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Opinión

Alternancia de poder y alta Administración

Imagen de archivo.

“La regeneración es el tópico de moda” (1899)

(Ricardo Macías Picavea, El problema nacional, Biblioteca Nueva, p. 152)

Aunque tengo muestras de evidente fatiga al repetir siempre lo mismo sin que nada escuchen quienes debieran ser receptores primarios del mensaje (los responsables políticos), hay algo que la evidencia empírica no deja de mostrar con toda crueldad: los cambios de gobierno en España, siempre que conlleven alternancia política, tanto en el ámbito de la Administración General del Estado como de las Comunidades Autónomas (así como en buena parte de las entidades locales, en menor escala cuantitativa), implican, por lo común, la remoción de centenares o miles de puestos directivos (altos cargos) o de libre designación, dejando ahora de lado al personal eventual. No me interesa entrar en detalles, pues no es lugar para hacerlo.

Nadie, absolutamente nadie, ha cambiado estas reglas del juego (solo se han matizado en la Administración del Estado y para determinados puestos directivos, pero el libre nombramiento sigue siendo la norma). Además, “la bolsa de spoils system” se incrementa con la libre disposición no exenta de cierto tono de grosería cuando se designa a personas sin competencia alguna acreditada para proveer (a veces por amiguismo y otras por fidelidad política) innumerables cargos directivos en el sector público institucional (especialmente, en empresas públicas, la cueva de Alí Babá, como suelo repetir). El botín político de quien llega al gobierno es muy jugoso en términos de reparto del poder y hay que “dar de comer” a sus respectivas huestes o clientelas, que todos los partidos las tienen. Así ha sido siempre en España, desde el viejo caciquismo al “nuevo” clientelismo político. Si antes, en palabras del Conde de Romanones, “el caciquismo tenía las raíces muy hondas” (Breviario de política experimental, Madrid, 1974, p. 101), lo mismo cabe afirmar en estos momentos del clientelismo. “Maraña espesa”, en palabras de tan particular cacique. Fachada remozada.

El problema afecta al resto de administraciones, y ni la vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta materia

Todo esto es harto conocido. Falta por concretar el número exacto del drama que implica la politización intensiva y extensiva de nuestro sector público en su conjunto, pero ya les adelanto que, intuitivamente, por los escasos datos que hoy en día tengo computados, esa cifra puede alcanzar a decenas de miles de puestos en los que estarían los niveles directivos (altos cargos y asimilados) y los de la alta función pública o del empleo público en su conjunto (esto es, los puestos de libre nombramiento y de libre designación, por tanto de libre remoción o cese).

No cabe duda que esas escalofriantes cifras nos sitúan a la cabeza de la Unión Europea en cuanto a politización (o si prefieren, de “discrecionalidad en la provisión”) de las estructuras  de la alta Administración. Y ello no es sino muestra del intenso subdesarrollo institucional de nuestro sector público en relación con la situación existente en el resto de las democracias europeas avanzadas. Incluso Portugal tiene actualmente un sistema de reclutamiento de la alta dirección pública (Directores Generales, Subdirectores y directivos de empresas públicas, aunque en este último caso solo se emite un informe sobre su posible idoneidad) basado en competencias profesionales y no en el “dedo democrático” (la sempiterna confianza política). Y seguimos sin aprender nada.

Botín de partido

Además, fruto de la cada vez mayor fragmentación del tablero político español (estatal y autonómico) la remociones de tales niveles de responsabilidad serán a partir de ahora la moneda corriente. Una auténtica noria, como en su día escribí. Y no hay organización pública que se precie que pueda funcionar con tan evanescentes criterios donde la discrecionalidad es la guía y la profesionalidad la anécdota. Además, en ese cambiante contexto (al que deberemos acostumbrarnos) la continuidad de las políticas públicas se verá rota constantemente y la memoria de las organizaciones velada por la pérdida (verdadera sangría) de un conocimiento directivo de quita y pon.

No aventuraré quién gobernará la Junta de Andalucía, algo que se solventará en las próximas semanas. Pero si quien llega a gobernar esa institución es un partido o una coalición de partidos en la que no está integrado el actual partido gobernante, la remoción de centenares de altos cargos o de directivos del sector público andaluz, así como de algunos o muchos de los (cifra aproximada) dos mil puestos de libre designación (funcionarios A1 son más de mil quinientos), parece que será una medida inmediata. Tras casi cuarenta años en el poder de una misma formación política, la Junta de Andalucía no ha cambiado ni un ápice el sistema de provisión de los puestos directivos en línea de profesionalizar esas estructuras, algo que hubiese puesto al abrigo a la alta Administración del vendaval político y de los apetitos de poder. Y entonces vendrán los lamentos.

Estamos a la cabeza de la UE en cuanto a politización (o si prefieren, de ‘discrecionalidad en la provisión’) de las estructuras de la alta Administración

De producirse la hipótesis anterior, se aireará en los medios “la purga” de los ceses en cadena. Pero no nos llamemos a engaño. Ese es el perverso sistema que todas las Administraciones Públicas, auspiciadas por una política clientelista y de nula visión estratégica o comparada, han construido. Un sistema de confianza política en la provisión de puestos directivos en la alta Administración. El sistema da réditos políticos inmediatos y (mal) funciona siempre que haya continuidad en el poder. Pero el modelo se hunde por completo cuando los cambios de gobierno (incluso a veces de personas) llegan, más aún si en estos funciona la ley del péndulo. En esas circunstancias, la Administración Pública comienza una vez más, como el tejido de Penélope, a escribir en una hoja en blanco. Tejer y destejer es nuestro sino. Tiempo perdido.

Lo terrible de todo ello es que quienes lleguen, si es que llegan, harán lo mismo. Este es el pesado legado de nuestra historia decimonónica que aún se arrastra en pleno siglo XXI: la alta Administración Pública se concibe como un botín del partido o partidos que gobiernan. No se equivoquen, esto no pasa solo en Andalucía, pues el cáncer tiene metástasis por todos y cada uno de los rincones de la geografía gubernamental y administrativa española. De esa cultura teñida de clientelismo nadie se libra: ningún color político y ningún territorio. Lo grave del asunto es que no se advierte realmente que se quieran cambiar esas deplorables y viejas reglas del juego. Ni la vieja ni la nueva política están dando muestras efectivas de cambio en esta materia. España mientras no resuelva realmente este problema no será un país serio ni moderno. Las políticas de reforma sobre la alta Administración, aparte de proposiciones que duermen el sueño de los (in)justos, ni siquiera asoman por ningún sitio. Panorama desolador, siento decirlo.    

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