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Análisis

Un québécois para Canadá, ¿un catalán para España?

Justin Trudeau, primer ministro electo de Canadá.

“Más de una vez ocurrió que a medio día no pude quedarme a comer en el colegio porque tenía que ir corriendo a casa para almorzar con la Reina, por ejemplo, como de hecho ocurrió. Pero mi padre nos inculcó la idea de que esto era un privilegio y al mismo tiempo una responsabilidad, y que además no nos hacía mejores que el resto de los compañeros, si acaso, unos niños con tanta suerte como para poder conocer a personajes semejantes”. Habla Justin Trudeau, 43 años, nuevo primer ministro de Canadá desde las elecciones del domingo pasado, en las que su Partido Liberal (PL) arrasó al Partido Conservador de Stephen Harper con una mayoría absoluta de 185 escaños, una victoria por la que nadie hubiera apostado un penique hace apenas medio año, cuando el joven, brillante, atlético, Justin era apenas el “hijo de papá”, un “niño bonito” para el resto de partidos.

Justin será el segundo mandatario –tras su propio padre- canadiense proveniente de la francófona, la independentista Quebec. Su discurso en la madrugada del lunes al martes pasado -mitad en inglés, mitad en francés- reconociendo con gran serenidad su abrumadora victoria; su determinación a la hora de ofrecerse como un primer ministro para todos; su maestría dialéctica, y esa innata capacidad para transmitir certidumbre a la audiencia, lo convierte en la figura del momento y quizá en el líder más atractivo de la política mundial, mientras, a este lado del Atlántico, en las riberas de Iberia, hace obligada la comparación con otro político joven y guapo como él, carismático como él, llamado a jugar un papel clave en el inmediato futuro español. Un québécois para Canadá, ¿un catalán para España?

Su determinación a la hora de ofrecerse como el primer ministro para todos lo convierte en figura del momento

Al contrario que Albert Rivera, 35 años, hijo de un barcelonés y una malagueña de clase media baja, tenderos de barrio que jamás tuvieron el menor contacto con la política activa, el joven Trudeau creció bajo los focos de la carrera política de su padre, Pierre E. Trudeau, primer ministro durante 15 años, quizá el político más carismático de la historia de Canadá (de “trudomanía” llegó a hablarse en su tiempo), presa de una vida familiar salpicada por los escándalos amorosos provocados por su mujer, Margaret Sinclair, 29 años más joven que él, y madre del nuevo primer ministro. “Mi vida ha resultado ser una extraña mezcla entre lo exclusivo y lo plebeyo, entre el niño que vive en la residencia del primer ministro en Ottawa y el que todas las mañanas coge el autobús escolar para ir al colegio”. Nada hacía presagiar, sin embargo, que el joven Justin, más interesado en oficios varios, algunos tan pintorescos como el boxeo, fuera a seguir los pasos de su progenitor en la política. Un acontecimiento, sin embargo, iba a cambiar el curso de su vida: la muerte de su padre en septiembre de 2000. En el funeral de Estado que se le rindió, Justin, entonces 29, leyó un elogio fúnebre cuya inusual entereza levantó una ola de admiración de costa a costa. “Más que ninguna otra cosa, para mí fue un padre. Nos quiso con la pasión y la devoción que presidió su vida. Nos enseñó a creer en nosotros, a defendernos solos, a conocernos mejor y a aceptar la responsabilidad de nuestros actos. Había nacido una estrella de la política canadiense.

Pierre Trudeau, el padre del moderno Canadá

Fue Pierre Trudeau –responsable de la imagen de modernidad que hoy exhibe Canadá, con leyes sobre la homosexualidad, el aborto y el divorcio; con profundas reformas en pro del federalismo, el multiculturalismo y el bilingüismo- quien imprimió un giro a la izquierda al PL, y ha sido su hijo Justin quien ha profundizado en esa dirección, hasta el punto de hacer de él lo más parecido a un partido socialdemócrata europeo, casi un calco del laborismo británico, al menos hasta la aparición en escena del polémico Jeremy Corbyn. El programa económico del nuevo primer ministro incluye subidas de impuestos a los más ricos, fuertes inversiones en infraestructuras capaces de generar "un moderado déficit", y una panoplia de medidas medioambientales. ¿Centro derecha? ¿Centro izquierda? Es el indefinido territorio donde se mueve la ideología de Rivera, una incógnita difícil de despejar ahora mismo en tanto en cuanto su responsabilidad política se limita, de momento, a apoyar al Gobierno del PSOE en Andalucía y del PP en la Comunidad de Madrid.

Para el carismático líder barcelonés parece llegado el momento de descubrir sus cartas y jugarse el ser o no ser, la posibilidad, por un lado, de convertir Ciudadanos (C’s) en uno de los grandes protagonistas de la política española para las próximas décadas, con capacidad real para gobernar, o la de, por otro, ir evolucionando, más allá del éxito puntual de ahora mismo, hacia un partido menor capaz, en el mejor de los casos, de servir de bisagra pero nunca de alcanzar la Moncloa. Para muchos de los votantes del PP que se han pasado a C’s, el camino es claro: Rivera y su partido deberían jugar sin trampa ni cartón a convertirse en el relevo del PP de Mariano Rajoy en el centro derecha, arrinconando, sustituyendo, tal vez incluso condenando a muerte, a aquel PP que nació con el aliento de Aznar y ha acabado consumido por la corrupción. Pero no parece que vayan por ahí los tiros que dispara Rivera. Más bien parece que su corazoncito, como el de Justin Trudeau, es de centro izquierda. El punto 4 (capitulo 1.3, Fines) de los estatutos del partido ya da alguna pista, al decir que “promoverá la adopción de una política económica que estimule el crecimiento sostenible de la riqueza y su justo reparto, y la consecución de la mejor calidad de vida posible para todos los ciudadanos”. Más socialdemócrata que liberal.

Rivera y su partido deberían jugar sin trampa ni cartón a convertirse en el relevo del PP de Mariano Rajoy

Lo que parece fuera de duda es que C’s será o no será, será protagonista o mero comparsa, en función de su capacidad para servir de cauce a los anhelos de regeneración que reclaman tantos españoles, regeneración radical de las instituciones y no meros cambios cosméticos a los que acostumbran los partidos "del turno". Desde ese punto de vista, la fecha del 7 de noviembre próximo se presenta como un hito ciertamente importante en la consecución de tales objetivos. Ese día, y en Cádiz, cuna del constitucionalismo español, Rivera presentará en sociedad su propuesta de reforma de la Constitución de 1978. Un envite que pasa por meterle mano a la estructura del Estado autonómico para hacerlo viable y sostenible en el tiempo, es decir, financiable sin el recurso a la deuda, lo que incluye también buscar una salida democrática al problema catalán, y no para satisfacer el estómago insaciable de los devoradores del 3%, sino para proponer un horizonte de vida en común que resulte ilusionante para aquellos catalanes que, sintiéndose también españoles, se han visto abandonados durante décadas por el Gobierno central.

El sepatarismo québécois se bate en franca retirada

Pierre Trudeau, animador de la Constitución que entró en vigor en 1982, durante su último mandato como primer ministro, fue también el responsable de la estructura federal que ha permitido, al decir de los estudiosos, preservar la integridad territorial de un país amenazado por fuertes tensiones secesionistas. Frente al magma de sus predecesores, resultado de la simple suma de territorios independientes, Trudeau supo dar a Canadá una visión de país, una identidad, un alma común, algo que se ha demostrado clave a la hora de frenar las aspiraciones separatistas de Quebec. Pero Trudeau sénior fue, además, uno de los paladines del “Clarity Act” (Ley de Claridad) que reconocía el derecho de los ciudadanos de Quebec a votar en las urnas su eventual separación. En 1980, su apasionada defensa de la unidad del país logró derrotar al referéndum independentista planteado aquel año en Quebec por el 60% de los votos. En las generales del domingo, el Bloc Québécois apenas logró 1 de cada 5 votos en la provincia. El joven Trudeau es, por eso, un simple heredero de la gigantesca labor de su padre. Las diferencias entre él y Rivera son, en este punto, muy importantes, no obstante reconocer que al barcelonés le ha tocado lidiar con un nacionalismo catalán envalentonado por el absentismo del Estado central, que se ha venido arriba de forma artera en el momento de mayor debilidad de España como nación.

Nadie duda de que Ciudadanos y Rivera están llamados, sin embargo, a jugar un papel capital en la solución, si alguna, del contencioso catalán, entendido ello como la búsqueda, en el marco de esa reforma constitucional, de una alternativa capaz de atraer a la casa común con una oferta de futuro a aquellos catalanes que se han sentido hasta ahora abandonados. Mucho es lo que se juega Rivera y su partido el próximo 20 de diciembre. El objetivo de poder llegar a formar Gobierno, siendo muy difícil, ha dejado de ser una entelequia. Todo puede pasar en estos dos meses en los que tantas cosas están en juego. Puede incluso que a Rivera le saquen a relucir algún gatuperio, de aquellos que decía el viejo Pablo Garnica siendo presidente de Banesto, o puede que él mismo cometa algún error de esos que marcan época. También puede ser que el PP, tan contumaz a la hora de pegarse tiros en los pies, continúe cavando su tumba como ha venido haciendo en las últimas semanas. Justin Trudeau logró su mayoría absoluta en los tres largos meses que duró la campaña electoral canadiense. Rivera podría alcanzar el milagro en solo dos. ¿Por fin un presidente catalán para el Gobierno de España?

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