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Opinión

Alarma injustificada

Gente pasea por la calle con mascarilla
Gente pasea por la calle con mascarilla

Todas las constituciones modernas, sin excepción, incluyen provisiones específicas para otorgar al Ejecutivo poderes extraordinarios en situaciones donde actuar con presteza y urgencia sea una necesidad vital. La Constitución española de 1978 no es una excepción, creando la figura del estado de alarma, excepción y sitio.

Es difícil negar que España ahora mismo está viviendo una crisis sanitaria sin precedentes en el último siglo. La pandemia ha matado a decenas de miles de españoles, y todo apunta a que este otoño, de no mediar medidas urgentes, matará muchísimas más. El hecho de que sea una situación sin precedentes inmediatos no quiere decir que nuestros legisladores no hubieran tenido en cuenta algo parecido, y Ley Orgánica 4/1981 establece una situación de epidemia como uno de los supuestos para decretar un estado de alarma.

Ninguno de los tres estados de emergencia recogidos en la constitución representa una cesión completa de poderes al ejecutivo. La misma constitución (Art.116.5) señala que el funcionamiento del Congreso, así como el de los demás poderes del Estado, no podrá interrumpirse durante la vigencia de estos estados, y prohíbe expresamente la disolución de las Cortes. El estado de alarma, excepción y sitio no modifican el principio de responsabilidad del Gobierno; el Ejecutivo sigue necesitando la confianza de la Cámara para mantenerse en el poder, y todo lo que haga sigue siendo controlable por las Cortes.

Restricciones a la movilidad

Es decir: los redactores de la Constitución no eran estúpidos, y no añadieron una cláusula que permitiera crear una dictadura electiva por mayoría simple del Legislativo; el Congreso sigue teniendo plenos poderes. El Ejecutivo tiene la autorización legal de imponer restricciones a la movilidad a particulares, requisar e intervenir industrias claves y racionar servicios y tomar medidas para responder a una epidemia, pero no puede hacer lo que le venga en la real gana ni limitar o suspender derechos fundamentales. Tanto los preceptos constitucionales como la legislación que los desarrolla son textos perfectamente normales y comparables a lo que vemos en otros países de nuestro entorno. No hay nada de extraordinario en ellos.

Es debatible si el Congreso debiera haber aprobado una reforma de la Ley de Sanidad Pública a todo correr durante el verano para clarificar el galimatías

Hasta aquí no hay nada, creo, que levante demasiadas suspicacias. Dejando de lado los cuatro lelos que insisten en que el virus no existe, creo que hay un consenso bastante amplio de que España necesita ahora mismo una respuesta contundente contra la pandemia, y la sopa de letras de decretos autonómicos y sentencias judiciales contradictorias no estaba dando resultado. Es debatible si el Congreso debiera haber aprobado una reforma de la Ley de Sanidad Pública a todo correr durante el verano para clarificar el galimatías. En mi opinión, dado que la Constitución tiene una provisión explícitamente diseñada para luchar contra epidemias, autorizar restricciones extraordinarias a la movilidad vía ley orgánica probablemente era inconstitucional.

Pero dejemos el debate sobre una ley que no hemos aprobado. Estamos ahora a finales de octubre, la pandemia está fuera de control; el estado de alarma es lo que queremos. La pregunta es cuánto debe durar.

En estas páginas varios columnistas son de la opinión que el plazo acordado por el Congreso, seis meses, es desaconsejable, incluso inadmisible. Entiendo perfectamente estas reticencias; la idea de dar a cualquier ejecutivo poderes extraordinarios durante medio año siempre debe ser recibido con mucha cautela.

Los poderes adicionales del Ejecutivo están reglados y son (relativamente) limitados, y gran parte del poder de decisión recaerá en las comunidades, no en el Moncloa

En mi opinión, sin embargo, estos temores son un tanto infundados. Primero, el estado de alarma dista mucho de ser un “cheque en blanco” al Gobierno. Los poderes adicionales del Ejecutivo están reglados y son (relativamente) limitados, y gran parte del poder de decisión recaerá en las comunidades autónomas, no en el Moncloa. Los 15 artículos del decreto establecen con claridad que este estado de alarma sólo permite establecer restricciones a la movilidad y aforo de reuniones y locales, e imponer prestaciones personales en casos muy limitados. Pedro Sánchez no tiene la autoridad de gobernar por decreto, deportar a disidentes o cerrar televisiones.

Cierto, estos poderes no son en absoluto irrelevantes, y la limitación del derecho de reuniones físicas (que no del derecho de reunión; por desgracia, seguiremos todo el día en Zoom) o desplazamientos son prohibiciones de peso. Pero en el funcionamiento de las instituciones democráticas, en derechos políticos fundamentales, nada de eso se ve afectado.

Un análisis pre-crimen

Puede argumentarse que este puede ser “un primer paso” hacia algo peor, pero eso es una falacia. Si estas medidas son necesarias ahora no podemos juzgar su validez o no en base de un análisis de pre-crimen de acciones futuras del Gobierno, simplemente porque no nos fiamos de ellos.

Segundo, y creo que más importante, la experiencia con el primer estado de alarma en primavera y el sainete autonómico de las últimas aconseja establecer un plazo de duración largo. En primavera, durante la primera oleada del virus, vimos cómo el Ejecutivo tuvo problemas cada vez mayores para mantener el estado de alarma en vigor según perdía apoyos parlamentarios. La decisión de abandonarlo no fue tomada según criterios científicos, sino de aritmética parlamentaria.

La polémica 'desescalada'

No que los políticos fueran irracionales: el confinamiento era impopular y las medidas tomadas en marzo fueron a menudo improvisadas y un tanto aleatorias. Había motivos para relajar algunas restricciones (como el cierre de los colegios), y los casos estaban disminuyendo. Lo que no era de recibo, sin embargo, es que el retorno a la normalidad relativa del verano fuera decidido según una serie de decisiones políticas. El Gobierno no ayudó ofreciendo planes claros que pudieran convencer a nadie, por supuesto, pero dudo que nadie los hubiera escuchado.

Durante las últimas semanas hemos visto una situación parecida, pero en dirección inversa. En teoría, las comunidades autónomas que sufrieran un brote epidémico grave tenían la opción de pedir un estado de alarma para su territorio. En la práctica, ser la primera comunidad en pedirlo tenía un coste político considerable, así que todo el mundo aplazó esa decisión tanto como fuera posible. Lo que vimos en marzo, cuando Pedro Sánchez actuó con lentitud ante la pandemia para evitar un marrón político, se repitió 17 veces, una en cada comunidad.

El Gobierno no va a estar haciendo juegos malabares quincenalmente con una oposición que tiene todos los incentivos del mundo para negarse a extender restricciones

Un estado de alarma de seis meses evita, en parte, una repetición de esta clase de incentivos perversos. El Gobierno no va a estar haciendo juegos malabares quincenalmente con una oposición que tiene todos los incentivos del mundo para negarse a extender restricciones, y las autonomías no van a arrastrar los pies pidiendo medidas urgentes si tienen otro rebrote. Durante los próximos seis meses, la necesidad o no de mantener o adoptar medidas excepcionales está fuera del debate político, así que Gobierno y comunidades podrán decidir más o menos en paz, siguiendo criterios más o menos científicos.

Por supuesto, esto no quiere decir que el estado de alarma, como está escrito, sea un texto perfecto. Los críticos tienen razón al decir que una comparecencia del ministro cada dos semanas y una de Sánchez cada dos meses es insuficiente. No hubiera estado de más incluir la obligación de dar datos claros al Congreso sobre la pandemia, ni crear una comisión especial de seguimiento. Siendo como es esto España, seguiremos con esa eterna ambigüedad sobre qué decide Sanidad y qué deciden las autonomías, que pueden seguir siendo igual de irresponsables que siempre si les conviene políticamente. No sería un decreto de Pedro Sánchez sin su cuota habitual de torpeza en algún apartado, tristemente.

Aun así, este es un decreto de alarma más que justificado y justificable. Aunque entiendo y comparto las reticencias de otros columnistas, creo que el plazo de seis meses es necesario.

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