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Análisis

¡No es la desigualdad ni la pobreza, listos!

Pablo Iglesias y Alberto Garzón.

Al borde de la cuarentena, Ramón vive en una de las ciudades dormitorio del sur de Madrid y trabaja desde los 16 años. Por las mañanas madruga para cruzar la gran ciudad de punta a punta y por las tardes, y con mucho esfuerzo, estudia Económicas en la UNED. Cuatro asignaturas por año, con presencia física en todas las clases que puede. Cargo intermedio de una gran cadena de distribución, gana en torno a los 1.700 euros netos mes, cuando justo antes de la crisis frisaba los 3.000 euros. Imposible pensar en formar una familia, obligado a dedicar parte de sus ingresos en ayudar a su madre, cuya pensión no da para milagros. Aunque se considera afortunado por haber podido vadear la crisis sin perder su empleo, Ramón ha ido acunando el resentimiento de quien ha visto su nivel de vida reducido de forma notable con el paso de los años y sin perspectivas de mejora. Su empresa, que valora su buena disposición, anda enfrascada en la absorción de otras cadenas, pero no atiende a razones cuando de subida de sueldos se trata. Ramón es un votante declarado de Podemos, inasequible a los argumentos de quienes le advierten de los riesgos de su apuesta. Está convencido de que la clase política instalada “se lo lleva crudo”, y que hace falta cambiar radicalmente las cosas. Dar la vuelta a la tortilla.

Mucho más agresiva, más irresponsable, es la situación de ese ejército de jóvenes hijos del boom que conoció España entre 1996 y el 2007, que lo han tenido todo en casa porque sus padres todo se lo han dado, que han hecho carreras universitarias, muchos con beca, viajado al extranjero, disfrutado de vacaciones y que ahora, con veintitantos años, se asoman a la ventana de su casa para divisar el vacío que se extiende allí abajo, el horizonte de una sociedad sin oportunidades a pie de calle, sus expectativas frustradas, y esa creencia en que ellos se lo merecen todo, de que el Estado tiene que hacer algo, porque, educados de espaldas al competitivo mundo del mercado, es el Estado el que debe encargarse de su futuro, incluso de velar por su felicidad. Crecidos en la abundancia y de espaldas a la cultura del esfuerzo, son presa fácil de los populismos que prometen arreglar el mundo sobre la base del reparto de rentas, de quitar a unos para dárselo a otros. Es la carne fresca que nutre sin cesar las filas del ejército de votantes de Podemos. Lo acaba de reconocer la última encuesta del CIS.

Se yergue ahora la izquierda del resentimiento que quiere volver el país del revés, que ignora la Transición, desdeña la unidad de España y desprecia la Constitución

Si bien es cierto que esa encuesta no ha revelado nada sensacional (Podemos crece como resultado de sumar a su cosecha los 900.000 votos de IU, mientras Ciudadanos, en contra de lo sugerido por algunos gurús, se mantiene firme, y el PP sigue con los pies en el suelo de los 120 diputados en que lo ha dejado postrado Mariano Rajoy), sí ha venido a ratificar el cambio social, quizá irreversible, provocado por la Gran Depresión de los últimos años. Es en la izquierda donde se ha producido el terremoto. Frente a la izquierda de la ilusión que ayudó a parir la Constitución del 78, se yergue ahora la izquierda del resentimiento que quiere volver el país del revés, que ignora la Transición, desdeña la unidad de España y desprecia la Constitución. El PSOE se quedó primero sin discurso y ahora se ha quedado sin territorio. Disfrazado de socialdemócrata, Podemos le acosa por su izquierda, mientras el PP trata de expulsarle del centro. Ambos han reducido el espacio socialista a la mínima expresión, sin olvidar que también Ciudadanos pretende pescar en ese caladero, porque Albert Rivera aún no ha resuelto qué quiere ser de mayor, nadie le ha advertido de que el futuro de C’s está en convertirse en un partido de centro derecha moderno capaz de desplazar al PP a la extrema derecha.   

Estamos ante una mutación estructural de la democracia española de consecuencias imprevisibles. El edificio de la Transición está a punto de quedarse sin una de las patas con las que ha transitado desde los setenta. La crisis del Régimen, cuya “muerte” hemos datado aquí en 2014, coincidiendo con la abdicación de Juan Carlos I, está a punto de recibir su certificado de defunción dependiendo de lo que ocurra con el PSOE. La incapacidad de los partidos del turno para acometer las reformas del sistema desde dentro ha terminado por aflorar una potente fuerza de izquierda radical dispuesta a hacerlo desde fuera y sin miramientos. El ejército de agraviados por la crisis no deja de crecer, incrementado por aquellos que consideran de todo punto inaceptable el espectáculo de corrupción diario al que hemos asistido en los últimos tiempos. Lo hace bajo el doble argumento de que el crecimiento económico en curso no llega a la mayoría de los ciudadanos, y que además está provocando un aumento de la desigualdad, lo que equivaldría a asumir que los beneficios del nuevo ciclo expansivo están siendo absorbidos por las rentas medias altas y altas, a expensas del resto de la población.

Desigualdad y pobreza

Pero, ¿qué hay de verdad y de embeleco en la polémica sobre el aumento de la desigualdad y de la pobreza en España? La respuesta es simple: muchas “verdades” de brocha gorda, que el desenfado discursivo de los podemitas vende con su desparpajo habitual, y muy pocas certezas. Porque si bien es cierto que tanto desigualdad como pobreza han crecido durante la crisis, también lo es que las tasas correspondientes han retrocedido en 2015 con respecto a 2014, por primera vez desde el inicio de la crisis. Eurostat define la “tasa de riesgo de pobreza” como el porcentaje de personas cuyos ingresos después de transferencias sociales e impuestos se sitúa por debajo del 60% de la mediana de la renta nacional. En España ese porcentaje fue el año pasado del 22,1% de la población (17,2% media de la UE-28), de acuerdo con la Encuesta de Condiciones de Vida del INE, frente al 22,2% de 2014, una variación mínima pero significativa por lo que indica de cambio de tendencia. Conviene aclarar que la expresión “tasa de riesgo de pobreza” no se refiere a las personas que lo están pasando realmente mal, sino a las que viven peor que la media nacional, es decir, mide fundamentalmente la desigualdad.

Es una evidencia empírica la existencia de una fuerte correlación entre el comportamiento de la variable “desigualdad” y la tasa de paro. La economía española es la que tiene un desempleo más elevado y es también la que presenta un perfil más desequilibrado en la distribución de la renta. La pérdida de más de 4,5 millones de puestos de trabajo durante la recesión ha provocado de modo inexorable una elevación de la desigualdad y, en perversa lógica, una disminución de la participación del factor trabajo en la renta nacional. En este cuadro, es el desempleo de larga duración el que explica en más de un 70% esa situación de desigualdad. Conviene recordar que entre 2010 y 2014 el paro de larga duración creció en España más del doble que en la UE. En el pico más alto de la crisis, primer trimestre de 2014, los parados con más de dos años de antigüedad llegaron a rozar los 2.420.000. El descenso del desempleo de larga duración es, por tanto,  la clave del arco que marcará la caída del nivel de desigualdad social existente en la economía española. Es obvio que no cabe esperar una inmediata disminución de la desigualdad en una España que acaba de salir de la Gran Recesión y que ha sufrido una masiva destrucción de empleo, pero las bases están sentadas: en 2015 la economía española creó casi 575.000 empleos y el paro bajó en 653.200, mientras el número de hogares con todos sus miembros en paro descendió en 182.700 y el paro de larga duración cayó un 17%.

Es obvio que no cabe esperar una inmediata disminución de la desigualdad en una España que acaba de salir de la Gran Recesión

La tesis según la cual la recuperación no está llegando a las familias o éstas no perciben esa realidad es un mantra que la izquierda ha vendido con notable éxito en los últimos tiempos, y que se compadece mal con el 2,5% de incremento medio del gasto de los hogares en 2014, y con la fuerte aceleración de ese indicador en 2015. El despegue del consumo privado, responsable en buena medida del 3,2% de crecimiento del PIB en 2015, es incompatible con el relato de unas clases medias y medias bajas empobrecidas y, por tanto, incapaces de aumentar su nivel de gasto. El contraste es aún mayor si se tiene en cuenta que el endeudamiento de las familias sigue siendo muy alto. Si la posición económico-financiera de los hogares no hubiese mejorado, el pago de la deuda absorbería la mayor parte de sus recursos y, en consecuencia, su gasto en bienes y servicios se habría reducido o estancado y en cualquier caso sería muy inferior al registrado en los últimos dos años. En términos agregados, el dinamismo del consumo privado en España obedece a un aumento de la renta permanente  de los individuos y de las familias.

La solución no está en repartir, sino en crecer

El indicador que de verdad refleja la pobreza real es el conocido como “riesgo de privación material severa”, referido a las personas que no pueden acceder a un mínimo de consumo de proteínas a la semana, que no pueden comer carne, pescado o pollo al menos cada dos días, que no disfrutan de una semana de vacaciones al año, que no puede afrontar gastos imprevistos (650 euros/mes), que no pueden pagar la calefacción, y que no tienen coche, ni teléfono, ni televisor, ni lavadora. En España, y según el INE, la población que sufre “privación material severa” bajó en 2015 al 6,4%, frente al 7,1% de 2014. En la UE-28, la tasa media de ciudadanos en esa situación fue del 8,2% en 2015, siendo del 11,5% en Italia y del 6,1% en Reino Unido. No es pues la desigualdad, y mucho menos la pobreza, lo que explica ese cambio social, esa mutación estructural que está experimentando la democracia española, o no solo es eso.

“Cuando hay una crisis económica, sentimos la necesidad de crear el ‘nosotros’ y ‘ellos’, y hay que decirle a la gente que no hay que crear un ‘nosotros’ y ‘ellos’. Ahora hay que cuestionar el sistema económico que crea esta perturbación violenta que afecta a millones de personas. Tenemos crisis económica, crisis política, y también una crisis moral. Porque en Francia, como en todos los países de Europa, cada vez hay más personas pobres a los que el sistema reclama aceptar su pobreza. Nos dicen que hay que llevar el liberalismo económico un poco más lejos todavía. El verdadero problema no es si yo soy negro, blanco, musulmán, gay o heterosexual. Ahora el verdadero problema es: ¿Cuánta riqueza tenemos en este país? ¿Cómo la debemos repartir?”. La frase corresponde a Lilian Thuram (entrevista en El País del viernes), el futbolista que más veces vistió la camiseta de Francia, campeón del Mundo en 1998 y de Europa en 2000, convertido ahora en escritor y popular activista político en el país galo.

España comparte al 100% esa triple crisis económica, política y moral, sazonada con el caldo de una corrupción galopante, situación que millones de españoles sienten como una intolerable ofensa personal y que se concreta en el desprestigio de las instituciones. Si bien la crisis económica, con todos los interrogantes de futuro que se quieran, parece superada, la doble crisis política y moral sigue intacta en España, en tanto en cuanto tiene que ver con esa regeneración democrática de la que nuestra clase política no quiere ni hablar. La pregunta que cabe hacerse es simple: ¿es posible para España y los españoles crecer de forma sostenida sin abordar cuanto antes la solución de la crisis política? La respuesta es que no, entre otras cosas porque la corrupción es una barrera que obstaculiza la libre competencia y restringe las posibilidades de crecimiento. Desde una perspectiva liberal, la respuesta a ambas crisis no está, sin embargo, en “repartir la riqueza que tenemos en este país”, de acuerdo con la fórmula del ex futbolista Thuram, sino en cómo aumentamos esa riqueza, qué tenemos que hacer para crecer más y de forma sostenida, haciendo después extensibles los beneficios de ese crecimiento a toda la población. La solución no está en repartir, sino en crecer. Crecer, crear, mejorar el sistema educativo, reindustrializar nuestra economía, liberalizar sectores reacios a la libre competencia, favorecer un cambio cultural proclive a la actividad empresarial… Y, naturalmente, sanear radicalmente nuestras instituciones. Son las golondrinas que esta primavera están en el alero del 26J. 

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