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Análisis

Bruselas o el temor

Ejército y Policía belgas patrullan por las calles de Bruselas.

Un atentado más, esta vez en Bruselas. Otra ciudad golpeada por la barbarie, otra vez con decenas de víctimas. De nuevo, se alzan voces hablando de una guerra sin precedentes, un conflicto entre dos formas de ver el mundo. De nuevo tenemos políticos, comentaristas y opinadores pidiendo acción. De nuevo, es el momento de buscar cierta perspectiva, y reaccionar con calma.

Lo cierto es que el terrorismo en Europa no es algo sin precedentes, y no es peor hoy de lo que ha sido otras veces. En contra de lo que algunos dicen, no estamos ante una amenaza existencial contra la civilización, cultura y democracia europeas, y desde luego, no estamos ante un enemigo que exija una respuesta militar inmediata o futura. Veamos por qué.

En 1979, según datos de la Global Terrorism Database, Europa Occidental registró 1.019 ataques terroristas, o casi tres atentados al día

Empecemos con un poco de perspectiva, mirando hacia finales de los años setenta. En 1979, según datos de la Global Terrorism Database, Europa Occidental registró 1.019 ataques terroristas, o casi tres atentados al día. 223 de esos atentados tuvieron víctimas mortales; el total de muertes fue 301 personas. El peor fue el 27 de agosto, cuando el IRA asesinó 18 soldados británicos en una emboscada en Warrenpoint haciendo estallar dos bombas.

De 1973 a 1980, Europa sufrió entre 250 y 400 muertes en atentados terroristas cada año, sin excepción, con más de 10 atentados cada semana. La cifra de víctimas se mantuvo por encima de los 200 hasta 1990. El año con más víctimas fue 1988, con 440, debido a la bomba en el Pan Am 103 en Lockerbie. Entre 1995 y hoy apenas hay atentados con víctimas; el 2004, con los ataques del 11-M, es una de las contadas, horrorosas excepciones.

¿Quiénes eran los terroristas en los turbulentos años setenta y ochenta? Una combinación de terroristas islámicos (nadie se acuerda, pero la Jihad Islámica mató 18 personas en Torrejón en 1985), nacionalistas radicales (son los peores años del IRA y ETA) y una auténtica constelación de grupos ultras, especialmente en Italia y Alemania. Los atentados casi nunca superaban la decena de víctimas; la violencia era más selectiva, y los ataques menos espectaculares. Pero el volumen de los ataques, y el número total de víctimas, era muy superior a lo que hemos visto estos días de terror jihadista. Los atentados de Bruselas, París, Londres y Bélgica estos últimos años son una tragedia. Son también especialmente traumáticos porque son eventos extraordinarios, súbitas erupciones de barbarie tras dos décadas excepcionalmente tranquilas.

Del mismo modo que Europa sobrevivió los años de plomo de los setenta y ochenta, también sobrevivirá ahora, en la era de los ataques indiscriminados. Las democracias modernas son a la vez muy vulnerables al terrorismo, al ser sociedades libres y abiertas, pero también son increíblemente resistentes a grupos armados. Un gobierno basado en la legitimidad popular y el estado de derecho puede afrontar desafíos a su autoridad durante años ante actores que intenten disputarle el monopolio de la violencia. Cuando un estado no depende para sobrevivir de su promesa de seguridad o crecimiento económico, sino del derecho y las libertades, su capacidad para afrontar el terrorismo es enorme.

Por mucho que digan lo contrario, el Estado Islámico no es una amenaza existencial para Europa. Cada vez parece más claro que ISIS está perdiendo la guerra en Siria e Irak; sus fuerzas armadas ni siquiera son capaces de sobrevivir en una guerra contra las milicias de dos estados fallidos. Incluso en el improbable escenario que fueran capaces de conquistar ambos estados, el PIB combinado de Irak y Siria es menor que el de Bélgica.

El objetivo de ISIS es provocar una reacción excesiva, desmesurada, que acabe por debilitar a las democracias occidentales

La realidad es que el terrorismo no es una muestra de fortaleza, sino de debilidad. Una organización, estado o guerrilla recurre a ataques indiscriminado contra objetivos civiles desprotegidos cuando literalmente no tiene capacidad para hacer nada más allá. El objetivo no es derrotar a su adversario o llevarle a su rendición. El estado islámico sabe que las democracias europeas no dejarán de serlo por unos atentados, y que no pararán de bombardear a ISIS y armar a sus adversarios por ello. Su objetivo es provocar una reacción excesiva, desmesurada, que acabe por debilitarles.

ISIS busca que Europa responda de forma lo suficiente desmesurada como para que sus acciones sea contraproductivas. Occidente podría acabar reprimiendo de forma indiscriminada sus minorías musulmanas, provocando una escalada, o lanzando una ofensiva militar terrestre en Siria que haría que ISIS pasaran de opresores a la resistencia contra la invasión en cuestión de días. En ambos casos, el Estado Islámico se vería reforzado por los errores estratégicos ajenos, no por su propia fortaleza.

Ante el terrorismo no hay respuestas fáciles: el coste de cometer atentados es bajo, y es imposible (e ilegal) para cualquier estado moderno vigilar a todo el mundo constantemente. Dejando de lado el hecho que es probable que Bélgica sea un país mal equipado para combatir bandas terroristas (por falta de recursos y experiencia en la materia), los gobiernos europeos deben responder a los ataques de forma paciente.

Deben recurrir, por un lado, al trabajo policial de toda la vida, con investigaciones lentas, pausadas y meticulosas. En España tenemos el ejemplo de la larga lucha policial contra ETA, que acabó por ahogar a la banda. El terrorismo islamista va a requerir un esfuerzo comparable, quizás menor al estar menos arraigado socialmente. Para que la labor policial tenga éxito será necesaria mucha más cooperación entre estados, y quizás incluso la creación de algo parecido a un FBI europeo. 

No hablamos de integristas que cometen atentados en nombre de Dios, sino de hombres desafectos y ya al margen de la sociedad

Por otro lado, los estados europeos deben afrontar el problema real de alienación, exclusión social y discriminación que viven sus minorías musulmanas. Esto debería hacerse independientemente si es una causa o no del terrorismo en el continente, por pura justicia social. Aun así, hay señales que indican que los terroristas de París, Londres, Madrid o Bruselas no son individuos que se fanatizan en el islamismo, sino gente potencialmente violenta e ISIS utiliza su desafección como un vehículo. Es decir, no hablamos de integristas que cometen atentados en nombre de Dios, sino de hombres desafectos y ya al margen de la sociedad (a menudo criminales de poca monta), que ven a ISIS una forma de legitimar su rebeldía. Son gente que en 1978 quizás hubieran abrazado el maoísmo, pero hoy se vuelven islamistas.

Ante todo, debemos reaccionar con calma. Los atentados terroristas son eventos trágicos, la clase de desastres que generan una reacción visceral, airada, violenta. Son sentimientos comprensibles, incluso loables, pero la indignación debe dar paso a la prudencia y cautela. Vamos a ver más atentados, y vamos a sufrir más muertes. Pero al terrorismo se le derrota con inteligencia, trabajo policial y paciencia, no con respuestas indiscriminadas o balas de plata.

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