Quantcast

Opinión

Viaje a la "nueva normalidad"

Una niña con mascarilla intenta ponerse un guante

Suena el despertador. Son las ocho en punto. Me levanto y preparo el desayuno para mi pareja y el pequeño, que siempre amanecen más tarde. Echo un rápido vistazo a tres o cuatro periódicos en su versión digital. Cuentan que el hipotético rebrote ya está cerca, remarcan que esta semana España ha vuelto a batir el récord de paro y señalan una intolerable cifra de muertes por coronavirus que todavía no se agota, pero prefiero no preocuparme más tiempo. Desayunamos en familia. Nos preparamos para la excursión. Lo más difícil es vestir al niño porque durante el confinamiento se acostumbró a no ponerse ropa de calle. En especial, abomina del calzado. 

Una vez completada la tarea titánica de vestir al enano y preparar todos los bártulos, es el momento de coger el coche. Tenemos una primera discusión conyugal, sin duda impulsada por la perspectiva de género, por ver quién conduce. Bajamos al garaje en dos viajes por separado y nos ponemos en marcha. Conducir también se ha convertido en una actividad inusual. En los últimos cien días, es la segunda vez que me pongo al volante. He ganado la discusión gracias a ese dato, porque mi pareja sí va al trabajo mientras yo sigo recluido en casa. El niño está encantado cuando el vehículo se mueve. Quizás él también había olvidado esa sensación. Hemos olvidado demasiadas cosas.

Todos llevamos mascarilla y guantes. Es una lata, pero resulta que estas prendas son obligatorias también dentro del coche. Antes de dejar la ciudad vemos poca gente en la calle aunque, en comparación con aquellos días extraños, podría decirse que está abarrotada. Una patrulla policial nos para. Quieren saber adónde vamos. Aún me resulta intolerable que los agentes puedan hacerme estas preguntas. "¿Y a usted qué le importa?", pienso. Sin embargo, las normas de eso que llaman "nueva normalidad" me obligan a explicar con detalle que vivimos juntos, que todavía no hemos pasado el virus y que, como es sábado, vamos al campo para respirar.

Hay que desinfectar el coche al menos una vez a la semana. También hay que medirse la temperatura en las puertas de todos los establecimientos. Debemos guardar una distancia de dos metros con cualquier otro ser vivo. Y estamos todos monotorizados por una aplicación que registra todo lo que hacemos

Me piden los papeles del coche. Pero no son aquellos que nos pedían antes (ITV, seguro, esas cosas), sino que es un certificado de desinfección que te dan cuando vas a uno de esos lavaderos públicos que han colocado en todas partes. Hay que desinfectar el coche al menos una vez a la semana. También hay que medirse la temperatura en las puertas de todos los establecimientos. Debemos guardar una distancia de dos metros con cualquier otro ser vivo. Y estamos todos monotorizados por una aplicación que registra todo lo que hacemos. "Nos van a medir hasta los pedos", repito siempre a todo el mundo para reírme de una realidad entre absurda y grotesca.

Mientras los agentes comprueban el documento, pienso en esa expresión que repetíamos como idiotas: "Cuando todo esto acabe". Me río porque creo que ese "todo esto" no se acabará nunca. Nos dejan pasar y seguimos nuestro camino. Por fin llegamos al aparcamiento del parque natural. Hay una cola inmensa pese a que no son ni las diez de la mañana. Muchos otros padres han tenido la misma idea para pasar el día. A falta de playa, nos quedan estas salidas a la naturaleza. Cuando bajamos del coche reparo en que no me acostumbro a vestir así, mezclando ropa corta y mascarilla, y menos aún en el campo. Al ver a tantas familias vestidas igual cavilo que somos simples gregarios del poder. O gilipollas, mejor dicho. ¿Cómo es posible que hayamos perdido tantas libertades en tan poco tiempo? Es mejor no pensarlo.

Lo malo, lo que no soporto, es mirarle a los ojos para decirle otra vez "no" cuando pide ir con "los nenes". "No puedes jugar con otros niños, pero juegas con papá, como siempre". "Coronavirus", responde

En el parque lo pasamos bien. La sonrisa del pequeño puede con todo. Solo quiere jugar, jugar y, de postre, jugar. En su inocencia está nuestra felicidad. Como las clases del colegio no han empezado ni tienen visos de empezar en meses, pasamos más tiempo con él del que podíamos imaginar. Eso, la intensa crianza del pequeño, es lo mejor que nos ha traído este oscuro 2020. Lo malo, lo que no soporto, es mirarle a los ojos para decirle otra vez "no" cuando pide ir con "los nenes". "No puedes jugar con otros niños, pero juegas con papá, como siempre". "Coronavirus", responde, divertido.

De vuelta a casa, nos vuelven a parar en el control. Casualidades de la vida, uno de los agentes es un compañero del club de pádel. Nos miramos con resignación porque sabemos que los partidos siguen lejos de volver. Eso es lo de menos, porque ya solo importa tener salud. Todos los jugadores pensamos igual desde que supimos que aquel otro compañero había fallecido por el bicho. En el grupo de WhatsApp nadie podía creerlo, pero así fue. Pienso en todo eso cuando retomo la marcha. Al pasar junto a los bares del barrio veo que muchos siguen cerrados. Poco después de llegar a casa, tenemos noticias de la pareja de amigos que iba a venir a cenar a casa. No podrán hacerlo porque su niño, que está con los abuelos, tiene unas gotas de fiebre. Mejor prevenir que curar... 

Suena el despertador. Son las ocho en punto. Caigo en la cuenta de que he viajado otra vez al futuro. Debería levantarme porque el pitufo enseguida querrá guerra. Pero me doy la vuelta e intento dormir otro rato. Quiero soñar con aquellos días anteriores al coronavirus y al confinamiento. No eran los mejores, pero eran los más nuestros.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.