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Análisis

La conspiración de los burócratas

Parece que fue hace un siglo, pero no han pasado ni cuatro años desde que Mariano Rajoy compareció en el Congreso para anunciar una reducción del gasto de 65.000 millones de euros en dos años para dar respuesta a las exigencias de la Unión Europea. Desde Bruselas no le dijeron cómo y dónde debía meter la tijera, fue el Gobierno español el que lo decidió. Y el ajuste fue una obra maestra del apaño, la improvisación y la urgencia.

Aquellos eran los días en los que la prima de riesgo ascendía a velocidad de escape terrestre, los del inminente rescate total, que nunca llegó, y del IBEX 35 presa de un ataque de nervios; en definitiva, el fin del mundo (siempre hay un fin del mundo, ahora es el Brexit). Poco después, bastaría pactar un contenido rescate financiero con la UE para enjugar el latrocinio de las Cajas de Ahorro (pelillos a la mar), un puñado de recortes arbitrarios y falsas promesas de reducción del déficit para que la tormenta perfecta pasara a ser un chaparrón… en lo que al Estado se refería. Afuera siguió jarreando, por supuesto.

Fueron ajustes coyunturales que dejaron intacta a la crème de la crème, humo que pronto se disipó

La crisis que en la Administración nunca existió

Es verdad que la intensidad del crack económico y la consiguiente indignación del ciudadano raso fue tal que durante un tiempo hasta los burócratas y el establishment vieron peligrar su statu quo. Aunque nada se dijo, se llegó a especular con revisar el sagrado precepto según el cual ser funcionario lleva aparejado un empleo de por vida, ocurra lo que ocurra. Pero al final no llegó la sangre al río. Si acaso, se congelaron los salarios de los funcionarios y su suprimió la extra de Navidad de 2012; durante un par de ejercicios se vieron afectados los contratos temporales con las Administraciones y, también, se redujo al mínimo la tasa de reposición. Pero fueron ajustes coyunturales que dejaron intacta a la crème de la crème, humo que pronto se disipó.

A pesar de que en el último trimestre de 2013 se marcó un mínimo de 2,9 millones de empleados públicos, a finales de 2015 ya había vuelto a situarse por encima de los tres millones. Concretamente, 3.000.700. Además, en enero de 2015, el Ejecutivo les devolvió el 25% de la extra de Navidad suprimida en 2012 y, más tarde, en octubre ingresó otro 26,23%. Y en marzo de 2016 se reintegró prácticamente el 50% restante. Como colofón, sus sueldos han dejado de estar congelados al aprobarse una subida del 1%, lo que supondrá un desembolso adicional. De esta forma, el Gobierno se ha reconciliado con quienes trabajan por y para el Estado, como si la crisis nunca hubiera existido, mientras, en el sector privado, el desempleo continúa por encima del 20%.

Ganadores y perdedores

No sólo los empleados públicos son los beneficiarios de este tipo de sobreprotección, hay otra enorme bolsa de votantes que también ha recibido cierto trato de favor: los pensionistas, que en la práctica son funcionarios pasivos. Si sumamos ambos grupos, nos encontramos con más de 11 millones y medio de personas (el 31,5% del número total con derecho a votar) cuyas expectativas dependen poco del ciclo económico, o de las consecuencias de una determinada política, y mucho del reparto arbitrario, de las decisiones discrecionales de los burócratas. 11 millones y medio de votos potenciales suponen una tentación enorme. Con una sencilla reasignación de recursos se pueden “comprar”… o al menos, intentarlo.

Privilegiar a quienes dependen directamente de la Administración ha terminado abriendo una enorme brecha entre empleados públicos y privados

Para comprobar cómo el Estado no trata a todos por igual, bastan algunas magnitudes muy elementales. Habrá quien lo tache de demagógico, pero dan qué pensar. Mientras el gasto sanitario público para atender a una población de 46 millones de personas es de 62.000 millones de euros, sólo las nóminas de los empleados de las Administraciones casi duplican esa cifra (114.537 millones de euros). Lo mismo sucede con la partida destinada a pensiones, que se ha disparado por encima de los 135.000, entre otras razones de peso porque, desde 2008, los sucesivos gobiernos las han revalorizado más de un 17%. En cambio, el subsidio por desempleo (incluida la renta agraria), a repartir entre 1 millón de personas, apenas supone 5.250 millones de euros.

Privilegiar a quienes dependen directamente de la Administración ha terminado abriendo una enorme brecha entre empleados públicos y privados; entre jubilados y ocupados; también, entre adultos y jóvenes. En definitiva, entre los que cobran directamente del Estado y los que no. Por ingresos, las clases medias parecen haberse reubicado en la Administración y en los pensionistas; el resto, se proletariza, vive en la precariedad o es carne de paro. Lo que explicaría en alguna medida que los segmentos más jóvenes aparezcan en las estadísticas como los grandes perdedores: todavía no han opositado y la jubilación les queda muy lejos.

Es cierto que la crisis ha impactado en todos, pero el sector privado es, con mucho, el más damnificado. Y no sólo porque ahí se amontonan los parados: hoy, sólo el 10% de los asalariados públicos gana menos de 1.200 euros al mes; en el sector privado es el 36%. Y en la parte alta, el 58% de los empleados públicos gana más de 2.000 euros al mes; en el sector privado sólo el 23%. Habría que analizar puesto por puesto, es verdad. Pero la realidad es que las expectativas laborales ofrecidas desde la Administración son en conjunto mejores que las del sector privado. Es lógico qué prolifere el descreimiento hacia “lo privado” y que la mayoría de los jóvenes crea que “lo público” es la solución. Y que, por tanto, en vez de pedir la reforma del Estado para liberar recursos, la tendencia sea a exigir su expansión: el clientelismo masivo.    

Los funcionarios, mediante sus propias puertas giratorias, llevan tiempo accediendo al Poder

La infiltración de los funcionarios

Es verdad que en este Estado de partidos, los políticos profesionales son quienes, para perpetuarse en el poder, han convertido el Estado en una distopía, en un ente conchabado con los grupos de intereses que no cumple sus nobles y presuntos cometidos, como son la redistribución de la riqueza y la salvaguardia de los más desfavorecidos. Pero, asómbrese querido lector, quienes más beligerantes se muestran para revertir la situación son… los funcionarios, pero no cualesquiera sino los de cierto nivel.

Se quejan de que los políticos profesionales han colonizado las instituciones, colocado a sus afines en los altos cargos de la Administración, promocionando no al más capaz sino al más servil, incluso denuncian que los políticos otorgan la categoría de funcionario a quien no ha hecho oposición, lo que ha llevado a la Administración a ser extremadamente ineficiente; también denuncian el capitalismo de amigotes y las famosas puertas giratorias, por las que los ex altos cargos acceden a los consejos de las grandes empresas como pago a los servicios prestados. Y tienen razón. Pero obvian que el político tradicional hace ya tiempo que está siendo reemplazado por un híbrido, personajes a medio camino entre burócrata y político, o político y burócrata; una nueva especie dispuesta a controlar simultáneamente el Gobierno y la Administración. Los funcionarios, mediante sus propias puertas giratorias, llevan tiempo accediendo al Poder. En la última legislatura, 126 de los 350 diputados (el 36%) provenían de la función pública.

Tampoco dicen que sus asociaciones gremiales les sirven de trampolín hacia la política para, una vez allí, defender con más eficacia sus intereses corporativos y una visión de la Administración ad hoc que es incompatible con la realidad de quienes trabajan fuera de la Administración. Este asociacionismo está vulnerando en origen el principio de neutralidad, puesto que no tiene sólo como objeto velar por los derechos de sus asociados, sino que promueve cambios legislativos. ¿No era sagrada la neutralidad?

Nadie más alejado del mundo real y más atento a sus propios intereses que aquel que se atreve a ser juez y parte y, además, se cree ungido para gobernar porque aprobó una oposición

Los funcionarios-políticos son responsables de la hiperregulación que soportan empresarios, autónomos y trabajadores; también de los numerosos disparates legislativos que complican sobremanera la vida cotidiana. Sucede que estos son en su mayoría abogados o juristas y, en consecuencia, fieles a esa peligrosa máxima según la cual no hay problema que no pueda resolverse mediante la redacción de una ley. Pero de un tiempo a esta parte no son sólo los abogados del Estado, jueces y demás juristas en situación de “servicios especiales” los que desembarcan en la política, también algunos inspectores de Hacienda se han vuelto paracaidistas. Y a la hiperregulación se ha añadido una nueva caza de brujas: la lucha contra el fraude fiscal.

Al igual que los juristas creen que la redacción de nuevas leyes es la panacea, los inspectores están convencidos de que si se elimina el fraude podremos (podrán) atar los perros con longaniza. Lo cual se ha demostrado una estupidez. Además, su vocación inquisitorial les lleva a creer que la economía sumergida es un lugar localizado en un mapa, un entorno estático y siniestro. Y no un espacio dinámico, de transición, el lugar en el que germinan infinidad de futuras empresas, negocios y empleos que, en el futuro, serán perfectamente legales. Y entretanto cristalizan, generan una riqueza que, por una u otra vía, termina tributando. Hasta en Dinamarca, cuya eficiencia fiscal es manifiestamente mejor que la española, la economía sumergida representa el 19% del PIB. Las sociedades son así, en Madrid y en Copenhague. Si se quiere echar a perder un país y propagar la pobreza, nada mejor que eliminar toda zona de sombra, todo espacio a la espontaneidad, e imponer la tiranía del burócrata. Nadie más alejado del mundo real y más atento a sus propios intereses que aquel que se atreve a ser juez y parte y, además, se cree ungido para gobernar porque aprobó una oposición.

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