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Análisis

El nacionalismo catalán y el sentido del ridículo

El presidente de Cataluña, Artur Mas, en la rueda de prensa del pasado viernes

Dijo Albert Einstein que “el nacionalismo es una enfermedad infantil, el sarampión de la humanidad”, y a fe que el catalán se comporta como el perfecto infante incapaz de discernir entre lo bueno y lo malo, lo moral y lo inmoral, lo lógico y lo grotesco. Las huestes que comanda Arturo el Astuto Mas han perdido, en efecto, el sentido del ridículo, algo inimaginable en la tradición de un paisanaje que hizo siempre del sentido común, ese instinto colectivo que lleva a razonar los problemas vitales con los pies bien firmes en el suelo, su bandera. Resulta que para poder votar en la consulta chapuza del próximo domingo solo es necesario inscribirse en la web oficial del procés, Participa2014.cat, inscripción que es posible obtener sin el menor problema, resida uno en Cataluña o en Galicia, esté empadronado en Santa Coloma de Gramanet o en Argamasilla de Alba, porque basta con introducir una dirección y un apellido, sean reales o ficticios, para poder participar en la farsa. Y es que en este remedo de referéndum ni siquiera hay un censo disponible, lo cual que a lo mejor se trata de la última treta del gran Arturo para hacer votar a media Europa y asombrar así al ancho mundo con la fuerza del fenómeno catalán.

Permitir el festejo del domingo dejaría abierta la puerta para un acuerdo posterior in extremis entre el Gobierno de España y la Generalitat.

Han perdido el sentido del ridículo y desde luego también la vergüenza, por no entrar en terrenos tan resbaladizos como el permanente desafío a una Ley que el president juró cumplir y hacer cumplir. Metidos en la deriva entre lo esperpéntico y lo trágico impuesta por el secesionismo, son muchos los españoles que se han mostrado partidarios de dar vía libre a la charlotada del 9-N con la idea, más o menos elaborada, más o menos festiva, de permitir a ese nacionalismo militante afincado en el delirio cocerse en su propia salsa, apurar el cáliz de su irresponsabilidad. Permitir el festejo del domingo dejaría abierta la puerta para un acuerdo posterior in extremis entre el Gobierno de España y la Generalitat, como el viernes contaba aquí Federico Castaño. El mensaje habría sido transmitido a Moncloa por Durán i Lleida, siempre perfecto en su papel de intermediario: renunciar a impugnar el placebo del día 9 daría a Mas margen de maniobra para, tras la bufonada, retomar los contactos que el Govern ha venido manteniendo más o menos en secreto con el primer secretario del PSC, Miquel Iceta, y pactar con él la aprobación de los Presupuestos catalanes para 2015, lo que permitiría agotar la legislatura alejando el fantasma de un adelanto electoral en Cataluña.

Recurrir la payasada ante el Constitucional, por el contrario, solo servirá, sostiene el señor de Lérida, para incentivar la movilización masiva del independentismo, haciendo inevitable la convocatoria posterior de elecciones plebiscitarias, que es lo que parece estar en la cabeza del protomártir Mas. El Consejo de Ministros del viernes, sin embargo, acabó con esta elucubración al acordar la impugnación de la consulta alternativa del 9-N, juzgando que arrastra los mismos vicios de inconstitucionalidad que la anterior ya paralizada por el alto tribunal. Para la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, la convocatoria “no tiene cabida en nuestro Estado de Derecho. Se trata de evitar un fraude a los ciudadanos y un fraude de ley. En definitiva, de proteger la Constitución”.

La apuesta del “ahora o nunca”

Y ya está el lío montado. Jaleo viejo con ingredientes nuevos: los que sin pausa, un día sí y otro también, va introduciendo esa elite enamorada de Andorra que dirige el proceso hacia la República Independiente del 3%, más leña al fuego, más gasolina al incendio, convencidos como están de que en una España con el pulso vital más bajo de su reciente historia, con los dos grandes partidos braceando a la desesperada en el océano de la corrupción, con el Gobierno ensimismado y perplejo ante la avalancha de sus propios Granados, la independencia de Cataluña está al caer, tiene que estar al caer, porque es cuestión de aumentar la apuesta, redoblar el desafío, gestionar el grito. Internacionalizarlo. Es ahora o nunca. Los Mas, Junqueras y compañía están convencidos de ello: ahora o nunca. De momento, y ya van unos cuantos años, el vencedor de la continua algarada, de la permanente rebelión que se ha instalado en la Generalidad contra la Constitución del 78 es siempre el mismo, siempre los mismos: los que han decidido ponerse la ley por montera.

En esta tesitura, el español medio, desmoralizado por el espectáculo de país que percibe a diario, se enfrenta a un problema tan complejo como el de Cataluña con un dilema sobre la mesa: dejar hacer, permitir la charlotada del 9-N mirando hacia otro lado, confiando en que alguna vez ellos mismos se den cuenta del daño causado a la convivencia por el espectáculo de una democracia convertida en farsa, o bien prohibirla y enfrentarse a las consecuencias. El Gobierno Rajoy ha tomado una decisión que podría haber resultado polémica para ese español medio si la inmediata reacción de Arturo el Astuto no hubiera venido a sacarnos a todos de dudas: el president se dispone a denunciar al Ejecutivo no se sabe muy bien por qué y ante quién, mientras las marcas blancas de ERC -Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural- amenazan con elevar el conflicto ante la ONU y Bruselas. Tan envalentonado está el nacionalismo que no admite razones jurídicas de ningún tipo. La diarrea de Mas queda patente cuando, en respuesta al anuncio de Soraya, afirma que “lo que pretende parar el Gobierno central no se puede parar, porque quieren prohibir una cosa que no estamos haciendo”, para casi a continuación añadir que “el proceso es imparable”. ¿En qué quedamos? ¿Estamos haciendo algo o no hacemos nada? ¿Hay procés o no lo hay? Definitivamente, en el antiguo fortín del seny ha desaparecido el sentido del ridículo.

El president se dispone a denunciar al Ejecutivo no se sabe muy bien por qué y ante quién, mientras las marcas blancas de ERC amenazan con elevar el conflicto ante la ONU y Bruselas. 

La respuesta del presidente de la Generalitat a la decisión del Ejecutivo de impugnar ha venido a ratificar de nuevo la peor de las sospechas: que la permisividad mostrada por los distintos Gobiernos de la nación a lo largo de los años solo ha servido para envalentonar a los caudillos de la ruptura de España. “Esto no es una butifarrada como mucha gente cree en Madrid, esto va en serio”, asegura un miembro de Societat Civil Catalana. “Este es el Plan B del que se había venido hablando: es degradar al Estado y sus leyes, empezando por la Constitución; es burlarse del Estado y por supuesto del Gobierno de la nación, presentando a un Mas victorioso ante la prensa internacional, tras una jornada muy civilizada, muy festiva, pero que por sus propias características no deja de ser una farsa que dañaría gravemente la democracia española. Un Estado de Derecho no puede consentir ese espectáculo”.

Abandonar la permisividad

El presidente del Gobierno, tan justamente criticado tantas veces, se ha ganado un cierto crédito en lo que a la gestión de la crisis catalana se refiere. Su templanza a la hora de no responder a las provocaciones que regularmente llegan de Barcelona –por no hablar de las que a diario se escuchan en el propio Congreso por parte de personajes tan atrabiliarios como el tal Alfred Bosch, un tipo con una concepción tal de la democracia que es auténtica diarrea mental- ha evitado que el conflicto haya pasado a mayores hasta el momento. De hecho, la presencia de Rajoy al frente de un Gobierno de la derecha está sirviendo para mantener bajo siete llaves un nacionalismo, el español, que parece falsamente desaparecido en combate y cuya entrada en escena podría resultar muy peligrosa para los responsables del procés. El desafío ha llegado a tal punto, sin embargo, que el Gobierno de Mariano Rajoy está obligado a actuar con contundencia, abandonando esa permisividad que no solo no ha servido para templar los ánimos en Barcelona, sino para encresparlos.    

“Ellos van a hacer mucho ruido”, augura la fuente arriba citada. “Van a sacar a la calle a dos millones de personas, más o menos al 30% de la población que ha sucumbido al adoctrinamiento continuo de años y que el nacionalismo tiene movilizado en buena parte gracias al dinero del Estado español, pero ese Estado está obligado a hacer cumplir la Ley, dejando claro que se ha acabado la permisividad, poniendo a Unió ante la tesitura de aceptar o no la legalidad y advirtiendo de las consecuencias a los funcionarios que la infrinjan… Habrá que apretar los dientes, por supuesto, porque esto es muy serio. Son muy listos, muy maquiavélicos, y cogen a España en el peor momento”. Es evidente que algún día habrá que “hacer política”, dejar hablar a esa política que tan arteramente reclama Arturo el Astuto, pero ahora es el momento, en efecto, de aplicar la Ley, de cumplirla y hacerla cumplir. Caiga quien caiga. Suspendiendo la autonomía catalana si fuera preciso y llevando ante los tribunales a los responsables del desafuero.  Hay que cortar de una vez la cabeza de la hidra.

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