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Opinión

¿Acabará VOX como Podemos?

Pablo Iglesias y la portavoz de la formación morada, Irene Montero, conversan en su escaño.

En los últimos años ha aparecido un género nuevo: la obra “definitiva” que desvela la naturaleza del populismo. Cada noticia que hace temblar el régimen establecido es seguida por la publicación de libros que rumian el mismo tema. Pasó con Donald Trump, Marine Le Pen, Podemos, e incluso VOX, y eso que no ha dado tiempo aún a que los diputados autonómicos de la formación de Abascal calienten su escaño.

Es de sobra conocido que el populismo, el actual, procede del consenso socialdemócrata -o liberal, que se diría en EEUU- que se estableció desde 1945. La socialdemocracia sentó las bases de la política infantilizada y sentimentaloide de hoy sobre la que se asienta el síndrome populista. Cuando éste aparece infecta al Zeitgeist -el espíritu de una época-, cambia el lenguaje, la interpretación y las aspiraciones de una sociedad. Dejando a un lado el nacional-populismo instalado en Cataluña desde la era Pujol, dos formaciones políticas han adoptado el estilo populista de forma descarada: Podemos y VOX.

La formación de los Iglesias, Errejón, Monedero, Bescansa y compañía hace aguas en tan solo cuatro años de vida. Aparecieron rutilantes en 2014, bien calentados al abrigo de algunos del PP con el auxilio de determinados medios. Los primeros lo sacaron a la palestra para dividir o hundir al PSOE, que pasaba por sus horas más bajas. Los segundos, los medios, fueron quienes presentaron a Podemos como la solución a la crisis. Era, como dice todavía un editorialista, la “alternativa con componente utópico”.

El viaje iniciado allá por 2014, con la ayuda del PP, ha terminado en un Podemos convertido en izquierda tradicional, la versión 2.0 de Julio Anguita

Ahora, Podemos está en la ruina política. Hay quien analiza la crisis provocada por la marcha de Errejón como una cuestión personal, una mera disputa con Pablo Iglesias, la conclusión de Vistalegre II, allí donde éste se consagró como caudillo. Claro, son esos mismos analistas que ven en Errejón al líder clarividente que debería tener Podemos; es más, que tendría que gobernar a todas las izquierdas en el futuro. No es eso.

La clave de su crisis está en que Podemos no aprovechó el momento populista; esa circunstancia política y social, ese ambiente en el que los defensores del régimen confiesan su derrota y la gente está dispuesta a confiar en una oligarquía diferente. Iglesias y su cohorte aprovecharon la fase antagónica, la crítica, aquella en la que parecía que todo se caía, desde la abdicación de Juan Carlos I hasta la corrupción generalizada en el PP de Rajoy, pasando por la crisis económica. Pero luego, todo aquel viaje fue para convertir a Podemos en una izquierda tradicional, en la versión 2.0 de Julio Anguita.

Errejón, con el coscorrón que deja un pioletazo mal dado, quiso reconducir el populismo puro de Podemos, creó su propia estructura, propició rupturas colaterales, y decidió pasar a la fase agónica. Me refiero a esa etapa teórica que Chantal Mouffe, la pensadora belga que inspira al errejonismo, define por la destrucción del régimen desde dentro. Eso sí, con una sonrisa.

Pero además de esta discusión propia de doctorandos, Podemos comenzó a deshacerse como partido-movimiento: los círculos se vaciaron tras el calentón de 2015 y 2016, y los jefes locales, como Carmena, Colau y Teresa Rodríguez, quieren hacer la batalla por su cuenta sin el centralismo democrático de Pablo Iglesias. El populismo socialista se destruye a sí mismo con el paso del tiempo. Es ley de vida política.

¿Pasará lo mismo con VOX? El partido de Santi Abascal comenzó queriendo ser el “PP verdadero” por la “traición” del marianismo. Estuvo en la insignificancia durante cuatro años, desde 2014, recogiendo los principios que los populares de Rajoy iban tirando por las ventanas del “centro-reformista” (un concepto éste que todavía está huérfano de lógica política).

VOX ha contado con favores similares a los de Podemos en sus comienzos. El Gobierno, Susana Díaz y los golpistas catalanes, entre otros, le han hecho la campaña

El golpe en Cataluña lo cambió todo, o fue la consecuencia lógica de un régimen asentado en la socialdemocracia como poso común y la complacencia mecánica con cualquier nacionalista. Era el momento para que una fórmula populista de derechas y nacionalista tuviera éxito.

VOX obtuvo los mismos favores que Podemos en sus comienzos. El gobierno de Sánchez, el de Susana Díaz, el PSOE, Manuel Valls, los golpistas catalanes, Podemos y sus medios, como un solo agente coral, le hicieron la campaña. Entre todos convirtieron a los voxistas en lo que cualquier populista quiere ser: el protagonista del debate político. Incluso alguno pensó que alimentar a VOX era una manera de menguar al PP.

La llegada de VOX, como la de Podemos, ha influido en el PP. Es algo lógico. Los populares supieron enseguida que, tras perder por su izquierda una buena parte de votos en favor de Ciudadanos, lo mismo les podía ocurrir por la derecha. Echaron mano entonces del argumentario voxista, ese que parecía animar al electorado derechista: la inmigración controlada, la dureza con el golpismo y la propuesta de un 155 inmediato, junto a una tibia crítica a la ideología de género. Eso sí, todo comunicado con una contundencia -”sin complejos”, dicen- que había desaparecido.

VOX necesita elecciones para tener una verdadera estructura en todo el país. No vale con tener solo militancia. En mayo se asentarán en las instituciones, y el discurso nacional-populista que han esgrimido este último año tendrá que medirse con la realidad del gobierno, ante un electorado tan fragmentado como escarmentado de demagogia.

Ya ha pasado en Andalucía, donde los voxistas han tenido que desdecirse. Es el primer paso para su integración, para ese paso fugaz del antagonismo, de crítica furibunda a la situación, al agonismo, ese anhelo interruptus de cambio de régimen.

Es cierto que VOX puede eludir las condiciones que han acabado con Podemos, y ser un partido unido, no de taifas, con una sola voz, y que justifique de forma convincente la rebaja de sus demandas. Pero sin una retórica de máximos y tentado por la política tradicional, el populismo dejará de tener tirón electoral. Será el momento del perro flaco, aquel en el que las pulgas se culpan unas a otras.

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