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Opinión

¿Merece Albert Rivera otra oportunidad?

Albert Rivera en el primer acto electoral de la campaña del 10-N.

En sus extensas memorias, el excanciller alemán Willy Brandt relata cómo en 1973 tuvo que hacer frente a grandes dificultades -“fue puesta en duda mi capacidad de dirigente”- después de que en 1971 se le concediera el Premio Nobel de la Paz, en 1972 fuera nombrado ciudadano de honor de Lübeck, su ciudad natal, y a finales de ese mismo año su partido, el SPD, ganara las elecciones en la República Federal.

La política es cruel. Poco importa si aciertas o te equivocas. A lo largo de la Historia hay ejemplos sobrados de políticos de primerísimo nivel, verdaderos servidores públicos que con su trabajo mejoraron la calidad de vida de sus conciudadanos y se marcharon a casa por la puerta de atrás, sepultados por un error aparentemente insignificante, y que sólo después de muertos -y no en todos los casos- obtuvieron el reconocimiento público que merecían.

El mérito de Albert Rivera es indudable. Construyó a partir de la nada una plataforma política de extraordinario atractivo, y lo hizo desde una Cataluña cada vez más periférica y crecientemente inhóspita. Sus primeros años fueron duros. Con tres diputados obtenidos en las autonómicas de 2006, Rivera viajaba periódicamente a Madrid, dedicando su tiempo a perseguir a periodistas que no daban un euro por él y a llamar a puertas que no siempre se abrían.

El rey de la imagen ha perdido la batalla de la imagen; el principal error de Rivera no es lo que ha hecho, sino dejar de hacer lo que se esperaba que hiciera

En aquella primera apuesta electoral, Ciudadanos consiguió el respaldo de 89.840 catalanes. Diez años después, con Inés Arrimadas como candidata a la Presidencia de la Generalitat, el “partido de la ciudadanía” fue el más votado de Cataluña, 1.109.732 papeletas, batiendo por primera vez al nacionalismo en unas autonómicas, algo inaudito y de enorme trascendencia política, en tanto que supuso una consistente y necesaria muralla de autoprotección frente a la muy agresiva ofensiva secesionista.

En aquel momento, Rivera era un gigante, alguien cuya tenacidad y capacidad de comprensión social habían convertido en una figura aparentemente imparable. Primer espejismo. Después llegaron las elecciones generales. Más de cuatro millones cien mil votos, y el Partido Popular a tiro de piedra. El sorpasso a la vuelta de la esquina. Segundo espejismo. Y cambio brusco de estrategia. Ciudadanos aspiraba a todo y decidió que ya no iba a ser un partido instrumental.

El 28 de abril muchos españoles se fueron a la cama convencidos de que en España habría un gobierno estable; 180 diputados, una sólida mayoría socio-liberal desde la que gestionar con reforzada legitimidad la crisis catalana y abordar las reformas pendientes. Seis meses después se siguen levantando a diario con la sensación de haber sido engañados, con la irritante sospecha de que su futuro está en manos de líderes menores.

La decepción catalana

En lugar de un gobierno fuerte, la partitocracia imperante nos ha regalado unas nuevas elecciones cuya única y casi segura certeza es que esa confortable mayoría se ha esfumado, que PSOE y Cs ya no van a volver a sumar. Un drama; y varios culpables, cierto, empezando por Pedro Sánchez. Solo que el presidente en funciones, gracias a Pablo Iglesias, también sale vivo de esta. Pagará peaje, pero no será ni de lejos tan alto como el de Rivera, a quien el sector más pragmático de su electorado, mucho más circunstancial que el del PSOE pero muy numeroso, hace responsable principal del fracaso. Solo así se explica la brutal caída de Ciudadanos en las encuestas.

Albert Rivera ha dejado de ser el hijo o yerno que todos habríamos querido tener. Ahora es el que no hizo lo que debía. Porque esa es la gran tragedia de Rivera, que el rey de la imagen ha perdido la batalla de la imagen. El dichoso relato. ¿Por qué? Fundamentalmente no por lo que ha hecho, sino por no haber hecho lo que se esperaba que hiciera o haberlo hecho cuando ya era demasiado tarde. No ha hecho una oposición creíble en Cataluña, enorme decepción acrecentada por una moción de censura estéril que solo ha servido para suavizar el contorno de un Quim Torra tétrico que sigue sin condenar la violencia de los CDR; ha impedido con su veto a Pedro Sánchez la posibilidad de, al menos, explorar la formación de un gobierno estable, rectificando después por partida doble y dejándose en las sucesivas maniobras nuevos jirones de credibilidad; y, por último, ha rechazado cualquier entendimiento preelectoral con el Partido Popular, acelerando así por su flanco derecho el desangramiento de un partido que un día fue la gran esperanza de la modernidad y la regeneración.

Ciudadanos debe ser un partido instrumental, nada más ni nada menos, una herramienta que sólo será útil si se pone al servicio de la gente

Modernidad y regeneración, dos conceptos achicados hasta la categoría de meros eslóganes y que esperan mejores tiempos en algún cajón de Alcalá 253. Otro grave error del líder de Ciudadanos: convertir la bandera de España y el antinacionalismo en el eje exacerbado de su discurso, degradando el resto de las sugestivas variables que configuraban su oferta original. Clonarse con Abascal, ya fuera por táctica o por miedo, siquiera parcial y coyunturalmente, no fue una buena idea. Probablemente, esta fue la peor de todas.

Albert Rivera tiene un mérito extraordinario. Pero nadie en política, como dejó acreditado Willy Brandt, vive del pasado. Hasta hace unos meses era el gran activo de Ciudadanos; ahora, no está nada claro que lo siga siendo. El caudillismo, otro de los males de la política española, encumbra o condena a los líderes según las circunstancias. Y hoy Rivera ha dejado de ser la solución. ¿Tiene arreglo? ¿Merece Rivera una nueva oportunidad?

Siempre se ha dicho que de los errores se aprende mucho más que de los aciertos, y desde mi experiencia creo que es verdad. Visto así, en estos meses Albert Rivera debe haber acumulado un auténtico botín de nuevas enseñanzas. ¿Será capaz de rentabilizarlas? No lo sé. No sé si ese punto de soberbia que cristaliza en los superhombres le dejará rectificar, en plaza pública, sin complejos; le permitirá aceptar que sí, que Ciudadanos debe ser un partido instrumental, nada más ni nada menos, una herramienta que sólo será útil si se pone al servicio de la gente, y no al de un grupo de maniquíes, un actor imprescindible en la España actual, una brillante idea que ya no pertenece a quienes la crearon, sino al conjunto de la sociedad. Con o sin Albert Rivera.

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