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Análisis

La tragedia de Jo Cox y el futuro de Europa

David Cameron.

Recuerdo mis primeros viajes a Londres, empeñado en esa batalla interminable e incruenta con el inglés, y la extraña sensación que me producía, viajando desde la España que trataba de olvidar el franquismo, la imagen de un país donde se comía de forma lamentable, la gente del común se bañaba una vez a la semana porque en las casas no había ducha, y la cultura del pueblo llano comenzaba a las tres de la tarde del sábado, hora de inicio del partido del Arsenal en Highbury, y terminaba noventa minutos después para concluir en el abrazo de un pub cargado de sudor y pintas de cerveza, ¡last orders, please!, aquellos pubs que tan pintorescos resultaban a los españoles que lavábamos platos el tiempo que no andábamos perdidos en la academia de Mr. Murray Lewellyn en Craven St., a dos pasos de Trafalgar Sq. Era la imagen de un país cutre y empobrecido, en apariencia condenado a la miseria, anclado en el recuerdo de los días dorados del Imperio, férreamente estratificado en clases sociales cuyo blindaje era el propio idioma, elegante en los bien educados, vulgar en las clases bajas, que contribuía a mantener la frontera entre ricos y pobres.  

Luego llegó el descubrimiento del petróleo del Mar del Norte. A partir de los ochenta, las ventas de crudo pasaron a representar el 12% de las exportaciones totales del Reino Unido (RU). Casi al mismo tiempo, de la gobernación del país se hizo cargo una dama apelada “de hierro” que lo puso en pie, lo rescató de las zarpas de los sindicatos, privatizó empresas públicas y servicios sociales, elevó la moral pública y lo devolvió su orgullo, haciendo de él un espacio atractivo para la actividad empresarial y la inversión extranjera. Una Thatcher bien distinta al diletante David Cameron, ese apuesto pirómano bombero educado en Eton y Oxford que, como tantos otros genios de la política a lo largo de la historia, ha sido capaz de convocar un referéndum con grave riesgo de perderlo. Hoy, ese mismo país, convertido en la cuarta economía del mundo y segunda de Europa, primera potencia militar y diplomática del continente, está en un brete de torcer de nuevo su destino dispuesto, de la mano de una extraña alianza entre tories y populistas, entre demagogia y xenofobia, a “vender” a la Inglaterra profunda una nueva Arcadia presta a mirar en solitario hacia el Atlántico, de espaldas a una Unión Europa (UE) de la que quiere zarpar sin saber muy bien qué rumbo tomar ni a dónde ir.

El triunfo del Brexit podría tener un efecto demoledor sobre el sueño de aquella Europa unida que un día imaginaron los padres fundadores del Tratado de Roma

Y todas las alarmas han saltado, en Gran Bretaña y en la propia UE, porque el triunfo del Brexit podría tener un efecto demoledor sobre el sueño de aquella Europa unida que un día imaginaron los padres fundadores del Tratado de Roma. Las Bolsas europeas llevan semanas de cuantiosas pérdidas. “La libra cae, el dinero escapa a la carrera y se frena la venta de pisos en Londres”, asegura el ministro Osborne. El asesinato de la diputada Jo Cox ha añadido al debate las gotas de dramatismo necesario para hacer del referéndum del próximo jueves un envite de dimensión histórica. “Muerte a los traidores, libertad para Reino Unido”, declaró ayer Thomas Mair, presunto asesino, al iniciar su comparecencia ante el tribunal de Westminster. Pero, ¿realmente el país que era conocido como “el enfermo de Europa” cuando ingresó en el Mercado Común, cuyo PIB es el que más ha crecido en los últimos años –en parte debido a sus propias reformas, cierto, pero también gracias a la suerte que supone tener a la vuelta de la esquina y sin barrera aduanera alguna el mercado más rico y poblado del mundo, al que vende casi el 50% de sus exportaciones- que está en vías de convertirse en la mayor economía europea, por encima incluso de Alemania, está siendo sometido y sojuzgado por la UE?  

Es la pregunta, aparentemente sin sentido, que estos días intentan responder quienes se adentran en el rompecabezas del Brexit, reconociendo, de entrada, que el RU nunca fue un socio entusiasta de un proyecto de unión –plasmado en los Acuerdos de Lisboa- en cuya gestación en 1957 no participó y en el que se embarcó en 1973, tras superar el veto del general De Gaulle. Convencidos defensores como son de que el mercado y la libre competencia son la forma más eficaz de asignar recursos, los británicos siempre han tenido una visión economicista de unos tratados comunitarios que Alemania y Francia concibieron como ungüento capaz de evitar de una vez por todas las matanzas que empaparon de sangre el continente desde las invasiones napoleónicas y la guerra franco-prusiana, por no mencionar las dos terribles guerras mundiales. Celoso guardián de sus tradiciones e independencia, el RU siempre ha visto, en cambio, con suspicacia cualquier movimiento tendente a una mayor integración política, cuyas ventajas quedaban en el limbo ante la realidad de la asfixiante burocracia de Bruselas y el creciente déficit democrático en la toma de decisiones que, como los programas de ajuste derivados de la crisis, impactan directamente sobre el nivel de vida de la gente.  

La dureza de la crisis y el consiguiente auge del populismo, catapultado a su vez por la oleada migratoria provocada por los conflictos de Oriente Medio, han hecho el resto. Sobre el viejo continente ha ido cayendo, cual lluvia fina, un relato de descrédito que nadie ha sabido o querido contrarrestar. Es la imagen de una UE ensimismada, una Europa enferma de relativismo moral, rehén de unos Estados del Bienestar cuyo mantenimiento reclama el 50% de los ingresos de sus ciudadanos en impuestos, incapaz por ello de crecer lo suficiente para crear riqueza bastante y ofrecer oportunidades de futuro a las nuevas generaciones. Un continente sin nervio, ayuno de liderazgos políticos. Un gran balneario de señores ricos, que no saben cómo defender su estilo de vida. Para esta visión catastrofista del viejo continente, la situación actual se parece como dos gotas de agua a la Europa de entreguerras, con su correlato de crisis económica y paro galopante, pérdida de confianza en la democracia liberal, auge de los nacionalismos xenófobos y aparición de los populismos extremistas con su correlato de tragedia.

Nadie ha sabido vender las bondades de la UE

“Pero, ¿cómo ha sido posible, teniendo en cuenta las penosas consecuencias que su triunfo tendría para nuestros país, que el Brexit se haya hecho tan popular?”, se preguntaba días atrás el ex primer ministro John Major. “En parte porque los proeuropeos, que a menudo hemos criticado los defectos de la UE, no hemos sido capaces de enfatizar sus virtudes. Nuestra pasividad ha contribuido a alimentar el sentimiento anti UE, de modo que ahora nos enfrentamos a una ola de medias verdades, mentiras y exageraciones que han calado hondo y que amenazan con llevarnos al precipicio (…) La Unión ha liberalizado mercados como las telecomunicaciones, el transporte aéreo y la energía, y la competencia ha hecho posible alternativas más eficientes y más baratas para los usuarios de esos servicios, por no hablar de la masiva colaboración en la investigación científica e industrial por ella puesta en marcha (...) Siempre hemos sido grandes comerciantes, y esa capacidad nos ha permitido mejorar notablemente el nivel de vida de nuestra gente, que aún mejorará más cuando la UE abra mercados como el digital, el energético y el de servicios financieros. Por eso, cuando oigo que China se dispone a triplicar sus inversiones en la UE, me hago la siguiente pregunta: ¿estarán los chinos dispuestos a invertir en un mercado de 65 millones como el británico más que en otro de 500 millones? Nada de esto ocurrirá si nos vamos. Como dijo Thatcher, no hay alternativa al mercado único europeo”

Ya lo dijo Margaret Thatcher, no hay alternativa al mercado único europeo

Ninguna de estas reflexiones parece desanimar a los seguidores del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) que lidera el ex corredor de bolsa Nigel Farage, o, en el otro extremo, personajes como el ex alcalde de Londres Boris Johnson, a quien Major tilda de “Boris-in-Wonderland”, para quienes los británicos quieren recuperar soberanía y, al tiempo, nivel de vida, cerrando fronteras a la inmigración y acabando con la marea regulatoria que asfixia a unos y a otros”. En el peor escenario posible, aquel en el que Gran Bretaña no lograra firmar un acuerdo comercial preferente con la UE-27, la organización Open Europe, un “non-partisan and independent policy think tank”, estima que el PIB británico sería un 2,2% inferior en 2030 al que hubiera sido en caso de permanecer en la UE. Por el contrario, en el mejor escenario posible, y dando por sentado que el país lograra ese acuerdo comercial y, además, fuera capaz de llevar a cabo una liberalización radical de su economía para dejarla completamente abierta al comercio mundial, Open Europe estima que ese PIB sería un 1,6% superior en 2030 al resultante de haber permanecido en la UE. Naturalmente, los incentivos para que Bruselas, en caso de triunfo del Brexit, concediera a Gran Bretaña un acuerdo de libre comercio similar al que mantiene con Noruega serían más bien escasos, por no hablar de que en tal hipótesis el RU se vería obligado a seguir contribuyendo al presupuesto comunitario con la misma cantidad que ahora (el 0,35% de su PIB), sin poder participar en la toma de decisiones.  

Un escenario “políticamente realista”, alejado de ambos extremos, cifra la caída del PIB en el año de referencia en un 0,8% en el primer supuesto, y un incremento del 0,6% en el segundo. Sin un acuerdo comercial preferente con la UE, Gran Bretaña solo podría prosperar fuera de la Unión dando pasos de forma resuelta hacia una liberalización y desregulación total de su mercado, lo cual no es precisamente fácil. Abrir su economía al resto del mundo –particularmente a USA, India y China, entre otros-, condición sine qua non para generar crecimiento económico, supondría exponer a empresas y trabajadores a unos niveles de competencia brutales con los países low-cost, con las implicaciones políticas y sociales que ello traería aparejado. La contradicción no puede ser más llamativa: para ser competitivo frente a esos países, el RU necesitaría adoptar una política de inmigración muy “liberal” que le permitiera bajar salarios y reducir costes de producción, lo que supondría tomar decisiones que irían precisamente en contra de la argumentación básica de quienes quieren abandonar la UE para poner barreras a la inmigración.

Una Unión Europea más débil y vulnerable

Para la UE, la salida de una economía como la británica significaría, de entrada, un freno notable a la pretensión de convertirse en tercera gran potencia económica mundial, en pie de igualdad con China y los EE.UU. Más grave aún, en el corto plazo equivaldría a poner al bloque liberal en las instituciones europeas –británicos más alemanes- en trance de desaparición, al perder su capacidad de convertirse en minoría de bloqueo. En términos de política de defensa común, La UE sería un interlocutor más débil. Las consecuencias, con todo, dependerían de la capacidad de la propia UE para convertir el golpe en revulsivo, en catalizador capaz de hacer aflorar las energías de un continente que parece haber perdido la fe en un proyecto que le ha dado más de 70 años de paz y prosperidad, lo que no es moco de pavo. Ese impulso debería servir para introducir reformas tendentes a desregular y liberalizar mercados tanto hacia dentro como hacia fuera de la UE, atando en corto a esa maquinaria burocrática de Bruselas cuyo objetivo parece residir a veces en parir ley tras ley y reglamento tras reglamento. Liberalizar y democratizar, acercando la toma de decisiones a los ciudadanos. En un mundo globalizado, Europa necesita imperiosamente ser competitiva, lo cual reclama en primera instancia reducir el coste de esos Estados Providencia cuyo mantenimiento drena gran parte de los recursos disponibles. La UE, como la propia España, necesita crecer imperiosamente, porque donde no hay harina todo es mohína. El consenso apunta a que una Europa que aceptara resignada la salida británica sin adoptar reformas radicales estaría abocada a su disolución sin remedio.

Como tantas veces se ha dicho de Cataluña y España, también Gran Bretaña y la UE perderían con la separación

La suerte del Brexit, con todo, no se decidirá tanto en el tapete de las reales o supuestas consecuencias económicas, como en esos ingredientes etéreos que tienen que ver con el sentimiento, incluso con la pasión, más que con la razón. La especie humana siempre vuelve donde solía: a ser capaz de morir por un himno o una bandera, una canción o un trapo, antes que por una fórmula matemática o una demostración empírica. Es, en parte, el renacimiento de aquel movimiento romántico que acompañó la exaltación de los nacionalismos europeos en el XIX. Hay un cierto paralelismo entre el debate del Brexit y el nacionalismo catalán. En lugar de tratar de “asaltar” Europa, de arrebatársela a esos burócratas de Bruselas que han hecho de la Unión su medio de vida, de controlarla y dirigirla imprimiendo al proyecto el marchamo liberal y competitivo que tantos reclaman, los Boris Johnson de turno prefieren retirarse y abandonar el campo sin lucha para refugiarse en el dorado aislacionismo de unos tiempos que jamás volverán. Como tantas veces se ha dicho de Cataluña y España, también Gran Bretaña y la UE perderían con la separación.

En palabras de Lord Leach of Fairford, presidente de Open Europe, “es poco probable que el Brexit termine convirtiéndose en el cataclismo que algunos vaticinan. Sin embargo, transformar Gran Bretaña en esa economía desregulada y abierta al libre comercio que necesitaría para crecer fuera de la UE suena fácil en teoría, pero en la práctica podría chocar con resistencias políticas muy fuertes dentro del propio país. El peor escenario, con todo, sería aquel que uniera la salida de la Unión con la vuelta a prácticas proteccionistas. Y una gran verdad: si el Reino Unido pusiera el mismo entusiasmo en transformar desde dentro la UE que el que necesitaría desplegar para ser viable tras el Brexit, tanto a él como a la Unión Europea les iría mucho mejor”. Todo está dicho, o casi. Quieran los Dioses que Jo Cox mueva los dados desde el más allá de forma que la suerte sonría a Gran Bretaña y al resto de Europa en esta partida. 

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