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Análisis

A merced del golpismo independentista

El presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, en la Moncloa

Pese a que a estas alturas de la legislatura todos conocemos su exasperante flema, se esperaba que ayer Mariano Rajoy, a la sazón Presidente del Gobierno de España, subiera la apuesta y no se limitara a amenazar a los secesionistas con acciones legales, trasladando a los tribunales la solución de un problema que es esencialmente político. Tras filtrarse que la declaración institucional de marras había sido consensuada con el líder del PSOE, Pedro Sánchez, y también con el de Ciudadanos, Albert Rivera, parecía que esta vez sí iba a haber puñetazo en la mesa, de ahí la expectación que suscitó el anuncio de Moncloa. Sin embargo, no sucedió tal cosa. En la breve declaración institucional (apenas 90 segundos), Rajoy repitió lo ya dicho en otras ocasiones, si acaso en un tono pretendidamente amenazante. Peor aún, calificó la resolución de Junts pel Sí y la CUP de mera "provocación", como si el Presidente todavía estuviera en el calentamiento previo de un partido sin fecha en el calendario.

Por más que se pueda discrepar de su conveniencia, el Gobierno de España, en pleno uso de sus facultades y dadas las gravísimas circunstancias, podría perfectamente suspender la autonomía catalana, sin necesitar para ello, en principio, que ningún tribunal sancionara la legitimidad de una medida tan tajante. Aceptemos, sin embargo, que, por la razón que fuere, Rajoy no lo creyó pertinente. Él es el Presidente y mide los tiempos como mejor le conviene. Sin embargo, no se entiende que desaprovechara la ocasión para tomar la iniciativa, aunque sólo fuera por una vez en esta legislatura, y aludiera al artículo 155 de forma explícita, en vez de limitarse una vez más a amenazar con acciones legales. Recurso que, por otro lado, en vez de disuadir los amotinados parece darles alas.    

No se entiende que Rajoy desaprovechara la ocasión para aludir de forma explícita, aunque sólo fuera por una vez en esta legislatura, el artículo 155 de la Constitución

Quienes se han integrado en el frente independentista, mejor o peor avenidos, más o menos  heterogéneos e ideológicamente incompatibles, hace tiempo que decidieron echarse al monte con todas sus consecuencias. Que ahí andan, como los maquis, es un hecho consumado y no una provocación cualquiera. Ante esta realidad, no es que el Presidente parezca seguir en su nube, ajeno a unos acontecimientos que están en un tris de descontrolarse por completo, si es que no lo han hecho ya, es que tanta pasividad empieza a poner en evidencia algo mucho más grave que la mera indecisión, el cálculo político de un político apocado o, en el mejor de los casos, una exasperante prudencia. Lo cierto es que décadas de acuerdos informales, de apaños y cambalaches muñidos al margen de las instituciones entre los sucesivos gobiernos de Madrid y los independentistas catalanes, han generado un vacío de poder imposible de revertir sin que el tablero salte por los aires. Y pretender que precisamente Rajoy se vista de legionario es pedir peras al olmo.  

En efecto, son demasiados años de inconsistencia temporal en la acción de los gobiernos, décadas de francachela e intercambio de favores, de dejar hacer a los caciques en su patio trasero, a cambio de sacar adelante un gobierno, un presupuesto o siquiera una ley. Demasiados acuerdos informales como para que las instituciones no se resintieran y terminaran diluyéndose en silencio hasta verse degradas a la categoría de elementos meramente ornamentales, fantasmas cuya mera invocación provoca un vértigo insoportable. No es de extrañar que los españoles se mostraran ayer desolados, con sus expectativas decepcionadas. No es para menos. De pronto han descubierto con espanto que el Estado español no existe en Cataluña, que hace ya tiempo se retiró a sus cuarteles de invierno, abandonando armas y bagajes, convenciones y principios, instituciones y leyes. Hoy la sensación es que estamos en manos de un gobierno incapaz de cumplir sus obligaciones. Peor aún, incapaz siquiera de hacer creíbles sus amenazas.

Sea acertado o no este diagnóstico, el caso es que el secesionismo sigue su curso, prietas las filas y con la medida tomada a un gobierno central incapaz de dar un puñetazo en la mesa para asegurar la unidad territorial de una nación que dicen la más vieja de Europa. Mejor o peor, la tropa secesionista juega cabalmente su partida de ajedrez, mientras que Rajoy sigue jugando a las damas. 

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