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Análisis

En la unidad, en la diversidad y en la ingobernabilidad

Felipe VI durante su segundo discurso de Navidad

Son malos tiempos, pésimos tiempos, para apelar a la responsabilidad no ya de los españoles en general, que han votado lo que mejor les ha parecido, sino de los partidos dinásticos, PP y PSOE, más pendientes de sus decrepitud, de sus cuitas internas y del ser o no ser de sus capos, que de hacer lo correcto y llegar a un acuerdo en pos del interés general, proporcionando una salida de emergencia a la ingobernabilidad a la que, hoy por hoy, parece abocada España.

Son malos tiempos también para apelar a la vituperada Constitución como salvaguarda de la unidad de la nación española, tan gravemente amenazada por el órdago secesionista. Y son tiempos peores aún para recurrir al orgullo español, a siglos de historia en común y poner en valor lo que era y es España. Pese a todo, era obligado que Felipe VI, en su segundo Mensaje de Navidad desde que fue coronado rey, apelara a estas tres "menudencias". No había otra. Y así lo ha hecho.

Es evidente que Felipe no tiene el donaire de Juan Carlos, y no precisamente en lo que se refiere a leer un discurso siempre muy medido, sino en la capacidad de influir, como antaño hizo su padre, en la España política. Es este un rey distinto, no sólo más serio y menos campechano que Juan Carlos, lo cual puede entenderse como virtud o como defecto –que cada cual juzgue–, sino bastante más alejado de la francachela política, consciente de que reina pero no gobierna, porque ese es su papel y esa la impresión que debe trasmitir a los españoles en unos tiempos en que todo, absolutamente todo, es susceptible de ser cuestionado.

A Felipe VI parecen haber apelado las fuerzas vivas en estos momentos de incertidumbre. Y él parece haber escuchado

Sin embargo, a pesar de su voluntaria equidistancia, de ese deseo de marcar diferencias con su predecesor, a Felipe VI parecen haber apelado las fuerzas vivas en estos momentos de incertidumbre. Y él parece haber escuchado. De ahí el inequívoco llamamiento al entendimiento y a la responsabilidad a todas las fuerzas políticas que conforman el nuevo parlamento, animando veladamente a alguna suerte de pacto de Estado que evite que España sea, en efecto, ingobernable y vuelva por donde solía: a estar bajo el escrutinio de los mercados y con la mirada puesta en la prima de riesgo. Así al menos lo ha parecido, aunque el rey no haya puesto nombres y apellidos, como es lógico. También, no por novedad, sino por la reiteración, es importante la contundente defensa de la unidad de España y de las leyes que la certifican y salvaguardan, colocando explícitamente en la picota a quienes pretenden apropiarse de Cataluña pasando por encima de cualquier jurisdicción. Respeto a la diversidad, sí. Pero un no rotundo al secesionismo y a los cambalaches al margen de la legalidad.

Por último, es importante, por cuanto novedoso, la referencia a “unas instituciones dinámicas que caminen siempre al mismo paso del pueblo español al que sirven y representan; y que sean sensibles con las demandas de rigor, rectitud e integridad que exigen los ciudadanos para la vida pública”. ¿Un guiño al reformismo? Podría ser. Nada es imposible. Quizá este rey tenga más pensamiento político que los integrantes de los partidos, lo cual, todo sea dicho, no es cosa demasiado difícil.

Sea como fuere, en esta España con tantos y tan serios frentes abiertos, huérfana de hombres de Estado, con unas élites tan empobrecidas moral e intelectualmente y con una sociedad, en general, tan cansada como descreía de su clase política, se antoja poca cosa la buena voluntad de un rey que, como ya hemos dicho, reina pero no gobierna. Pero quizá sea precisamente por ello que Felipe VI apela también al hombre de la calle, a ese Juan Español capaz de lo mejor y de lo peor, el mismo que, a lo largo de la Historia, cuando sus gobernantes parecían perder la cabeza, él, con toda su falta de entendimiento, mantenía la suya en su sitio. A ese ciudadano raso alude también Felipe VI en su discurso, en la confianza de que, en efecto, mantenga la cordura aun cuando los políticos parezcan perderla.

Puestos a pedir, quizá a Felipe le faltó parafrasear a John H. Elliott cuando dijo que “las sociedades cerradas son en último término sociedades estancadas, atrapadas en un túnel del tiempo de su propia creación. Se condenan a sí mismas a vivir a la defensiva, vulnerables a la retórica de políticos demagógicos siempre dispuestos a explotar el descontento político, social o económico existente. […] Corresponde a los mismos españoles decidir en qué tipo de España han de vivir. Pero ojalá sea una España que siga siendo abierta, generosa y tolerante, que se inspire en lo mejor de su pasado y no en lo peor”. Al fin y al cabo, de todos depende que España sea una nación digna, no sólo del discurso de un rey.

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