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Análisis

¿Tiene España solución?

Mariano Rajoy en una imagen de archivo

Vivimos una crisis general. Los partidos están deshechos, rotos, sin liderazgo real ni programa político. El sistema electoral es un fraude que además de sobredimensionar a los secesionistas no genera instituciones verdaderamente representativas ni gobiernos fuertes. El Estado de las Autonomías ha fracasado. No ha servido para contentar a los nacionalistas, sino todo lo contrario: abrir una vía para la independencia, al tiempo que ha creado identidades nacionales donde antes no había nada más que patriotismo de campanario, aumentando la burocracia, el gasto público, y la dependencia del ciudadano del gobierno regional de turno. Pero es que, además, en estos cuarenta años de régimen del 78, no se ha creado una sociedad civil, sino un Estado gigantesco sobre la base del consenso socialdemócrata.

Los mejores profesionales de las clases medias son apartados de la política, que es acaparada por tecnócratas ambiciosos y mediocres gestores de lo público

Los mejores profesionales de las clases medias son apartados de la política, que es acaparada por tecnócratas ambiciosos, mediocres gestores de lo público, que conforman una “clase política”. Así, entre la apatía y el desdén, la sociedad se ancla a la dictadura de lo políticamente correcto, generando una mentalidad colectiva que no tiende a una democracia de más calidad, sino a formas autoritarias de gobierno tecnocrático, revestido, eso sí, de un discurso “democrático”. En esta situación, ¿cómo no se va a poner en cuestión la Constitución del 78 y la Transición, si fueron un parche que no ha puesto los pilares de una democracia sólida para una sociedad madura?

Cuando Ortega pronunció en marzo de 1914 la decisiva conferencia “Vieja y nueva política” lo tuvo claro: “asistimos al fin de la crisis de la Restauración, crisis de sus hombres, de sus partidos, de sus periódicos, de sus procedimientos, de sus ideas, de sus gustos y hasta de su vocabulario”. Estamos otra vez en 1914.

En una crisis de régimen lo primero que ha de cambiar son los partidos. El PP es una organización agotada, que ha adoptado la mentalidad y la política socialdemócrata, con un discurso economicista sin más principio que el consenso, y empeñado en una política social para “combatir” a la izquierda. La dirección de Rajoy, así, ha conseguido la desaprobación de todos los grupos del centro derecha: desde los liberales, traicionados en 2011, hasta los conservadores. La pérdida de 3,5 millones de votos y, lo que es peor, la desafección y falta de ilusión tras desaprovechar una legislatura de mayoría absoluta, son determinantes.

En consecuencia, la renovación del PP debería ser completa. Rajoy no tiene ninguna de las características del liderazgo –no crea lealtades fuera del círculo de poder, ni comunica confianza-, por lo que es inapropiado para tiempos de crisis. La oligarquía que ha reunido en torno suyo, y él, han de irse y dejar paso a una dirección nueva que impulse el partido hacia una democracia interna y continua que implique al afiliado –no basta con elegir al cargo desde abajo; hay que fiscalizar sus decisione–, que promueva el contacto con la sociedad, y que aplique técnicas de comunicación distintas. Ese nuevo PP debe recuperar la ideología, dar la batalla de las ideas, tener un discurso político identificable basado en el liberalismo, en devolver al individuo la iniciativa, liberándolo de la dependencia estatal. Porque ahora, en su combate de perfil bajo por “el centro”, no genera simpatías ni votos. No se han enterado de que hay un centro derecha español numeroso que desea votar, pero al que no se le dan argumentos suficientes. El nuevo PP, si es que llega, tiene que desarrollar una estrategia de implicación social y creación de “sociedad civil”; es decir, vincularse con los movimientos sociales y captar a los mejores, no a gestores vasallos.

El PSOE vive en el solar populista que dejó Zapatero, generador de la “democracia sentimental” en la que vivimos y sobre la que se ha desarrollado Podemos

El PSOE vive en el solar populista que dejó Zapatero, generador de la “democracia sentimental” en la que vivimos y sobre la que se ha desarrollado Podemos. El socialismo español es un reflejo del Estado de las Autonomías: no hay un proyecto unificador y general, sino que mandan los barones. El ascenso y caída de Pedro Sánchez ha sido la culminación de ese mal modo de funcionamiento interno, de un discurso anti-derecha trasnochado y destructor, y del abrazo a un populismo socialista que ha sido su tumba electoral. Desde el momento en que el PSOE no es la alternativa estando en la oposición, se puede considerar muerto. Cuanto más tiempo tarde Pedro Sánchez en reconocerlo, convocar un congreso e irse, más paladas de tierra habrá echado Podemos sobre la tumba del PSOE.

La solución parece pasar por Susana Díaz, la recuperación del discurso nacional, y la vuelta a la identificación entre el líder, la dirección federal y las bases. Ese “nuevo” PSOE tendría dos opciones: apoyar a un gobierno del PP en minoría, aprovechando ese tiempo para fortalecerse como alternativa, o forzar unas nuevas elecciones con un líder, mensaje y actitud distintos. Y lo tienen sencillo, porque el régimen del 78 está pensado para la socialdemocracia; solo les falta combinar un líder respaldado por el partido y un programa con sentido de Estado, europeo, no emocional ni populista.

Podemos representa el fallo del régimen, ese populismo autoritario que tergiversa el sentido de la democracia, que ha crecido al socaire del consenso socialdemócrata y de la sentimentalización de la política. Ni siquiera es un partido; es un conglomerado de grupúsculos más o menos antisistema, locos por la ingeniería social, por definir hasta el más mínimo detalle de la vida pública y privada. El PP de Rajoy creyó que alimentar a Podemos, en esa equivocada estrategia del miedo y del fraccionamiento de la izquierda, les iba a beneficiar, pero los podemitas marcaron la agenda política, el lenguaje y se ganaron al votante del odio. Y Pedro Sánchez pensó que la alianza con Podemos para lograr un “mapa rojo” de España fortalecería su posición, cuando en realidad ha dado alas a los de Pablo Iglesias como alternativa al PP. La solución a Podemos, verdadero ganador del 20-D porque el régimen está sin pulso, es no convertirlos en la alternativa y que los medios de comunicación, a los que tanto deben, traten sus casos de corrupción, financiación y delitos penales con la misma saña que hacen con el resto de partidos.

Ciudadanos aún tiene un servicio que prestar: la gobernabilidad

Ciudadanos ha sido el gran fiasco de estas elecciones. Hicieron una horrenda campaña electoral, que sobreexpuso a Albert Rivera y lo equiparó a la vez con el antisistema Iglesias y con Adolfo Suárez, y que transmitió el mensaje de que votar a C’s era inútil porque no darían su apoyo a nadie si no gobernaban. Sin estructura de partido nacional estable, lleno de arribistas e ingenuos, con un programa hoy socialdemócrata y mañana liberal, la campaña diseñada por los asesores de Rivera entrará en los manuales de marketing electoral como contraejemplo. Es el partido que tiene menos solución. No tiene espacio político, y pasó su oportunidad de convertirse en el aglutinador del centro izquierda español. Sin embargo, aún tiene un servicio que prestar: la gobernabilidad. Rivera debería librarse de ingenieros sociales, esos amantes de la pizarra y del cursillo de oratoria, y volver a la defensa de unos principios, pero con profundidad y seriedad, rodeándose no de vasallos, sino de los mejores. Difícil.

Muchos cambios, pero no imposibles. Ya decía Ortega en esa conferencia que al hablar de la nueva política no iba a “inventar ningún nuevo mundo”, solo quería una España “vertebrada y en pie”.

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