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Análisis

El legado de Giner de los Ríos

Francisco Giner de los Ríos en 1881

Francisco Giner de los Ríos y sus amigos los krausistas triunfaron con la revolución de 1868. Fueron la base ideológica de la monarquía democrática y luego de la Primera República. El fracaso de aquel experimento desacreditó la escuela krausista y cuando se reinstauró la monarquía constitucional, los que habían sido desalojados del poder en 1868 reclamaron su venganza. Se plasmó en un enfrentamiento del ministro de Fomento (encargado de Instrucción por entonces) con Giner de los Ríos. Cánovas, el gran liberal conservador, habría querido evitar la colisión, pero ni su ministro “moderado” ni el catedrático de izquierdas aceptaron lo que consideraban una vil transacción. Lo querían todo. El episodio se zanjó con la expulsión de la Universidad de Giner y su grupo, para entonces reducido a un puñado de personas.

La monarquía constitucional se fundaba en el pacto y en la transacción. Giner y los suyos enarbolaban la bandera de la radicalidad y la intransigencia. Así empezó a formarse la fantasía del martirio de la izquierda, cultivada desde entonces de forma compulsiva. La fantasía se cuidó con especial mimo en la empresa que fundaron los expulsados de la Universidad pública, que fue una universidad privada (creada al amparo de la legislación liberal del denostado régimen canovista). Como el krausismo andaba de capa caída, el establecimiento se reconvirtió acabó reconvertido en un colegio mientras todos los expulsados iban recobrando sus cátedras en la Universidad pública. A partir de ahí se forjaría el concepto de “liberad de cátedra”, frente al de libertad de enseñanza: había que volver a hacer la revolución, pero con financiación estatal.

Lo importante era el mito radical, que Giner logró traspasar a las siguientes generaciones, en particular a las que gobernarían su país cuando la Segunda República

Aquello fue la Institución Libre de Enseñanza, dedicada a formar las nuevas elites españolas. Las formaría con criterios específicos. La intransigencia, en primer lugar: allí se cultivó el recuerdo del martirio frente al régimen supuestamente intolerante de la monarquía constitucional, la denostada “Restauración”. Que aquello saliera adelante gracias a la “Restauración”, y muchas veces gracias al dinero que puso el Estado, era lo de menos. Lo importante era el mito radical, que Giner logró traspasar a las siguientes generaciones, en particular a las que gobernarían su país cuando la Segunda República.

Otro criterio, consistente con la bandera radical, era la de la pureza. En la Institución todo estaba meticulosamente limpio, todo era aire puro, sencillez de líneas, claridad. No podía haber mayor contraste con la estética ecléctica de la época liberal, de la que los institucionistas y sus amigos renegaban por eso mismo, por ecléctica y, por tanto, por falsa e inauténtica. Cuando llegó la crisis del liberalismo, lo que en España llamamos la crisis del 98, aquello cobró un nuevo sentido. Había llegado la hora de la “España auténtica” frente a la “España oficial”.

La institución se postuló así como la regeneradora espiritual y estética de España, más allá de la labor prosaica de los regeneradores políticos. Y donde estos fracasaron, los institucionistas triunfaron porque lo suyo no era la política, sino el espíritu y el estilo. La minoría formada en la ILE poseería a partir de entonces el monopolio de las claves de la verdadera regeneración de España: el estilo de la modernidad auténtica, que conectaba al mismo tiempo con el auge de lo popular, por una parte, y el de las minorías selectas, por otra. Todo se fundía en el fondo majestuoso del paisaje de la sierra madrileña o de la montaña santanderina, que resumía el alma de la España virgen y eterna, que sólo los institucionistas sabían comprender. Por otra parte, emprendieron una gran obra de modernización de la Universidad y de la investigación, acompañada de un empeño de control político y el monopolio de los recursos que, por ejemplo, llevaría al enfrentamiento con la Universidad Central (Madrid) en 1918.

La institución se postuló así como la regeneradora espiritual y estética de España, más allá de la labor prosaica de los regeneradores políticos

También contaba –y quizás más que nada- la forma en la que esa minoría conseguía acceder a esas claves. No se trataba de una enseñanza cualquiera. Se trataba de formar a nuevos seres humanos, imbuidos del espíritu del fundador que les infundía mediante su ejemplo y su contacto cotidiano la vía a su nueva naturaleza. Baroja los trató más de una vez de cursis, y aquello se parecía mucho a los grupos nacidos en la crisis de fin de siglo para dar seguridad a quienes estaban en trance de perder el rumbo, la identidad.

Lo que se formaba allí era algo más que una minoría selecta, como preconizó luego Ortega. Era un grupo que dominaba íntimamente –la intimidad es la palabra clave del ideario, por así llamarlo, de Giner-, desde dentro, la vía que conduce a la auténtica verdad de las cosas. En la crisis de la conciencia nacional de fin de siglo, la Institución dio lugar a una forma particularmente enrevesada de nacionalismo español en el quienes detentaban las claves de aquella vía detentaban también las claves de comprensión, y de expresión, de la verdadera España.

Aquella minoría nada tenía que ver con la democracia, que es el reino de las masas, irremediablemente rebeldes, ruidosas, ajenas a los criterios de buen gusto que en la institución eran practicadas como una forma de selección natural religiosa. Joaquín Costa comprendió, demasiado tarde, que aquello no estaba destinado a formar al conjunto de la población, de la que la institución se desentendió siempre, sino al control ideológico y, sobre todo, estético de los procesos de modernización.

La personalidad, la inteligencia y la visión estratégica de Giner de los Ríos lograron consolidar aquel proyecto. Giner falleció en 1915, hace ahora cien años, cuando ya se había cumplido la travesía del desierto, habían quedado atrás los años de triunfo de la Monarquía constitucional y se acercaba una nueva tierra prometida, una nueva gran crisis. Los posteriores fracasos y los nuevos éxitos de la escuela serían obra de sus discípulos, en los que siempre ha estado vigente, en cualquier caso, el mismo anhelo de pureza estética y la misma voluntad de imponer sus propios criterios, relacionados con algo más que la simple ideología.

La decadencia de las actuales minorías rectoras españolas, de la que tanto se habla hoy en día, probablemente está relacionada con la dificultad de aquel núcleo, que ha querido dirigir la cultura española desde hace más de cuarenta años, para abrirse al diálogo, a la transacción, a la tolerancia.  

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