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Análisis

David Cameron y el triunfo de la agonía

El primer ministro británico David Cameron habla con los miembros del Partido Conservador mientras esperan por los resultados electorales

Decía el escritor británico Jonathan Coe (Birmingham, 1961) que Margaret Thatcher, le gustara a uno o no, tenía una visión clara y genuina de cómo transformar el Reino Unido. Pero que David Cameron, para desgracia de los británicos, nunca ha tenido tal don, que no es más que “un thatcherista fabricado en serie” cuyas ideas son heredadas. Y algo de razón tiene. Cameron se ha mostrado incapaz de abrir un tiempo nuevo y sortear los recelos heredados de la era Thatcher hacia Europa, cuando la entonces primera ministra aludía a “ciertas características y tendencias peligrosas en la Comunidad Europea”, y advertía con insistencia sobre “la ambición de poder de la ya poderosa Comisión, su inclinación a buscar soluciones más burocráticas que de mercado y el resurgimiento de un eje franco-alemán con una agenda federalista y proteccionista encubierta”.

En efecto, incapaz de generar su propio ideario y encontrar una solución a la desconfianza existente entre el Reino Unido y Bruselas, el líder conservador prometió que en caso de ganar las elecciones generales convocaría un referéndum en 2016 o 2017 sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, buscando así ganarse a los cada vez más numerosos euroescépticos. Y es que Cameron prefiere transigir con el más arriesgado referéndum que ejercer de primer ministro y decidir por sí mismo sobre cuestiones fundamentales.

A falta de mejores alternativas, el ciudadano de a pie ha votado lo que creía menos malo

De hecho, unos de sus desatinos fue precisamente el referéndum escocés. Un proceso al que no solo dio carta de legitimidad, sino que elevó a la categoría de hito histórico con una campaña tan desquiciada que, a pesar de que finalmente ganó el 'no', tiró la casa por la ventana, otorgando importantes concesiones al Parlamento de Holyrood e iniciando un proceso de descentralización sin precedentes en el Reino Unido, cuyos efectos no deseados se manifestaron desde el primer día.

A cuenta del referéndum, los ciudadanos escoceses, hasta entonces inasequibles a las proclamas secesionistas, empezaron a percibir al Partido Nacionalista Escocés (SNP) como una organización socialmente útil y cercana, en contraposición a las distantes élites de Westminster, y no como el snob club de irredentistas que hasta entonces había sido a sus ojos. Y de un modesto 19% de los votos escoceses en las Generales de 2010 el SNP pasó a sumar el 45% en el referéndum de 2014. Logro al que pudieron añadir, por gentileza de Cameron, importantes competencias en materia de sanidad y tributos. De ahí que el SPN haya pasado en menos de un año de 25.000 afiliados a más de 100.000. Un efecto arrastre en los electores escoceses que ha alcanzado su clímax en las elecciones de ayer miércoles.

Cuestión de tiempo

Ya en su día escribimos en estas mismas páginas que aquella “fiesta democrática” que fue el referéndum escocés no iba a resolver el problema sino que, muy al contrario, terminaría creando uno donde antes no lo había. Así lo anticipó el entonces líder del SNP, Alex Salmond, al afirmar tras la derrota del secesionismo que la campaña por la independencia no había terminado y que el sueño no moriría. Hoy, tras las elecciones generales del 7-M, las primeras victimas del ascenso de los nacionalistas del SNP han sido Ed Milband y el Partido Laborista, literalmente barridos en Escocia por los nacionalistas. Y es que el Reino Unido no es tan diferente del resto de Europa. Y al igual que sucede en otros países del viejo continente, el sentimiento localista cobra fuerza y se manifiesta bien sea arremetiendo contra la Unión Europea, como hace Nigel Farage y su partido antieuropeo el UKIP, bien promoviendo la secesión interna, caso de Alex Saldmon y su sucesora Nicola Sturgeon en el SPN. Después de todo, era cuestión de tiempo que los costes de la crisis devinieran en el localismo y el nacionalismo proteccionista. Como también era cuestión de tiempo que algún gran partido cayera en la tentación de rentabilizar la situación a su manera.

El agónico triunfo de Cameron se ha debido más a su instinto de supervivencia política que a hacer valer la labor de su Gobierno

Sea como fuere, el caso es que David Cameron ha salido victorioso. Eso sí, su agónico triunfo se ha debido más a su instinto de supervivencia política que a hacer valer la labor de su Gobierno, que ha dejado al país con una tasa de paro del 5,7%, la mitad que la zona euro, aunque, todo sea dicho, con unos contratos laborales que poco o nada tienen que ver con los de antes de la crisis. Circunstancia ésta cuyo coste electoral parece haber endosado íntegramente a Nick Clegg y al Partido Liberal-Demócrata, lo cual no está nada mal para “un thatcherista fabricado en serie”.

Sin embargo, lo importante es que, tal y como ya sucedió en el referéndum de Escocia, no hay en la victoria de David Cameron grandes principios o ideales, tampoco ideas propias, solo la habilidad del político profesional para explotar la emergencia de una sociedad que, quizá, con la esperanza de recuperar algún día lo perdido o, tal vez, consciente de que las cosas se quedarán así indefinidamente, ha decidido evitar el hung Parliament; es decir, “el Parlamento colgado” y el permanente desacuerdo, y no ariesgar más de lo razonable.

Se salva David Cameron y se salva el Reino Unido de la ingobernabilidad, lo cual no es poca cosa habida cuenta de los pésimos vaticinios que pesaban hasta ayer mismo sobre la que es, no lo olvidemos, la sexta economía del mundo. Cuestión distinta es qué nos deparará el referéndum prometido por David Cameron y lo que vaya a suceder con Europa. Demasiadas incertidumbres para un continente que lleva ya demasiado tiempo sin levantar cabeza, que cada vez que Estados Unidos estornuda coge una pulmonía, y cuyos ciudadanos ya no ven la crisis como un suceso pasajero. Por ahora, a falta de mejores alternativas, el ciudadano de a pie ha votado lo que creía menos malo. Lamentablemente, sigue sin haber una visión clara y genuina de cómo afrontar el futuro, como si el reloj de la política europea se hubiera detenido en la década de 1980.

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