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Opinión

Unidad frente al secesionismo

Pedro Sánchez y Pablo Casado.

En las últimas semanas se ha desvanecido cualquier esperanza de que el independentismo catalán recuperara un gramo de sensatez, si alguna vez el ejercicio de esa virtud fue considerado por los dirigentes secesionistas siquiera de forma temporal. La escalada violenta, y en demasiadas ocasiones impune, de los llamados Comités de Defensa de la República (CDR); la pasividad, también muchas veces forzada, de los Mossos d’Esquadra; y el lunático alegato en favor de una solución “a la eslovena” por parte Quim Torra, han obligado al Gobierno de la Nación a mover ficha. De momento -además de una investigación previa abierta por parte de la Fiscalía-, sólo tres peones en forma de otras tantas cartas, pidiendo explicaciones a las autoridades de la Generalitat, que dejan el paso expedito a la misiva final, la que no tendrá más remedio que enviar Pedro Sánchez al presidente de  la Generalitat y punto de no retorno de una intervención en toda regla tan inevitable como imprescindible si no cambian mucho las cosas.

Será, es ya inevitable esa intervención, salvo improbable marcha atrás de los golpistas, porque el líder socialista sabe que su inacción ya ha derivado, a ojos de muchos españoles, en complicidad. Así lo han entendido centenares de miles de andaluces, y la posibilidad de que en las próximas citas electorales el tsunami sea aún mayor está directamente vinculada a la permanencia de las políticas condescendientes aplicadas hasta ahora para aplacar el disparate independentista. El peligro, en estrictos términos de gobierno, ya no es que Cataluña se lleve por delante a Sánchez, sino que liquide definitivamente al PSOE como alternativa aceptable de poder.

La aplicación del 155, pero sin limitación alguna, diga lo que diga Iceta, será y es ya vital si no queremos que la situación devenga en irreversible

Y en clave de país, la intervención en Cataluña es imprescindible en tanto que los dirigentes secesionistas no han dado muestras de sopesar una mínima rectificación que favorezca el clima de diálogo que tanto reclamaron y con tanta ingenuidad publicitó La Moncloa. Más bien han hecho justo lo contrario: han saboteado el Parlament; han alentado las acciones violentas de los CDR y otros grupos aún más radicales; han impedido a la policía autonómica el ejercicio de sus funciones conforme a la ley; y, como colofón a la interminable cadena de alarmantes insensateces, el mismísimo presidente de la Generalitat ha planteado, ni más ni menos, el enfrentamiento armado como mejor solución para dar una salida a un conflicto provocado y alimentado por los propios independentistas. Así las cosas, la aplicación del 155, pero sin limitación alguna (diga lo que diga el melifluo Miquel Iceta), será y es ya vital si no queremos que la situación devenga en irreversible.

La celebración de un Consejo de Ministros el día 21 de diciembre en Barcelona formaba parte de la estrategia de distensión que nos vendió Sánchez como mejor camino para que las aguas volvieran a su cauce. Otra candorosa iniciativa que Puigdemont y Torra se han encargado de enturbiar. Pero lo que inicialmente fue otra ocurrencia “Made in Redondo” (lo de este personaje empieza a ser preocupante), hoy se ha convertido en un nuevo pulso entre las instituciones democráticas y el supremacismo violento que el Estado no puede permitirse el lujo de perder. A partir de ahí, lo que debemos hacer los demócratas es respaldar a nuestro Gobierno, a pesar de su torpeza, en la legítima y muy democrática decisión de celebrar un Consejo de Ministros en cualquier lugar del territorio nacional. Más aún, si cabe, en Cataluña, donde son muchos los ciudadanos que no se sienten suficientemente protegidos por el Estado.

Sánchez sabe que su inacción ha derivado, a ojos de muchos españoles, en complicidad. Así lo han entendido de momento centenares de miles de andaluces

Del mismo modo, el pleno monográfico que hoy se celebra en el Congreso de los Diputados debiera derivar en una tregua entre los partidos que, no sin matices, defienden la vigencia de la Constitución, y en la asunción común de un mensaje unívoco y contundente: no hay sitio en Cataluña para la tiranía que propone el nacionalismo excluyente; no es admisible el uso de la violencia para alcanzar objetivos políticos; España será lo que quieran los españoles. Todos, y no una parte.

Sánchez, Casado y Rivera deben ser conscientes de que lo que hoy se espera de ellos no es una colección interminable de reproches, sino la inteligencia selectiva de quienes lideran por méritos propios sus respectivas formaciones políticas. La crítica es legítima y necesaria, pero en este decisivo cruce de caminos lo es todavía más la generosidad de los que son capaces de distinguir entre un minuto de gloria en las televisiones y la obligación de tomar la difícil decisión de hacer causa común con todos los que defienden una España unida y el bien general del país.

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