Opinión

A una semana

Pedro Sánchez, hoy en el mitin celebrado en el Palacio de Congresos de Valencia EFE

El próximo domingo es algo más que una fecha en el calendario o una cita electoral al uso como muchas de las que la han precedido. Ese día nos lo jugamos todo porque el bloque sanchista ha demostrado con creces su falta de escrúpulos -Tito Berni, ley del sí es sí, maletas de Delcy, opacidad en la gestión de la pandemia designaciones a dedo, gobierno a base de decretos ley, indultos a golpistas, acercamientos de etarras, Marruecos- así como su decidido propósito de destruir completamente la monarquía parlamentaria emanada de la Constitución. No se trata tan solo de su proyecto de fragmentar la nación en varias taifas o de implantar un modelo socio económico delirante, de corte autoritario e inspirado en esa ideología woke que ataca a la familia, a las mujeres, a los niños e incluso a los propios miembros del colectivo LGTBI convirtiéndolos en ariete prescindible a la que los Soros de turno lo consideren oportuno para sus espurios intereses. Ni ellos, ni los trabajadores, ni nada que no sean sus propias personas y el mundialismo al que sirven con los ojos cerrados han sido el centro de las políticas del gobierno. Sánchez, digámoslo ya, es malo, sí, pero también es tonto, terriblemente tonto, tonto con balcones a la calle. Cree ser el que maneja el timón sin darse cuenta de que es una marioneta más, y no precisamente la más importante, de un juego que se está desarrollando a escala mundial.

Nos lo jugamos todo porque el sanchismo ha demostrado con creces su falta de escrúpulos y su propósito de destruir la monarquía parlamentaria emanada de la Constitución

Ante la repetición de su mandato no cabe más que echarse a temblar. Un Sánchez en condiciones de ser presidente modificaría con las trampas que hiciesen falta las leyes para permitir sendas consultas de independencia en vascongadas y tierras catalanas. Los organismos de control de los que dispone el estado acabarían estando bajo su control, la economía seguiría hundiéndose inevitablemente, Marruecos acabaría por quedarse con todo lo que quisiera, los disientes seríamos silenciados y se nos impediría ejercer nuestro trabajo, el crimen y la delincuencia continuarían campando a sus anchas y lo que conocimos como España acabaría por desaparecer incluso de los libros de historia, esos que ya están manipulados de forma vergonzosa a día de hoy.

Afortunadamente aumenta un número mayor de ciudadanos que, hartos de tanta ruina moral, han decidido plantarle cara a esta comparsa acudiendo a votar el veintitrés y otorgarle su papeleta a formaciones que están en contra del gobierno de la infamia, de ese Frankenstein que reúne lo peor de cada casa. Porque no existe nada irremediable, aunque Sánchez haya intentado todos los trucos habidos y por haber para hacernos creer que, o él, o el desastre. Après de moi, le dèluge, como le dijo ese vanidoso gallo empingorotado de Luis XV a su amante Madame de Pompadour tras la derrota de Rossbach. Así piensa Sánchez tras el revolcón que le dio Feijoó en el debate al que lo había fiado todo.

No existe nada irremediable, aunque Sánchez haya intentado todos los trucos habidos y por haber para hacernos creer que, o él, o el desastre

Que nadie crea que Sánchez es inevitable, pero que tampoco nadie caiga en una confianza suicida. Hay que votar porque estamos a una semana de que el rumbo de nuestro país, de nuestra sociedad, de nuestros hijos, se reconduzca hacia la racionalidad, lo conveniente, lo lógico, lo sano, o se precipite definitivamente por ese abismo del que hemos tenido más que constancia estos años. La esperanza ciega es aliada del perverso. De ahí que Eurípides nos lo dejase meridianamente claro: sólo los hombres virtuosos tienen esperanza y sólo el malvado desespera. Hagamos, pues, que sean ellos quienes aumenten su desesperación, ya notable. Y veamos al próximo domingo como el inicio de todo acudiendo a votar en tropel con el gesto de la buena gente que no alberga odios ni fobias. Una semana queda. A por ella.