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Análisis

Occidente, el terror y los puritanos

Los investigadores franceses toman muestras tras los atentados ante la sala Bataclan.

Conforme se iban contabilizando las víctimas de París y tomábamos conciencia de la dimensión de la tragedia, con los cadáveres aún calientes, empezaban a aflorar argumentos que defendían que el terrorismo yihadista es la consecuencia de los pecados de Occidente, que nos lo tenemos merecido por pretender dominar el mundo e imponer la democracia. Un escarnio del que, curiosamente, se libran otras naciones por el simple hecho de no ser occidentales, aunque también sean capitalistas y estén presentes en muchos de los conflictos que asolan el mundo y no precisamente como meros espectadores.

Yendo a más, Occidente sería una especie de Atila, cuyas ansias de conquista no da otra opción a sus víctimas que convertirse en combatientes, es decir, en yihadistas. De hecho las llamadas primaveras árabes serían movimientos orquestados por las potencias occidentales para extender su influencia. Y el caos generado, la demostración de su incompetencia. O sea, que Occidente además de malvado es estúpido. Curioso que no nos hayamos extinguido hace tiempo. Por el contrario, los pueblos que viven bajo la ley islámica, en el atraso crónico, sometidos a castas extractivas extremadamente crueles y sin horizonte de futuro, están en su derecho. Y además son muy felices.

Para todo cuanto ocurre en el mundo hay siempre una teoría conspirativa que culpa a las democracias capitalistas

El Islam al servicio de las castas extractivas

Para todo cuanto ocurre en el mundo hay siempre una teoría conspirativa que culpa a las democracias capitalistas. Falsos correlatos que olvidan que uno de los efectos de la globalización y de los avances tecnológicos es que incluso las sociedades más cerradas han terminado conectándose al resto del mundo. Y resulta que muchos se han percatado, bien por sí mismos, bien gracias a sus compatriotas blogueros, que su vida es bastante mejorable y que fuera las cosas son muy distintas. Nada tiene que ver la imparable interconexión del mundo con las teorías conspirativas.

Cierto es que la Tercera Guerra del Golfo fue un despropósito. Y que la intervención de la OTAN en Afganistán, que pareció ser un éxito, ha terminado en fracaso gracias, sobre todo, a los persistentes esfuerzos de terceras potencias por desestabilizar el país. Pero de ahí a trasladar la visión romántica de pueblos espiritualmente irreductibles que se sublevan contra el materialismo forastero media un abismo. No ha habido espiritualidad en el hostigamiento a las tropas occidentales en la campaña afgana, más bien al contrario: mucho mercenario y dinero en abundancia proporcionado por árabes pudientes, corruptos generales paquistaníes y agentes iraníes poniendo en práctica su “neutralidad activa”.

Quienes se encaramaban a un cerro cualquiera para hostigar a un puesto avanzado de la OTAN cualquiera no eran fervorosos muyahidines, sino jóvenes desarrapados a los que se pagaba cinco dólares por vaciar un cargador sobre un puñado de yankees adolescentes armados hasta los dientes. Una vez disparadas las 30 balas de rigor, generalmente de forma apresurada, huían a la carrera y volvían a sus quehaceres diarios. Para los jóvenes afganos hacer la guerra representaba un sobresueldo con el que mejorar sus miserables condiciones de vida. Aunque también en ocasiones cumplían el mandato de la shura de su aldea, consejo de ancianos que, al contrario que ellos, tenía mucho que perder si la democracia prosperaba; por ejemplo, el control de la mano de obra y la riqueza de la zona, de ahí que los ancianos fueran propensos a declarar la yihad con demasiada ligereza. En resumen, los combatientes fanáticos eran en su mayoría extranjeros, jóvenes de familias acomodadas que venían con el cerebro ya lavado y que entraban en Afganistán por la frontera de Pakistán, donde los controles eran sospechosamente laxos, con la misión de reavivar un conflicto que estaba prácticamente resuelto.

Puritanos del mundo unidos contra las democracias capitalistas

“El enemigo de mi enemigo es mi amigo”, esta es la máxima de una parte de la humanidad que parece haberse coaligado para combatir por todos los medios a Occidente, a la democracia y el capitalismo. Un heterogéneo ejército que, sin embargo, actúa con determinación desde fuera y desde dentro, unos Kalashnikov en ristre y otros retorciendo los hechos; todos en pos de la transformación de las titubeantes sociedades abiertas en otras débiles y claustrofóbicas. Cuidado pues con el exceso de celo a la hora de aumentar una seguridad ya de por sí extraordinaria.

El concepto de Humanidad como teoría del todo en oposición a la libertad del individuo ha cristalizado en un nuevo puritanismo que aunque se manifieste unas veces al grito de Al·lahu-àkbar y otras en nombre de Marx resucitado, reescribe al unísono la historia de Occidente y la convierte en una relato tan terrorífico como falso. Para este falaz marco de pensamiento, el terrorismo es el justo castigo a los crímenes de Occidente, la reacción comprensible a la imposición urbi et orbi de un modo de vida. Sin embargo, el enfrentamiento entre el Islam y Occidente no es un pretendido choque entre la espiritualidad y el materialismo: es la reacción virulenta de unas élites extractivas sobradas de dinero que saben bien que su poder y riqueza dependen del mantenimiento de un determinado statu quo.

La certidumbre ya no existe, cualquiera puede matar a cualquiera, en Alepo o en París. Debemos asumirlo

Jamás antes de hoy, exceptuando quizá –y ya veremos– el órdago de los totalitarismos del siglo XX, la Libertad ha estado tan seriamente amenazada, con tantos frentes abiertos. Jamás antes de hoy el progreso tal cual lo entendían y defendían nuestros ancestros ha estado más próximo a descarrilar y entrar en vía muerta o, peor, a desandar lo andado. La certidumbre ya no existe, cualquiera puede matar a cualquiera, en Alepo o en París. Debemos asumirlo. Podemos enfrentarnos a esta inquietante realidad de diferentes maneras. Podemos, por ejemplo, enviar a nuestros jóvenes soldados a matar y morir más allá de nuestras fronteras, bombardear el mal con nuestros sofisticados aviones, incluso pagar a milicias locales para que combatan en nuestro nombre a los demonios, pero nuestra mejor arma, la que más teme el enemigo, es que nos mantengamos firmes en nuestros principios: libertad, igualdad y fraternidad.

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