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Análisis

El hombre al que perdió la soberbia y el dinero

Fue la última vez que hablé con él. Corría el mes de enero de 2011 y un servidor todavía andaba encuadrado en El Confidencial. Ocurrió que un buen día hubo necesidad de confirmar una información con el afectado y, en mi condición de director del medio, me ofrecí a llamarle. Su respuesta, sin permitirme la menor explicación del asunto a tratar, fue un portazo: “¿Cómo te atreves a llamarme, con el daño que me has hecho a mí y a mi familia…?” Naturalmente me colgó, pero eso fue lo de menos. Lo de más fue aquella referencia a “mi familia” que me dejó estupefacto, porque siempre he tenido buen cuidado en circunscribir mis críticas al estricto ámbito de la actividad profesional y/o política del personaje afectado.

Rato desarrolló una peculiar relación de complicidad con los grandes barones de la prensa, a quienes trató con singular mimo

Es sabido que como vicepresidente y ministro de Economía del Gobierno Aznar, Rodrigo Rato Figaredo, de los Rato Figaredo de toda la vida, desarrolló una peculiar relación de complicidad con los grandes barones de la prensa, a quienes trató con singular mimo, en especial al grupo Prisa de Jesús Polanco, editor de un medio (El País) al que consideraba esencial como palanca o lanzadera de su potencial futuro político, y ello le viniera bien o mal al partido en el que militaba. Para el periodista individual con cierta querencia a su libertad de expresión, las relaciones con el personaje estaban siempre abocadas al espasmo violento, porque, tipo sobrado donde los haya, don Rodrigo exigía fidelidad cercana al vasallaje, y en el recuerdo perduran frescas las broncas que, a cara de perro, mantuve con él durante mis años en El Mundo, en general relacionadas con mi Rueda de la Fortuna en aquel diario. 

Vaya por delante que esto no es un ajuste de cuentas ni nada que se le parezca, entre otras cosas porque siempre he detestado esa costumbre tan española de hacer leña del árbol caído. A la hora de elegir un enemigo, lo prefiero con poder real, con mando en plaza, con peligro en la embestida, no con el futuro a la espalda como es el caso. Simplemente se trata de, repasando a grandes rasgos las piedras miliares que jalonan el recorrido del personaje, llegar a algunas reflexiones obligadas sobre la calidad de nuestras élites, la connivencia culposa entre clase política y oligarquías financieras, el alto precio que seguimos pagando los españoles a cuenta de la no separación entre lo público y lo privado y el fracaso de la derecha democrática española para construir un sistema económico liberal de verdad y una democracia con efectiva separación de poderes. Y por eso, por esto, entre otras cosas, estamos ahora mismo donde estamos.

Él y otros como él son los directos responsables de la deriva comatosa, el camino de perdición que a partir de primeros de los noventa ha recorrido nuestro sistema político

Conste que no siempre mis relaciones con el ilustre asturiano fueron tensas. A primeros de julio de 2003 sostuve con él una larga conversación en su despacho de Castellana 162 en torno a la cuestión del momento: en qué dirección se iba a inclinar el dedazo de Aznar a la hora de elegir sucesor al frente del Partido Popular. Transcribo aquí lo que al respecto conté en El Confidencial: “Está claro que somos los dos nombres en pista, pero no me consta que haya un corrimiento hacia Rajoy; es más, a mí me dicen lo contrario, que soy yo, claro que esos pueden ser los pelotas de turno… Pero la decisión está entre los dos. La verdad es que en este momento no percibo que yo esté de capa caída, no veo indicio de prelación de uno sobre otro. Yo creo que el presi probablemente lo tiene ya muy pensado, aunque está manteniendo las cartas muy juntas, sin una rendija”.

El poderoso lobby de amigos del vicepresidente

Lo que Rato no sabía -o sí, que diría don Mariano-, es que para entonces el tipo del bigotín ya había hecho su elección y ello en virtud, entre otras cosas -tal que la feroz pelotera habida en Consejo de Ministros a raíz de la crisis de Iraq-, de los informes que los fontaneros de Aznar en Moncloa, con Carlos Aragonés a la cabeza, habían ido colocando sobre la mesa del presidente a propósito de la grave crisis, con suspensión de pagos incluida, del Grupo de Empresas Rato que manejaba su hermano, el difunto Ramón Rato, y de las ayudas que el poderoso grupo de amigos (desde Juan Villalonga a Francisco González, pasando con Manolo Pizarro, César Alierta y Emilio Botín) del responsable de Economía había apoquinado en secreto para salvar al ministro del atolladero de una quiebra fraudulenta, uno de esos episodios que se ha tragado sin rechistar el estómago de un país curado de espantos como el nuestro. A casi todos había encumbrado a la dirección de los grandes monopolios privatizados por el PP en su primera legislatura, y todos respondieron con generosidad al llamado de urgencia: había que salvar al soldado Rato, dispuesto como estaba a dirigir un día los ejércitos del pujante capitalismo patrio desde el palacio de La Moncloa.

Su espantada del FMI es uno más de los enigmas que pueblan la vida de Rato y sobre el que sigue sin haber explicación convincente

El episodio es clave para entender la pulsión por el dinero que, tal vez desde siempre pero en particular tras aquellas privatizaciones, se apoderó de Rodrigo Rato como terminó adueñándose de tantos ilustres prebostes de nuestra enfangada democracia. Todos esos amigos, personajes de su generación a los que él había aupado hasta la cima, se habían hecho ricos, mientras él, con el poder del BOE en sus manos, seguía siendo casi un pobre, uno más de la amplia clase media española, hasta el punto de tener que reclamar ayuda para evitar el foso de los leones de la quiebra de esas empresas que tan malamente había gobernado Monchu. La del FMI fue más que una salida airosa para el hombre que, después de Aznar, de más poder había dispuesto entre 1996 y 2004, sobre todo por lo que suponía de ventana de oportunidad para regresar pasado el tiempo a la política española aureolado con la pátina de “cosmopolitismo” que siempre otorga Washington.

Su espantada del FMI es uno más de los enigmas que pueblan la vida de Rato y sobre el que sigue sin haber explicación convincente. Con su prestigio quebrado y su arrogancia recrecida, el personaje tuvo claro a partir de entonces que su misión en el mundo quedaba circunscrita a la tarea inaplazable de hacerse rico, como se habían hecho todos sus conmilitones del PP a los que él había ayudado. Gestionó mal su salida del Fondo y aún gestionó peor su entrada en tromba en los consejos de varias multinacionales españolas, al punto de parecer que este hombre complaciente a veces, cordial otras, soberbio casi siempre, necesitaría proveerse a la mayor rapidez de un doble para poder atender tanto compromiso laboral, es un decir: los consejos del Santander, de Telefónica, de CaixaBank y de Lazard, entre otras cosas, en una orgia ocupacional convertida en autentica exaltación de eso que ahora se ha dado en denominar “élites extractivas” y que siempre se llamó trinque disfrazado de favor con favor se paga. 

Su último yerro, fatal error, fue remover Roma con Santiago hasta conseguir la presidencia de una Caja Madrid en la que todo el mundo enterado sabía anidaban sapos y culebras

En la boca del lobo de Bancaja

Su último yerro, fatal error, fue remover Roma con Santiago hasta conseguir la presidencia de una Caja Madrid en la que todo el mundo enterado sabía anidaban sapos y culebras. A él no le importó, demostrando con ello su enorme ambición y sus escasos conocimientos financieros, cuando otros más avisados dejaron pasar ese tren cargado de malos presagios. Mariano le debía una y se la pagó. Full stop. Y 3,5 millones de euros al año, que no es moco de pavo, aparte de otras gabelas que ahora han mostrado la cara, que ese era su sueldo como presidente de Bankia. Pudo enmendar la hoja de ruta cuando Isidro Fainé le ofreció fusionar Caja Madrid con La Caixa, pero ocurrió que un Rato Figaredo no podía aspirar a otra cosa que no fuera la presidencia del que hubiera sido gigantesco paquebote. En su lugar, al aludido no se le ocurrió cosa mejor que meterse en la boca del lobo de Bancaja, institución donde el PP valenciano había desplegado sus mejores artes a la hora de multiplicar los panes y los peces en beneficio propio. Para rematar la faena, sacó la cosa a Bolsa. Requiescat in pace.

Por encima del drama personal que pueda estar viviendo, importa en términos colectivos señalar que este antaño flamboyant personaje encarna como pocos el fracaso de las élites políticas que han dirigido este país en la tarea de asentar un Estado moderno, una Economía competitiva no sujeta a esas terribles crisis cíclicas capaces de despedir a millones de trabajadores en poco tiempo, y una democracia de calidad digna de tal nombre. Él y otros como él son los directos responsables de la deriva comatosa, el camino de perdición que a partir de primeros de los noventa ha recorrido nuestro sistema político, devenido en una triste cloaca donde chapotea toda corrupción imaginable. Solo había en ellos espejo para el dinero, alma para su firme determinación de enriquecerse, su querencia a pagar favores con favores, a confundir lo público con lo privado, a caminar por el lado oscuro de la ley, a dar la espalda a las necesidades a largo plazo de un país que, tras la pobreza vivida de siglos, tras los siglos de borbónicas incurias, hubiera necesitado de la exquisita honradez de unas élites ejemplares para pavimentar con solidez su camino hacia el futuro. No fue así, no ha sido así y por eso estamos aquí. "De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal" (Jaime Gil de Biedma).

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