacable de todos los grupos de la oposición, y luego asumiera sin matices su responsabilidad, pidiera perdón por los daños causados, dejara limpio el nombre del presidente y presentara su renuncia. Querían que se convirtiera en una especie de ‘cortafuegos’ para que el escándalo no salpicara ni al Ejecutivo ni al PP.

Sáenz de Santamaría forzó la máquina. Todo debía estar resuelto antes del Consejo de Ministros

En la otra banda aparecían los partidarios que juzgaban imprescindible la dimisión inmediata, el cese político automático, el alejamiento sin contemplaciones. “Nos ha mentido, a nosotros y a toda la sociedad. Eso se paga”, comentaba un miembro del equipo gubernamental. Sáenz de Santamaría, poco amiga del protagonista del affaire, forzó la máquina. Todo debía estar resuelto antes del Consejo de Ministros. La mancha de Soria no debía salpicar al Gabinete. Este sector insistía en cortar por lo sano, cada día de crisis es un día de incendio y el lunes podía convertirse en un aquelarre. Mantener a Soria en su cargo tres días se antojaba una eternidad.

El criterio de la vicepresidenta era compartido prácticamente por todo el Gabinete. No quería presentarse en la sala de prensa tras el Consejo de Ministros para recibir un bombardeo de preguntas sobre el escándalo. “Que cada palo aguante su vela”, se comentaba en su círculo. “No se va a comer ella este marrón”, añadían. Y el presidente se inclinó por la ‘ejecución’ sumaria. Habló de nuevo con su ministro el jueves, que se afanaba en Canarias a la búsqueda de material para su defensa. Iba a pasar todo el fin de semana en la isla preparando su imposible defensa. Rajoy se convenció de que ese camino no tenía otra salida.

Tras algún debate interno en Moncloa, a las diez de la noche del jueves se emitió un comunicado en el que se anunciaba que el ministro no estaría presente en la reunión el Gabinete. Era la antesala del finiquito. El viernes, tras otra charla telefónica, el atribulado Soria, que para entonces seguía aún empeñado en presentarse ante la Cámara, tuvo que rendirse a la evidencia, y acatar las instrucciones de su jefe. Redactó a las prisas un comunicado en el que anunciaba su renuncia a la cartera, al acta de diputado y a su presidencia del PP canario. La número dos del Ejecutivo se sale con la suya. Rajoy, muy a su pesar, ya que Soria no sólo era un estrecho colaborador, un fiel escudero, sino también uno de sus escasos amigos en el mundo de la política, inclinó el pulgar hacia abajo.   

Explicaciones imposibles

Ha sido una semana muy larga, con el vértice de los acontecimientos en un jueves endiablado, rebosante de rumores, versiones y chismes. Ese día, miembros del Gabinete callaron, incluso los más fieles, los del denominado G-8, el núcleo duro del ‘marianismo’. Desde el partido se enviaban mensajes a Moncloa para que se procediera cuanto antes al sacrificio. Nadie creía ya en las laberínticas explicaciones sobre el jeroglífico. El ministro, ya sin apoyos ni palabras de aliento, viajó a Canarias con dos asesores para rebuscar material, localizar documentos y armar su comparecencia ante el Congreso en la tarde del lunes. Quería dar explicaciones sobre algo imposible, pensaban en Moncloa.

Soria se ha convertido este viernes en el quinto ministro que sale de un Gobierno de Rajoy. Gallardón, Mato, Cañete y Wert fueron sus predecesores. “Mi idea es concluir la legislatura sin hacer cambios en el gobierno”, había insistido siempre cuando se le preguntaba sobre el particular. Las circunstancias no le han permitido cumplir sus objetivos.

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