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Análisis

Algo está en el aire: una campaña atípica

Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría, antes del debate televisivo del pasado lunes

Las campañas españolas a las Cortes se han caracterizado por un alto grado de previsibilidad, dejando un margen pequeño a la sorpresa. Salvo, tal vez, las de 1993, siempre ha ganado quien era muy previsible que lo hiciera. Junto a este factor escasamente abierto a lo inesperado, nuestras campañas se han visto sometidas a una peculiar deformación, han parecido ser presidenciales, cuando sirven, en realidad, a unas elecciones parlamentarias, pero es que el Parlamento es el gran perjudicado de nuestro sistema político, porque ha perdido su condición de controlador del Ejecutivo y se ha convertido, casi, en un mero apéndice de los aparatos presidenciales. Detrás de una institución con función nominalmente representativa se ha escondido, sobre todo desde 1982, una máquina profundamente dogmática, la de los partidos, un musculoso animal político dirigido con férrea determinación y voluntad irrestricta por un líder, ese que los españoles creen haber elegido directamente cuando mejor sería decir que han caído en sus redes.

El esquema funcional que ha venido dominando la vida política española a través de dos fuerzas antagónicas, se viene deteriorando muy seriamente desde el año 2004

Este esquema funcional que ha venido dominando la vida política española a través de dos fuerzas antagónicas, se viene deteriorando muy seriamente desde el año 2004, y así lo muestra la gráfica adjunta del CIS que mide el aprecio del conjunto gobierno/oposición, que, aunque se haya recuperado mínimamente en los últimos meses, pone de manifiesto una profunda disconformidad de la opinión con el trabajo de ambos actores. Raro sería, pues, que ese desencanto de fondo con los protagonistas habituales no se hiciese presente en una campaña, y de ahí la apertura a la sorpresa que, de una u otra forma, detectan las encuestas. 

Es interesante preguntarse cómo han reaccionado los dos grandes partidos ante esa desafección profunda. El PSOE ha gozado de una cierta ventaja al experimentar antes el descalabro, ya en 2011, y me parece que, detalles al margen, Pedro Sánchez acierta tratando de desactivar ese deterioro mediante una recuperación del valor simbólico de sus siglas, cultivando directamente sus electorados y llamando al voto útil para desalojar a Rajoy. El PSOE tiene claro cuál es su oportunidad, y así se hizo notar en el reciente debate televisivo a cuatro, aunque tal vez eso no le baste dada la magnitud del roto.

El PP de Rajoy, tras ganar recordando al PP de 1996, se ha esforzado en mostrarse como si fuese un partido nuevo, posmoderno, frío, sorayesco y marisabidillo, dispuesto a lo que sea con tal de mantenerse en el poder, abdicando abiertamente de principios que le permitieron ser una organización de base muy amplia. Baste recordar que no es ni siquiera imaginable un ministro de izquierdas con la saña recaudadora de Montoro, al que ha habido que disimular en una lista larga como la de Madrid para evitar que siendo cabeza provincial sufriese un descalabro específico. Rajoy y Soraya apuestan por un futuro que no se sabe de quién es, y están doblemente condenados a sufrir el ataque de los rivales, y el desdén de muy buena parte de quienes una vez les dieron el voto.

Se va a apostar más por la esperanza que por el miedo o la repetición de un esquema político que está ampliamente desacreditado

Con los errores de ambos protagonistas históricos ha sido inevitable la eclosión de nuevos actores que se están dando a conocer con deslices de primerizos, pero con el empuje de una demanda social sólida y urgente que los partidos clásicos no han sabido entender ni encauzar. Como en los versos de Machado, el anhelo de novedad y cambio tiene “confusa la historia, pero clara la pena”, y eso significa que se va a apostar más por la esperanza que por el miedo o la repetición de un esquema político que está ampliamente desacreditado.

Lo que se ventila en esta campaña es la composición del nuevo Parlamento, no un presidente, y lo que los viejos partidos quieren es forzar la elección entre dos únicas marcas, cuando el descontento social se refiere exclusivamente a ellas. Por eso el miedo se disfraza de desconfianza sobre a quién votarán como presidente unos y otros, con un temor a los pactos que son inevitables en los regímenes parlamentarios, y que, salvo en caso de mayoría absoluta, ahora imposible, han existido siempre en España, mientras que la esperanza apunta a una forma nueva de hacer política que no se reduzca al miserable enfrentamiento frontal entre dos protagonistas marrulleros que, para colmo, acaban por hacer políticas intercambiables, casi idénticas para su mutuo refuerzo.

Esta campaña muestra que estamos ante una de esas mutaciones capaces de mover el mapa político muy fuera de sus contornos habituales

Son muchas las razones que hacen preferible la democracia a cualquier sistema supuestamente inspirado en principios superiores al de la voluntad ciudadana, pero, entre ellos, cabe apuntar al hecho de que los electorados raramente se equivocan, porque su decisión soberana suele ser un retrato fiel de corrientes muy de fondo que asoman poco a poco, pero que acaban por imponerse con fuerza y determinación. Esta campaña muestra que estamos ante una de esas mutaciones capaces de mover el mapa político muy fuera de sus contornos habituales, y eso es lo que pasará porque eso es lo que espera que pase una amplia mayoría de los electores. Los nuevos partidos defienden valores nítidos, los viejos tratan de disimular sus achaques como pueden, y de esa competencia desigual entre el miedo a perder el poder y la oposición, a dejar de ser esenciales, y la esperanza de alcanzar algo distinto y mejor, aunque aún parezca no tener forma precisa, es más que posible que acabe por surgir alguna novedad auténtica. Es ese aire de ilusión y regocijo el que va a llevar a las urnas a muchísimos españoles que no quieren renunciar a que la democracia avance con alegría y confianza.

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