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Análisis

¿Qué políticos tenemos?

Pedro Sánchez y Mariano Rajoy, en uno de sus contados encuentros.

Rajoy se descuelga con 125 puntos tomados del frustrado programa socialdemócrata de gobierno del PSOE y Ciudadanos. Sánchez dice que le da igual, que el discurso que tiene preparado para la sesión de investidura tiene tres palabras –“No es no”- y que no lo va a cambiar aunque sus decisiones hayan hundido al PSOE como nunca. Rivera, que hoy habla de PPSOE, se ha convertido en el nuevo nasty politician, en dura competencia con Rajoy, como resultado de la superioridad moral con la que él y su círculo de poder adornan sus declaraciones. Pablo Iglesias, en fin, está ahora más ocupado en controlar las fuertes divergencias internas que surcan un partido-movimiento lleno de dogmáticos, demagogos y visionarios. Y luego, como colofón al vodevil, está el golpe de Estado a cámara lenta en Cataluña.

El panorama, con perspectiva, ahonda a marchas forzadas la hostilidad y la indiferencia hacia los políticos

El panorama, con perspectiva, ahonda a marchas forzadas la hostilidad y la indiferencia hacia los políticos. La avalancha de casos de corrupción, la similitud entre las ofertas políticas y el padecimiento de una crisis junto a la sensación de que existía una “casta” que la provocó pero no la sufrió, motivó el último giro de tuerca de la desafección general hacia la política. Pero aquí y en el resto de Occidente. La crítica común era que los partidos no representaban a la sociedad, que vivíamos en un Estado de partidos que maleaba la democracia. Pero este argumento no es de hoy, ni siquiera reciente. Era la argumentación que ya usaron Carl Schmitt y Heinrich Triepel en la Alemania republicana de 1919: los partidos eran representantes de intereses propios (y espurios), que ocupaban el Estado en beneficio propio y que impedían el gobierno del pueblo –“la gente” se diría ahora-, y en tal sentido suponían un ataque al principio de representación y a la separación de poderes. Sí, hace cien años; no hay nada nuevo.

Ese discurso se ha recuperado, especialmente desde 2014. Esa “casta” del Estado de partidos, esa “clase política” en expresión de Gaetano Mosca –aquel italiano tan cercano y tan crítico con el fascismo-, debía dejar paso a unos nuevos políticos, verdaderos representantes de la ciudadanía, que limpiaran o “regeneraran” el país. Los “viejos políticos”, decía ya el alemán Leibholz a principios del XX, eran incapaces de mantenerse a la altura de una mínima exigencia moral, de tomar libremente sus decisiones, y de adoptar actitudes discrepantes respecto a la dirección de su partido. Estaban viciados. No servían.

La adaptación actual es clara: los “nuevos políticos” no deben reclutarse por la forma clásica, sino a través de procedimientos de democracia interna y captación en los movimientos sociales, los que les libraría de los “viejos vicios” y de la corrupción. Surgieron así aquí Ciudadanos, la fuerza centrípeta que reúne casi todas las etiquetas ideológicas, y Podemos, que rechaza la vía del “partido tradicional” y prefiere el movimiento popular. Sin embargo, tanto unos como otros no solo guardan las peores características de la vieja “clase política”, sino que han acabado también defraudando. La prueba está en que su existencia y su representación no han servido para introducir nuevas formas ni acabar con la desafección general hacia la política; es más, han aumentado el hastío.  

El caos y la dependencia económica de Bruselas nos puede acercar a un gobierno tecnocrático impuesto, como el del economista Monti en la Italia berlusconiana

Ahora, la falta de responsabilidad en las élites de los partidos para cerrar la inestabilidad gubernamental, solucionar la polarización parlamentaria, y desbloquear el sistema, nos pone en una difícil situación. El caos y la dependencia económica de Bruselas nos puede acercar a un gobierno tecnocrático impuesto, como el del economista Monti (2011-2013) en la Italia berlusconiana. Pero la tecnocracia, el que gobiernen “los mejores”, no arregla el problema de los políticos ni el de la desafección.

Y cuidado con las alternativas. Ya Gonzalo Fernández de la Mora en su libro “El crepúsculo de las ideologías” (1966) afirmó que el objetivo de la organización social era el progreso del hombre y del colectivo. En este sentido, a su entender la democracia era ineficaz porque no aseguraba la elección de buenos gestores, lo que provocaba altibajos económicos y desigualdades sociales. La solución era el gobierno de los técnicos, de los más preparados, que se dedicaran a gestionar y planificar el desarrollo económico, social y cultural de la comunidad. Era la “tecnocracia”, nada que ver con la libertad política ni la democracia.

Pero tampoco sirve ese concepto de los líderes naturales de la gente, surgidos de “forma natural” de la sociedad civil, como pretenden los “nuevos políticos” en su fraude de democracia interna, en sus castings para elegir candidatos y en sus programas volubles y demagógicos. Porque han sacrificado en el altar de su vanidad e incompetencia la posibilidad que había de cambiar el sistema de forma ordenada, de subsanar los graves defectos de este régimen, y han acabado por dilapidar la ilusión de mucha gente. Al final, esa distancia entre los políticos, nuevos y viejos, y la sociedad provocará lo que escribía el irlandés Peter Mier: “gobernar el vacío”. Sí, yo también soy pesimista.

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